/ domingo 22 de septiembre de 2019

A veces Dios se llama como usted…


Casi todos los que viven peleando con Dios, invariablemente (y es claro que ésta es sólo una opinión personal, no exenta de equivocación ) lo hacen porque no lo conocen bien, o se los han demostrado mal.

Aquellos a quienes molesta que pueda existir Alguien superior a su ego, al que además no pueden ver ni tocar, lo que de plano les parece ridículo en este nuestro mundo tan “sensorial”, y que por otra parte es “omnipresente” y por ello se encuentra, contra toda lógica, “en el cielo, en la tierra y en todo lugar”, a ellos insisto, tal vez les convendría saber que según los filósofos y los mismos científicos, lo complejo casi se resuelve siempre desde lo más simple, y como dice irónicamente el poeta, hay veces que hasta lo cierto puede ser demostrado.

Lo que sucede con la resistencia a aceptar ese “primer motor inmóvil” que dice Aristóteles, por parte de quienes lo niegan, es que muchos de los que nos hablan de Dios lo hacen desde perspectivas equívocas, ambivalentes y muchas veces hasta absurdas.

Hay por ejemplo quienes quieren presentarlo como a un ser mezquino y cruel, de cuya venganza final nadie habrá de escaparse. Y como es obvio, para quienes no son creyentes es bien sencillo negar la existencia de alguien así porque evidentemente, Dios no puede ser una persona que premia y castiga a los seres de su creación, porque como dice Einstein, sería como nosotros, que sí lo hacemos. Pero entonces, ¿cómo nos distinguiríamos de Él?. Para los escépticos es evidente que ese Dios no existe, o en el mejor de los casos es un simple titiritero, que se divierte con nosotros, que goza con nuestro sufrimiento, y es el causante de las guerras, el dolor y la miseria humana. Dios es pues, en el mejor de los casos, una metáfora, una especulación sin fundamento, un simple refugio para la angustia y la soledad.

Pero ésta es sólo una visión pobre del concepto de Dios. Albert Einstein, del cual hablamos antes, afirma que “Él es una inteligencia, incomprensible en sus obras, es cierto, pero cuya grandeza y hermosura se esconde en cada cosa de la naturaleza, y cuyo misterio debemos admirar en cada una de sus manifestaciones”. Por eso el verdadero misterio que se encierra en el concepto de Dios no se debe a lo incomprensible de sus atributos, sino a que no hemos sabido descubrir su imagen en cada uno de nosotros, pues es ahí donde se nos revela, en medio de nuestro asombro, día con día. Porque finalmente, como el mismo genio físico-matemático afirmó alguna vez: “El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta, que la ciencia logra abrir”.

A partir de este simple descubrimiento es posible afirmar que a veces Dios se llama como cada uno de nosotros. Es el médico cuyo conocimiento y dedicación le salvaron alguna vez de la enfermedad y de la muerte misma. Es la enfermera callada, cuya vigilia fue el precio de su salud y su tranquilidad por las noches, cuando todos dormían. Es el maestro constante y abnegado, que no se dejó vencer por la mediocridad en su trabajo docente; la monja callada del asilo de ancianos, el campesino gracias a cuyo esfuerzo y el sudor de su frente aún tenemos productos de la tierra en nuestra mesa, y es el obrero sencillo que desde su posición humilde es también la causa de nuestra tan aspiracional productividad. Es la sirvienta olvidada, el limosnero de la esquina y hasta la prostituta, ignorada y despreciada por las buenas conciencias.

A veces Dios se llama también como el defensor heroico de nuestra patria, como el político cuando es honesto; como el sacerdote fiel a su vocación que supo sublimar el amor humano para encontrar en Él su trascendencia; como el empresario que crea empleos y no sólo satisface su codicia, como el padre de familia que multiplica los panes en su mesa para que alcance para todos sus comensales; como la madre que afanosamente busca ser digna de ese nombre y lo agradece siempre, o como el estudiante que se prepara para ser mañana quien nos otorgará nuestra pensión de vejez. Y se llama como cada cosa que nos rodea, rosa o estrella, girasol o marisma, brisa suave o tempestad, porque en cada una de ellas está presente Aquel que es la Causa de todo lo causado.

Así que no es necesario recobrar el paraíso perdido, subir de nuevo al Monte Sinaí o mirar sorprendidos una zarza que arde sin consumirse, para encontrar a Quien nos hizo a su imagen y semejanza. Basta que nos veamos unos a otros para encontrarnos, partícipes por igual, de esa chispa inmortal que compartimos y por la que somos herederos idénticos de la divinidad de la que un día procedimos y a la que un día sin duda regresaremos.

Hay una anécdota que ejemplica esta sencilla especulación. Un comisionado de policía, no creyente, fue avisado de que su padre había sufrido un ataque al corazón. Desesperado lo llevó al mejor hospital, pidió que lo atendiera el mejor médico y que casi se le garantizara que lo salvarían. Cuando le aseguraron que estaría en las manos del más prestigiado cardiólogo de la ciudad, el doctor Charles Durrell, y que él se encargaría personalmente de aquella difícil cirugía, se sintió un tanto aliviado y mientras esperaba el resultado de la operación simplemente dijo: “Por lo que veo, este día Dios se llama Charles Durrell”.

Por eso es verdad que, finalmente, Dios se llama también como usted, quienquiera que sea, lo que sea que haga, piense lo que piense, porque de una u otra forma, todos cabemos en su nombre. Hasta quienes no creen en Él.


