/ domingo 2 de diciembre de 2018

Agua de invierno

Semejante a las estaciones terrenales, la existencia humana tiene igualmente sus ciclos. Así nuestra gloriosa infancia y pubertad son como la primavera, en la que, como dice el poeta, “en las manos nos sobran flores” para sonreír con ella, y para tapizar con la magia iridiscente de su colorido, nuestro recién iniciado sendero. Es cuando vemos confiadamente el porvenir, con la fresca y espontánea esperanza de quien no ha sido aún contaminado por la decepción o el desánimo, ni por los seductores reclamos del espejo social.

Es en este tiempo que nuestra apetencia de vida y el distante sentido de la muerte nos provocan, haciéndonos audaces y hasta temerarios; es ahí cuando comenzamos a descubrir apenas la sublimidad del misterio de la existencia, gracias el amor que generosos nos dieron nuestros padres; es entonces cuando con naturalidad pintamos llenos de ilusión todo lo que nos rodea, lanzamos al viento nuestros gritos bulliciosos y unimos nuestras voces a ese inmenso coro de los demás hombres, para celebrar el insondable designio que nos colocó en las orillas del tiempo. Como “rumor de oleaje que anda en búsqueda de playa” –dice de nuevo el poeta- aparece de repente el verano en nuestro horizonte, y entre sus brazadas de oros cálidos encontramos sorprendidos la vocación por la búsqueda del destino que deseamos compartir un día con alguien. Ahí preludiamos el concierto que habremos de ejecutar más adelante, ya no solos sino con otro solista, que audaz como nosotros, nos acompañará con alegría en el común recital con el que ambos habremos de festejar la vida. Y es ahí también que empezamos a entender lo que significa el calor de la perfecta compañía, al mirar a quien elegimos para juntos caminar nuestra aventura. Es la época de la donación, de la escucha, del parto en el regocijo y el asombro ante el descubrimiento del otro. Es el tiempo del amor que de pronto nos asalta, en ese verano inolvidable en el que la tela inconsútil de nuestros sueños comienza en verdad a adquirir sentido, al entretejerse con los de alguien más con el que soñamos y a su vez quiso soñarnos también. Cuando el otoño llega, la enredadera ha bordado su trama sundicho casi todo y por eso es cada vez más ruidoso su silencio. Con sobrio ritual, ofrecerá al autor de cada cosa que vive ese fruto promisorio que ha de madurar más tarde, gracias al agua de ese invierno cuyo surtidor, en su ahora acompasada cadencia, ya empieza inevitablemente a delatar el origen de su colorido. Es entonces que el final del camino se avizora, la recompensa del viaje se adivina y la mirada se hace diferente en lo antes visto, al comenzar a desandar nuestra aventura.

En el ocaso de nuestra vida habremos sido sin duda testigos del esplendor magnífico de todas esas etapas con pasión vividas y de los sueños que en cada una de ellas vimos florecer. Pero es gracias a eso que al final del camino seremos capaces de comprender, en toda su dimensión y belleza, que cada flor maravillosa que radiante y jubilosa brotará en la siguiente primavera, tuvo su origen de muchas y maravillosas formas, en la magia de algún remoto verano, en el esplendor dorado de algún otro otoño inolvidable, y en el agua tibia y serena de algún fecundo y acogedor invierno, tuosa en el árbol de nuestra existencia, para que su verde perviva y contraste con el oro pálido de la campiña en el silencio de la tarde. Un sentimiento de pérdida aparece ahora cuando vemos silenciosamente asombrados, que los nidos que hicimos con amor un día para los depositarios primeros de nuestro cariño, empiezan a quedar solitarios, porque sus moradores originales inician a su vez, afanosos y decididos, la construcción de los suyos ahora construidos para sus propios retoños. Nos consuela entonces ver cómo el milagro de la vida se repite en ellos, con una nueva y maravillosa variedad de girasoles y madreselvas con que harán resplandecer nuestra tarde. En la gris empalizada del estío somnoliento, nuestra figura empieza entonces a desdibujarse suavemente jubilosa, mientras unos rostros distintos se recrean: el de aquellos en los que el ciclo se renueva, como himno que celebra el sin par misterio del existir. Es al final de esta etapa que inexorable el invierno aparece, anunciando con su paso firme la solemne liturgia que habrá de celebrar aquel que sabe que ya lo ha

Semejante a las estaciones terrenales, la existencia humana tiene igualmente sus ciclos. Así nuestra gloriosa infancia y pubertad son como la primavera, en la que, como dice el poeta, “en las manos nos sobran flores” para sonreír con ella, y para tapizar con la magia iridiscente de su colorido, nuestro recién iniciado sendero. Es cuando vemos confiadamente el porvenir, con la fresca y espontánea esperanza de quien no ha sido aún contaminado por la decepción o el desánimo, ni por los seductores reclamos del espejo social.

