/ domingo 4 de octubre de 2020

Algunos días de octubre…

Pensar que una serie de eventos, deplorables es cierto, pero aislados y además comunes entre los jóvenes, acaecidos en unos días de agosto y otros a principios de octubre de 1968, pudieran traer como consecuencia un estallido social de dimensiones insospechadas, era casi imposible de imaginar o prever en ese tiempo en que nuestro país gozaba de una aparente paz y tranquilidad, hacia ya varios años.

Parecería, en efecto, que México estaba aún inmerso en una secuela lógica de su celebrado milagro económico, con un muy rentable desarrollo estabilizador; con un crecimiento promedio el 6% anual, una relación gobierno-clase trabajadora en excelente nivel reconocido por los mismos críticos del Sistema y unos indicadores macroeconómicos de primer orden. No había ninguna razón probable o siquiera previsible, para que en su horizonte inmediato se avizoraran barruntos de tormenta o signos ominosos de desestabilización, en nuestro muy peculiar estilo de democracia a la mexicana. Y así creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles.

Pero un incidente al parecer inocuo y trivial, una riña entre estudiantes de nivel medio superior, y una sobrevaloración de ello por la autoridad, despertó en muchos jóvenes el deseo por una vida más democrática, inquietud hasta entonces menospreciada y convenientemente relegada por el gobierno, que prefería ignorar sus anhelos de reivindicación. Y comenzó así un movimiento de dimensiones históricamente originales: un grupo de estudiantes desafiando la autoridad en demanda de libertades nunca antes reclamadas abiertamente, pero siempre vivas en su espíritu y en su corazón. Y que además se atrevió a salir a las calles a exigirlas.

Lo que siguió entonces fue una sorpresiva y violenta represión hacia sus juveniles actores, aunada a la indiferencia de la autoridad y su prepotencia, lo que culminó con un hecho que aumentó el disgusto del autoritario: el izamiento de una bandera de huelga en el Zócalo, minúscula por cierto, pero considerada por los cooptados por el régimen como una traición a la patria. Y enseguida las marchas y los esparadrapos, la plaza llena, las tanquetas y los soldados persiguiendo a los inconformes. La prisión, el duelo, la muerte, los guantes blancos, los francotiradores. Y la tragedia.

Después el acarreo para un supuesto desagravio, la sumisión de los medios a los dictados del poder, el apoyo vergonzante de quienes repudiaban un movimiento que desconocían, los liderazgos condicionados, el río revuelto y la ganancia de pescadores y el candor e ingenuidad de muchos que pensaron sin embargo que aquello que iniciaron con su esfuerzo y sacrificio, un día daría frutos, a pesar de tantos que descalificaron su conducta sin siquiera mirar que lo que reclamaban: que fueran aceptadas las discrepancias, hasta entonces condenadas, solo por ser discrepancias.

Y vinieron después las explicaciones inexplicables, en las que se aducía que la capacidad de tolerancia de la autoridad había sido rebasada por los alborotadores y que los jóvenes eran incautos manipulados por fuerzas extrañas. Y la ignominia: los representantes del pueblo cubriéndose de gloria y aplaudiendo de pie la decisión de destruir a los rebeldes, porque no podían soportar y desde luego menos entender, cómo la sumisión, a la que estábamos tan acostumbrados, no estaría ya más en la agenda.

El epílogo no se ha escrito aún. El murmullo incontenible de aquella plaza muda, ese octubre funesto, aún clama al cielo. De las heridas de tantos jóvenes ahí abatidos, aún brota la sangre, hecha enemiga por aquellos que tenían la obligación de protegerla. Aún vivimos el largo oficio de tinieblas por nuestros ausentes, que nos duelen y nos dolerán siempre. De ese año cruel, consecuencia de tantos años acumulados de soberbia y prepotencia, nosotros sus herederos tenemos como legado imperativo no permitir ser de nuevo despreciados solo por protestar y discrepar.

Pero octubre hace tiempo que pasó. En medio de tantos rostros sin nombre que ofrecieron su vida porque los demás pudiéramos entender que éramos libres para pensar, decidir y actuar, están todavía algunos que lograron permanecer incólumes y fieles a su principio de que la dignidad es algo de lo que no debemos ser despojados. Y ahora, con el paso del tiempo visible ya en su piel, pero no en su corazón, siguen siendo formas claras que lograron convencer, entonces con su discurso y ahora con su vida, la bondad de su paradigma. Para todos ellos nuestro recuerdo y sincero homenaje, así como para quienes ya murieron.

George Santayana escribió alguna vez que el hombre que no conoce su historia, está condenado a repetirla. Quizá la máxima enseñanza que podemos encontrar en esos lejanos días del 68, esté en que todos esos jóvenes, que soportaron silenciosos la cárcel, hasta la tortura y la muerte, pueden ahora sentirse donde quiera que estén, orgullosos por el privilegio de haber sacudido la adormilada conciencia de una nación, que ya no fue la misma, después de su jamás olvidado testimonio.

