/ domingo 30 de agosto de 2020

Añoranzas | Mi abuela Magdalena

No tuve la suerte de conocer a mis abuelos, pero tuve la dicha de conocer a Magdalena Tarazona, tía de mi padre, a quien llamábamos "La Abuela". Era bajita, delgada, de piel suave, como el terciopelo, de un tacto próximo, tranquilizador.

Sus ojos eran tristones y azules como el cielo, anegados en lágrimas cuando se dejaba llevar por los recuerdos y se escondía casi todos los días en la sala a rezar el rosario frente al retrato de su hijo Carmelo muerto en la guerra civil cuando tenía diez y nueve años.

Tenía la espalda un poco encorvada y en sus últimos años un ligero temblor de cabeza y algún traspié al caminar, que no le restaba a su porte digno y orgulloso.

Siempre vestida de negro, mostraba su vida enlutada. Su cabello era totalmente blanco peinado con un chongo bajo. Era muy cariñosa y preparaba deliciosas comidas típicas de la ribera del río Ebro para agasajarnos.

Su inmensa alegría cuando llegaba Luis, su sobrino consentido, que un día se fue para América siendo muy jovencito y ahora regresaba indiano y exitoso ya hecho un hombre mayor.

Cada vez que me encontraba con ella notaba su pequeñez y fragilidad cuando ponía mi brazo sobre sus hombros para dar un paseo por el parque de Tudela. Nunca le decíamos adiós cuando regresábamos a México, solamente un "hasta pronto abuela" esto le indicaba que era la despedida, ella lo comprendía y salía al balcón para decirnos adiós con su artrítica manita.

En mi último viaje ya no estaba, pero recuerdo su aroma cálido y familiar. Mi querida "Abuela Magdalena" dejó en mí un recuerdo hermoso, nostálgico e imborrable para toda mi vida.

No tuve la suerte de conocer a mis abuelos, pero tuve la dicha de conocer a Magdalena Tarazona, tía de mi padre, a quien llamábamos "La Abuela". Era bajita, delgada, de piel suave, como el terciopelo, de un tacto próximo, tranquilizador.

Sus ojos eran tristones y azules como el cielo, anegados en lágrimas cuando se dejaba llevar por los recuerdos y se escondía casi todos los días en la sala a rezar el rosario frente al retrato de su hijo Carmelo muerto en la guerra civil cuando tenía diez y nueve años.

Tenía la espalda un poco encorvada y en sus últimos años un ligero temblor de cabeza y algún traspié al caminar, que no le restaba a su porte digno y orgulloso.

Siempre vestida de negro, mostraba su vida enlutada. Su cabello era totalmente blanco peinado con un chongo bajo. Era muy cariñosa y preparaba deliciosas comidas típicas de la ribera del río Ebro para agasajarnos.

Su inmensa alegría cuando llegaba Luis, su sobrino consentido, que un día se fue para América siendo muy jovencito y ahora regresaba indiano y exitoso ya hecho un hombre mayor.

Cada vez que me encontraba con ella notaba su pequeñez y fragilidad cuando ponía mi brazo sobre sus hombros para dar un paseo por el parque de Tudela. Nunca le decíamos adiós cuando regresábamos a México, solamente un "hasta pronto abuela" esto le indicaba que era la despedida, ella lo comprendía y salía al balcón para decirnos adiós con su artrítica manita.

En mi último viaje ya no estaba, pero recuerdo su aroma cálido y familiar. Mi querida "Abuela Magdalena" dejó en mí un recuerdo hermoso, nostálgico e imborrable para toda mi vida.