/ domingo 1 de marzo de 2020

Añoranzas | Punto y coma

En el portal de la bella plaza de Tudela, enclavada en el centro mismo de la Provincia de Navarra, había una librería que aunque pequeña, era el lugar preferido de jóvenes y viejos.

La librería se llamaba “Punto y Coma” y su dueño era Herminio Royo. Librero por tradición y vocación, de alma bohemia, libre pensador de espíritu, simpatizante de la izquierda, nada clerical, respetuoso con todos y enemigo de cualquier forma de dictadura.

Herminio vivió una vida de librero auténtico en su tienda de la “Plaza Nueva”, porque amaba los libros; no ya el negocio mismo, sino su cercanía, el contacto amoroso con aquellos papeles donde bullían ideas de arte, música, poesía, ciencia, filosofía y política.

Joven, apuesto y carismático, las chicas le revoloteaban a su alrededor como abejas al panal. Aquel pequeño negocio era algo así como un trono para su dueño, y hasta como un delicioso harén. Por esa razón Herminio no trabajaba, sino que más bien reinaba sobre aquel cúmulo de libros a veces desordenado. Con un encanto especial te sugería una lectura, una revista o el último disco de moda.

La primera vez que yo entré a su tienda, allá por el final de los años cincuenta, me di cuenta de que al traspasar el umbral de la librería se entraba a un ámbito diferente. Allí había un clima especial, no solo estaban los libros, los discos y las revistas de moda; también estaba el magnetismo de Herminio. Fue en este lugar donde acabé de comprender que la cultura no era solamente algo cuyo conocimiento se adquiría en escuelas y universidades, era también un goce estético y una forma fundamental de vida.

En ese lugar de encuentro de la juventud de entonces, se analizaban artículos, se hablaba de libros, cine, fotografía o pintura. Se comentaban con exaltación las noticias del radio de París, único medio que aliviaba un poco la escasez de información social y política a la que el franquismo los tenía condenados. Un pequeño oasis de libertad.

Mis viajes a España se fueron espaciando y cuando volví fui directamente a la Plaza Nueva en busca de la librería de Herminio. Ya no estaba, solamente un pequeño kiosco con billetes de lotería, libros de segunda mano y saldo de discos viejos. Nuestro amigo el librero seguía ahí, esperando a sus clientes, buscando conversación y vendiendo lo poco que tenía.

El tiempo había hecho su trabajo y casi no lo reconocí y él tampoco pudo o no quiso… No me identifiqué y me seguí de largo llevándome el recuerdo de aquel joven soñador, amante de los libros.

La Transición española a la Democracia, época convulsa de cambios y destape estaba presente. La legendaria librería “Punto y Coma” se fue difuminando poco a poco y Herminio el librero se quedó atrapado en la mítica ilusión de la utopía que derramaba en abundancia.

Aquel pequeño negocio era algo así como un trono para su dueño, y hasta como un delicioso harén

En el portal de la bella plaza de Tudela, enclavada en el centro mismo de la Provincia de Navarra, había una librería que aunque pequeña, era el lugar preferido de jóvenes y viejos.

La librería se llamaba “Punto y Coma” y su dueño era Herminio Royo. Librero por tradición y vocación, de alma bohemia, libre pensador de espíritu, simpatizante de la izquierda, nada clerical, respetuoso con todos y enemigo de cualquier forma de dictadura.

Herminio vivió una vida de librero auténtico en su tienda de la “Plaza Nueva”, porque amaba los libros; no ya el negocio mismo, sino su cercanía, el contacto amoroso con aquellos papeles donde bullían ideas de arte, música, poesía, ciencia, filosofía y política.

Joven, apuesto y carismático, las chicas le revoloteaban a su alrededor como abejas al panal. Aquel pequeño negocio era algo así como un trono para su dueño, y hasta como un delicioso harén. Por esa razón Herminio no trabajaba, sino que más bien reinaba sobre aquel cúmulo de libros a veces desordenado. Con un encanto especial te sugería una lectura, una revista o el último disco de moda.

La primera vez que yo entré a su tienda, allá por el final de los años cincuenta, me di cuenta de que al traspasar el umbral de la librería se entraba a un ámbito diferente. Allí había un clima especial, no solo estaban los libros, los discos y las revistas de moda; también estaba el magnetismo de Herminio. Fue en este lugar donde acabé de comprender que la cultura no era solamente algo cuyo conocimiento se adquiría en escuelas y universidades, era también un goce estético y una forma fundamental de vida.

En ese lugar de encuentro de la juventud de entonces, se analizaban artículos, se hablaba de libros, cine, fotografía o pintura. Se comentaban con exaltación las noticias del radio de París, único medio que aliviaba un poco la escasez de información social y política a la que el franquismo los tenía condenados. Un pequeño oasis de libertad.

Mis viajes a España se fueron espaciando y cuando volví fui directamente a la Plaza Nueva en busca de la librería de Herminio. Ya no estaba, solamente un pequeño kiosco con billetes de lotería, libros de segunda mano y saldo de discos viejos. Nuestro amigo el librero seguía ahí, esperando a sus clientes, buscando conversación y vendiendo lo poco que tenía.

El tiempo había hecho su trabajo y casi no lo reconocí y él tampoco pudo o no quiso… No me identifiqué y me seguí de largo llevándome el recuerdo de aquel joven soñador, amante de los libros.

La Transición española a la Democracia, época convulsa de cambios y destape estaba presente. La legendaria librería “Punto y Coma” se fue difuminando poco a poco y Herminio el librero se quedó atrapado en la mítica ilusión de la utopía que derramaba en abundancia.

Aquel pequeño negocio era algo así como un trono para su dueño, y hasta como un delicioso harén