ALGUNOS DÍAS DE OCTUBRE…

“…A veces la libertad parece

ser contraria a la realidad...

pero siempre será su Ideal…”

G. K. Chesterton

Pensar que una serie de eventos, deplorables es cierto, pero aislados y además comunes entre los jóvenes, acaecidos en unos días de agosto y otros a principios de octubre de 1968, pudieran traer como consecuencia un estallido social de dimensiones insospechadas, era casi imposible de imaginar o prever en ese tiempo en que nuestro país gozaba de una aparente paz y tranquilidad, hacia ya varios años.

Parecería, en efecto, que México estaba aún inmerso en una secuela lógica de su celebrado milagro económico, con un muy rentable desarrollo estabilizador; con un crecimiento promedio el 6% anual, una relación gobierno-clase trabajadora en excelente nivel reconocido por los mismos críticos del Sistema y unos indicadores macroeconómicos de primer orden. No había ninguna razón probable o siquiera previsible, para que en su horizonte inmediato se avizoraran barruntos de tormenta o signos ominosos de desestabilización, en nuestro muy peculiar estilo de democracia a la mexicana. Y así creíamos vivir en el mejor de los mundos posibles.

Pero un incidente al parecer inocuo y trivial, una riña entre estudiantes de nivel medio superior, y una sobrevaloración de ello por la autoridad, despertó en muchos jóvenes el deseo por una vida más democrática, inquietud hasta entonces menospreciada y convenientemente relegada por el gobierno, que prefería ignorar sus anhelos de reivindicación. Y comenzó así un movimiento de dimensiones históricamente originales: un grupo de estudiantes desafiando la autoridad en demanda de libertades nunca antes reclamadas abiertamente, pero siempre vivas en su espíritu y en su corazón. Y que además se atrevió a salir a las calles a exigirlas.

Lo que siguió entonces fue una sorpresiva y violenta represión hacia sus juveniles actores, aunada a la indiferencia de la autoridad y su prepotencia, lo que culminó con un hecho que aumentó el disgusto del autoritario: el izamiento de una bandera de huelga en el Zócalo, minúscula por cierto, pero considerada por los cooptados por el régimen como una traición a la patria. Y enseguida las marchas y los esparadrapos, la plaza llena, las tanquetas y los soldados persiguiendo a los inconformes. La prisión, el duelo, la muerte, los guantes blancos, los francotiradores. Y la tragedia.

Después el acarreo para un supuesto desagravio, la sumisión de los medios a los dictados del poder, el apoyo vergonzante de quienes repudiaban un movimiento que desconocían, los liderazgos condicionados, el río revuelto y la ganancia de pescadores y el candor e ingenuidad de muchos que pensaron sin embargo que aquello que iniciaron con su esfuerzo y sacrificio, un día daría frutos, a pesar de tantos que descalificaron su conducta sin siquiera mirar que lo que reclamaban: que fueran aceptadas las discrepancias, hasta entonces condenadas, solo por ser discrepancias.

Y vinieron después las explicaciones inexplicables, en las que se aducía que la capacidad de tolerancia de la autoridad había sido rebasada por los alborotadores y que los jóvenes eran incautos manipulados por fuerzas extrañas. Y la ignominia: los representantes del pueblo cubriéndose de gloria y aplaudiendo de pie la decisión de destruir a los rebeldes, porque no podían soportar y desde luego menos entender, cómo la sumisión, a la que estábamos tan acostumbrados, no estaría ya más en la agenda.

El epílogo no se ha escrito aún. El murmullo incontenible de aquella plaza muda, ese octubre funesto, aún clama al cielo. De las heridas de tantos jóvenes ahí abatidos, aún brota la sangre, hecha enemiga por aquellos que tenían la obligación de protegerla. Aún vivimos el largo oficio de tinieblas por nuestros ausentes, que nos duelen y nos dolerán siempre. De ese año cruel, consecuencia de tantos años acumulados de soberbia y prepotencia, nosotros sus herederos tenemos como legado imperativo no permitir ser de nuevo despreciados solo por protestar y discrepar.

Pero octubre hace tiempo que pasó. En medio de tantos rostros sin nombre que ofrecieron su vida porque los demás pudiéramos entender que éramos libres para pensar, decidir y actuar, están todavía algunos que lograron permanecer incólumes y fieles a su principio de que la dignidad es algo de lo que no debemos ser despojados. Y ahora, con el paso del tiempo visible ya en su piel, pero no en su corazón, siguen siendo formas claras que lograron convencer, entonces con su discurso y ahora con su vida, la bondad de su paradigma. Para todos ellos nuestro recuerdo y sincero homenaje, así como para quienes ya murieron.

George Santayana escribió alguna vez que el hombre que no conoce su historia, está condenado a repetirla. Quizá la máxima enseñanza que podemos encontrar en esos lejanos días del 68, esté en que todos esos jóvenes, que soportaron silenciosos la cárcel, hasta la tortura y la muerte, pueden ahora sentirse donde quiera que estén, orgullosos por el privilegio de haber sacudido la adormilada conciencia de una nación, que ya no fue la misma, después de su jamás olvidado testimonio.

ALGUNOS DÍAS DE OCTUBRE…

“…A veces la libertad parece

ser contraria a la realidad...

pero siempre será su Ideal…”

G. K. Chesterton