/ domingo 26 de julio de 2020

Acerca de la distancia

Octavio Paz escribió alguna vez que la distancia era la condición del descubrimiento. Se refería indudablemente a que cuando por alguna circunstancia nos alejamos de algo o alguien que consideramos importante para nuestra vida lo apreciamos más, pues parecería que la distancia nos hace ver en ese alguien aspectos de los que tal vez antes no nos habíamos percatado.

Por eso un hijo cuando se separa de sus padres en busca de sus propios horizontes, comienza a valorar aquello para lo que antes había sido ciego: el amor de ellos, el cual con emoción descubre será siempre incondicional y definitivo.

Pero sucede a veces que ponemos distancia de aquello que es realmente importante, y nos alejamos de lo valioso que ahí se encuentra, haciendo a un lado su trascendencia. Y esa actitud, necia y perjudicial para nuestra vida, termina por ser un despropósito absurdo y sin sentido.

Pensemos, por ejemplo, en la distancia que los políticos suelen establecer con el pueblo que los eligió. Su alejamiento de él no solo es funesto sino ingrato, ya que remite al cruel rincón del olvido a sus mismos seguidores y obnubilada su mente por el ansia del poder, se preocupan tan solo por el cultivo de sus intereses, en los que desde luego los otros no estén incluidos, Y eso es una tragedia tanto para ellos como para sí mismos.

Lo mismo sucede con la distancia que algunos jerarcas religiosos suelen poner entre ellos y sus feligreses. Encumbrados muchas veces en sitiales lujosos y reverenciados con títulos magníficos, parecen olvidarse que ellos son solo “siervos de los siervos de Dios”. Y en lugar de creerse merecedores de respeto y devota sumisión, deberían considerarse como lo que son: servidores y mandatarios de sus feligreses y no funcionarios del ramo de las almas, en el área de lo espiritual.

Eso por desgracia también acontece con algunos maestros y ciertas instituciones educativas, al desvincular su vocación de la práctica real de su noble misión formativa. Cuando escuelas y docentes no buscan eliminar entre ellos y sus alumnos, la distancia que hay entre instruir y educar, informar y formar, o llenar de datos objetivos la mente, sin ningún otro propósito. Porque su misión es también la de forjar un carácter a través de la vertebración de todos los factores por los que su misma naturaleza es definida. Cuando la distancia entre enseñar y aprender es tal que se olvidan de que lo que educan son almas y corazones para un destino.

Pero quizá la peor distancia que como personas muchas veces elegimos, y equivocadamente ponemos, es con aquellos con quienes por nuestra misma naturaleza deberíamos estar unidos en la aspiración común de horizontes y sueños. Es la triste distancia que a menudo vemos en las familias, con los padres y los abuelos condenados a veces a ingrato olvido; entre los cónyuges, donde aparece en forma de incomunicación, indiferencia y hasta de enemistad o desprecio por la vida en común, lo que acaba por ser preludio anunciado de frutos que por desgracia se reeditarán con el tiempo en los hijos, ya que ellos tenderán a repetir lo que en su niñez observaron como normal en su hogar. Porque al verse privados de una comunidad de afecto, indispensable para crecer en armonía, esos hijos generarán, probablemente más adelante, hogares malavenidos, comunidades en ruinas y serán padres con incapacidad de amar a los suyos, y tal vez hasta con resabios de violencia y egoísmo.

Y en esa ruta suicida continuamos cuando ponemos distancia entre nosotros y lo que deberíamos valorar, como el significado auténtico de la amistad y convertimos a nuestros amigos en simples compañeros virtuales o cuando mucho en socios de nuestras redes sociales. Cuando con indiferencia ponemos distancia entre nosotros y el pobre y el marginado, con el que no se nos parece, o piensa diferente de nosotros, con el que cree en algo distinto, pertenece a otro partido político, tiene otro color de piel o está en otra escuela. Las distancias se van haciendo así tan grandes, que al final terminamos por no reconocernos entre todos ellos, ni siquiera a nosotros mismos.

Como un desventurado y trágico broche definitivo, acabamos por distanciarnos de nuestros sueños, de nuestra fe en lo trascendente, de lo que nos hace crecer, de la maravilla de nuestra mente, la grandeza de nuestro espíritu inmortal y del sentido y destino de nuestra existencia. Y ese espacio que media entre nuestros sueños y nuestros anhelos profundos, terminamos llenándolo tristemente con lo intrascendente, lo frívolo, lo que dura un instante, lo que nos gratifica sensorialmente, pero que enseguida nos abandona y no con aquello que en verdad es capaz de saciar nuestro natural deseo de ser más en los demás, con esa esencia intemporal que en nosotros vivirá por siempre.

Distanciarnos de lo trascendente, haciéndolo frívolo y banal, solo nos llevará a empequeñecerlo hasta que finalmente desaparezca. Por eso, ojalá la distancia que un día pusimos con lo importante nos sirva para reencontrar lo valioso que está en aquello de lo que nos distanciamos. Porque es cierto que por el acercamiento nos entendemos. Pero es algunas veces también que, por la meditada distancia, comprendemos cuánto nos necesitamos unos a otros.

Y es lo que tristemente hemos aprendido ahora, con la llamada “sana distancia”.

ACERCA DE LA DISTANCIA.