Es en este tiempo que nuestra apetencia de vida y el distante sentido de la muerte nos provocan, haciéndonos audaces y hasta temerarios; es ahí cuando comenzamos a descubrir apenas la sublimidad del misterio de la existencia, gracias el amor que generosos nos dieron nuestros padres; es entonces cuando con naturalidad pintamos llenos de ilusión todo lo que nos rodea, lanzamos al viento nuestros gritos bulliciosos y unimos nuestras voces a ese inmenso coro de los demás hombres, para celebrar el insondable designio que nos colocó en las orillas del tiempo. Como “rumor de oleaje que anda en búsqueda de playa” –dice de nuevo el poeta- aparece de repente el verano en nuestro horizonte, y entre sus brazadas de oros cálidos encontramos sorprendidos la vocación por la búsqueda del destino que deseamos compartir un día con alguien. Ahí preludiamos el concierto que habremos de ejecutar más adelante, ya no solos sino con otro solista, que audaz como nosotros, nos acompañará con alegría en el común recital con el que ambos habremos de festejar la vida. Y es ahí también que empezamos a entender lo que significa el calor de la perfecta compañía, al mirar a quien elegimos para juntos caminar nuestra aventura. Es la época de la donación, de la escucha, del parto en el regocijo y el asombro ante el descubrimiento del otro. Es el tiempo del amor que de pronto nos asalta, en ese verano inolvidable en el que la tela inconsútil de nuestros sueños comienza en verdad a adquirir sentido, al entretejerse con los de alguien más con el que soñamos y a su vez quiso soñarnos también. Cuando el otoño llega, la enredadera ha bordado su trama sundicho casi todo y por eso es cada vez más ruidoso su silencio. Con sobrio ritual, ofrecerá al autor de cada cosa que vive ese fruto promisorio que ha de madurar más tarde, gracias al agua de ese invierno cuyo surtidor, en su ahora acompasada cadencia, ya empieza inevitablemente a delatar el origen de su colorido. Es entonces que el final del camino se avizora, la recompensa del viaje se adivina y la mirada se hace diferente en lo antes visto, al comenzar a desandar nuestra aventura.

En el ocaso de nuestra vida habremos sido sin duda testigos del esplendor magnífico de todas esas etapas con pasión vividas y de los sueños que en cada una de ellas vimos florecer. Pero es gracias a eso que al final del camino seremos capaces de comprender, en toda su dimensión y belleza, que cada flor maravillosa que radiante y jubilosa brotará en la siguiente primavera, tuvo su origen de muchas y maravillosas formas, en la magia de algún remoto verano, en el esplendor dorado de algún otro otoño inolvidable, y en el agua tibia y serena de algún fecundo y acogedor invierno, tuosa en el árbol de nuestra existencia, para que su verde perviva y contraste con el oro pálido de la campiña en el silencio de la tarde. Un sentimiento de pérdida aparece ahora cuando vemos silenciosamente asombrados, que los nidos que hicimos con amor un día para los depositarios primeros de nuestro cariño, empiezan a quedar solitarios, porque sus moradores originales inician a su vez, afanosos y decididos, la construcción de los suyos ahora construidos para sus propios retoños. Nos consuela entonces ver cómo el milagro de la vida se repite en ellos, con una nueva y maravillosa variedad de girasoles y madreselvas con que harán resplandecer nuestra tarde. En la gris empalizada del estío somnoliento, nuestra figura empieza entonces a desdibujarse suavemente jubilosa, mientras unos rostros distintos se recrean: el de aquellos en los que el ciclo se renueva, como himno que celebra el sin par misterio del existir. Es al final de esta etapa que inexorable el invierno aparece, anunciando con su paso firme la solemne liturgia que habrá de celebrar aquel que sabe que ya lo ha