Casi todos los que viven peleando con Dios, invariablemente (y es claro que ésta es sólo una opinión personal, no exenta de equivocación ) lo hacen porque no lo conocen bien, o se los han demostrado mal.

Aquellos a quienes molesta que pueda existir Alguien superior a su ego, al que además no pueden ver ni tocar, lo que de plano les parece ridículo en este nuestro mundo tan “sensorial”, y que por otra parte es “omnipresente” y por ello se encuentra, contra toda lógica, “en el cielo, en la tierra y en todo lugar”, a ellos insisto, tal vez les convendría saber que según los filósofos y los mismos científicos, lo complejo casi se resuelve siempre desde lo más simple, y como dice irónicamente el poeta, hay veces que hasta lo cierto puede ser demostrado.

Lo que sucede con la resistencia a aceptar ese “primer motor inmóvil” que dice Aristóteles, por parte de quienes lo niegan, es que muchos de los que nos hablan de Dios lo hacen desde perspectivas equívocas, ambivalentes y muchas veces hasta absurdas.

Hay por ejemplo quienes quieren presentarlo como a un ser mezquino y cruel, de cuya venganza final nadie habrá de escaparse. Y como es obvio, para quienes no son creyentes es bien sencillo negar la existencia de alguien así porque evidentemente, Dios no puede ser una persona que premia y castiga a los seres de su creación, porque como dice Einstein, sería como nosotros, que sí lo hacemos. Pero entonces, ¿cómo nos distinguiríamos de Él?. Para los escépticos es evidente que ese Dios no existe, o en el mejor de los casos es un simple titiritero, que se divierte con nosotros, que goza con nuestro sufrimiento, y es el causante de las guerras, el dolor y la miseria humana. Dios es pues, en el mejor de los casos, una metáfora, una especulación sin fundamento, un simple refugio para la angustia y la soledad.

Pero ésta es sólo una visión pobre del concepto de Dios. Albert Einstein, del cual hablamos antes, afirma que “Él es una inteligencia, incomprensible en sus obras, es cierto, pero cuya grandeza y hermosura se esconde en cada cosa de la naturaleza, y cuyo misterio debemos admirar en cada una de sus manifestaciones”. Por eso el verdadero misterio que se encierra en el concepto de Dios no se debe a lo incomprensible de sus atributos, sino a que no hemos sabido descubrir su imagen en cada uno de nosotros, pues es ahí donde se nos revela, en medio de nuestro asombro, día con día. Porque finalmente, como el mismo genio físico-matemático afirmó alguna vez: “El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta, que la ciencia logra abrir”.

A partir de este simple descubrimiento es posible afirmar que a veces Dios se llama como cada uno de nosotros. Es el médico cuyo conocimiento y dedicación le salvaron alguna vez de la enfermedad y de la muerte misma. Es la enfermera callada, cuya vigilia fue el precio de su salud y su tranquilidad por las noches, cuando todos dormían. Es el maestro constante y abnegado, que no se dejó vencer por la mediocridad en su trabajo docente; la monja callada del asilo de ancianos, el campesino gracias a cuyo esfuerzo y el sudor de su frente aún tenemos productos de la tierra en nuestra mesa, y es el obrero sencillo que desde su posición humilde es también la causa de nuestra tan aspiracional productividad. Es la sirvienta olvidada, el limosnero de la esquina y hasta la prostituta, ignorada y despreciada por las buenas conciencias.

A veces Dios se llama también como el defensor heroico de nuestra patria, como el político cuando es honesto; como el sacerdote fiel a su vocación que supo sublimar el amor humano para encontrar en Él su trascendencia; como el empresario que crea empleos y no sólo satisface su codicia, como el padre de familia que multiplica los panes en su mesa para que alcance para todos sus comensales; como la madre que afanosamente busca ser digna de ese nombre y lo agradece siempre, o como el estudiante que se prepara para ser mañana quien nos otorgará nuestra pensión de vejez. Y se llama como cada cosa que nos rodea, rosa o estrella, girasol o marisma, brisa suave o tempestad, porque en cada una de ellas está presente Aquel que es la Causa de todo lo causado.

Así que no es necesario recobrar el paraíso perdido, subir de nuevo al Monte Sinaí o mirar sorprendidos una zarza que arde sin consumirse, para encontrar a Quien nos hizo a su imagen y semejanza. Basta que nos veamos unos a otros para encontrarnos, partícipes por igual, de esa chispa inmortal que compartimos y por la que somos herederos idénticos de la divinidad de la que un día procedimos y a la que un día sin duda regresaremos.

Hay una anécdota que ejemplica esta sencilla especulación. Un comisionado de policía, no creyente, fue avisado de que su padre había sufrido un ataque al corazón. Desesperado lo llevó al mejor hospital, pidió que lo atendiera el mejor médico y que casi se le garantizara que lo salvarían. Cuando le aseguraron que estaría en las manos del más prestigiado cardiólogo de la ciudad, el doctor Charles Durrell, y que él se encargaría personalmente de aquella difícil cirugía, se sintió un tanto aliviado y mientras esperaba el resultado de la operación simplemente dijo: “Por lo que veo, este día Dios se llama Charles Durrell”.

Por eso es verdad que, finalmente, Dios se llama también como usted, quienquiera que sea, lo que sea que haga, piense lo que piense, porque de una u otra forma, todos cabemos en su nombre. Hasta quienes no creen en Él.