“Debemos ser más propensos

a elegir el interés presente,

que el distante y remoto…”

Octavio Paz escribió alguna vez que la distancia era la condición del descubrimiento. Se refería indudablemente a que cuando por alguna circunstancia nos alejamos de algo o alguien que consideramos importante para nuestra vida lo apreciamos más, pues parecería que la distancia nos hace ver en ese alguien aspectos de los que tal vez antes no nos habíamos percatado.

Por eso un hijo cuando se separa de sus padres en busca de sus propios horizontes, comienza a valorar aquello para lo que antes había sido ciego: el amor de ellos, el cual con emoción descubre será siempre incondicional y definitivo.

Pero sucede a veces que ponemos distancia de aquello que es realmente importante, y nos alejamos de lo valioso que ahí se encuentra, haciendo a un lado su trascendencia. Y esa actitud, necia y perjudicial para nuestra vida, termina por ser un despropósito absurdo y sin sentido.

Pensemos, por ejemplo, en la distancia que los políticos suelen establecer con el pueblo que los eligió. Su alejamiento de él no solo es funesto sino ingrato, ya que remite al cruel rincón del olvido a sus mismos seguidores y obnubilada su mente por el ansia del poder, se preocupan tan solo por el cultivo de sus intereses, en los que desde luego los otros no estén incluidos, Y eso es una tragedia tanto para ellos como para sí mismos.

Lo mismo sucede con la distancia que algunos jerarcas religiosos suelen poner entre ellos y sus feligreses. Encumbrados muchas veces en sitiales lujosos y reverenciados con títulos magníficos, parecen olvidarse que ellos son solo “siervos de los siervos de Dios”. Y en lugar de creerse merecedores de respeto y devota sumisión, deberían considerarse como lo que son: servidores y mandatarios de sus feligreses y no funcionarios del ramo de las almas, en el área de lo espiritual.

Eso por desgracia también acontece con algunos maestros y ciertas instituciones educativas, al desvincular su vocación de la práctica real de su noble misión formativa. Cuando escuelas y docentes no buscan eliminar entre ellos y sus alumnos, la distancia que hay entre instruir y educar, informar y formar, o llenar de datos objetivos la mente, sin ningún otro propósito. Porque su misión es también la de forjar un carácter a través de la vertebración de todos los factores por los que su misma naturaleza es definida. Cuando la distancia entre enseñar y aprender es tal que se olvidan de que lo que educan son almas y corazones para un destino.

Pero quizá la peor distancia que como personas muchas veces elegimos, y equivocadamente ponemos, es con aquellos con quienes por nuestra misma naturaleza deberíamos estar unidos en la aspiración común de horizontes y sueños. Es la triste distancia que a menudo vemos en las familias, con los padres y los abuelos condenados a veces a ingrato olvido; entre los cónyuges, donde aparece en forma de incomunicación, indiferencia y hasta de enemistad o desprecio por la vida en común, lo que acaba por ser preludio anunciado de frutos que por desgracia se reeditarán con el tiempo en los hijos, ya que ellos tenderán a repetir lo que en su niñez observaron como normal en su hogar. Porque al verse privados de una comunidad de afecto, indispensable para crecer en armonía, esos hijos generarán, probablemente más adelante, hogares malavenidos, comunidades en ruinas y serán padres con incapacidad de amar a los suyos, y tal vez hasta con resabios de violencia y egoísmo.

Y en esa ruta suicida continuamos cuando ponemos distancia entre nosotros y lo que deberíamos valorar, como el significado auténtico de la amistad y convertimos a nuestros amigos en simples compañeros virtuales o cuando mucho en socios de nuestras redes sociales. Cuando con indiferencia ponemos distancia entre nosotros y el pobre y el marginado, con el que no se nos parece, o piensa diferente de nosotros, con el que cree en algo distinto, pertenece a otro partido político, tiene otro color de piel o está en otra escuela. Las distancias se van haciendo así tan grandes, que al final terminamos por no reconocernos entre todos ellos, ni siquiera a nosotros mismos.

Como un desventurado y trágico broche definitivo, acabamos por distanciarnos de nuestros sueños, de nuestra fe en lo trascendente, de lo que nos hace crecer, de la maravilla de nuestra mente, la grandeza de nuestro espíritu inmortal y del sentido y destino de nuestra existencia. Y ese espacio que media entre nuestros sueños y nuestros anhelos profundos, terminamos llenándolo tristemente con lo intrascendente, lo frívolo, lo que dura un instante, lo que nos gratifica sensorialmente, pero que enseguida nos abandona y no con aquello que en verdad es capaz de saciar nuestro natural deseo de ser más en los demás, con esa esencia intemporal que en nosotros vivirá por siempre.

Distanciarnos de lo trascendente, haciéndolo frívolo y banal, solo nos llevará a empequeñecerlo hasta que finalmente desaparezca. Por eso, ojalá la distancia que un día pusimos con lo importante nos sirva para reencontrar lo valioso que está en aquello de lo que nos distanciamos. Porque es cierto que por el acercamiento nos entendemos. Pero es algunas veces también que, por la meditada distancia, comprendemos cuánto nos necesitamos unos a otros.

Y es lo que tristemente hemos aprendido ahora, con la llamada “sana distancia”.

ACERCA DE LA DISTANCIA.

“Debemos ser más propensos

a elegir el interés presente,

que el distante y remoto…”