/ domingo 30 de mayo de 2021

Añoranzas | Vivir la vida

En los últimos meses me he enterado del fallecimiento de gente muy querida debido a un virus desconocido e incontrolable que nos estremeció y nos cambió, ojalá sea para bien, nuestra forma de vivir. Confinados en nuestra casa, hemos tenido tiempo de sobra para planear lo que nos queda ya que hemos tenido muchas pérdidas, mucha tristeza y temor a la muerte y al dolor. Esta situación me ha llevado a recordar la primera relación que tuve con la muerte.

Era muy niña, seguramente no llegaría a los cinco o seis años cuando vinieron a nuestra casa a avisar que había muerto Sarita la hija de nuestra cocinera y mi compañerita de juegos. De inmediato y sin que mi madre se diera cuenta, salí corriendo a la vecindad donde vivía, muy cerca de nuestra casa.

Sin que nadie me lo impidiera entré a la habitación donde estaba Sarita sobre un catre rodeada de flores y sus juguetes preferidos. El murmullo de las vecinas rezando el rosario me dio temor.

Al acercarme curiosa se me cayó sobre su cuerpo un juguete que llevaba conmigo, al recogerlo y sin quererlo, le toqué la mano.

El entorno tétrico que había en aquel humilde lugar no me había producido especial emoción, pero cuando le rocé su pequeña mano percibí una frialdad y rigidez que me mantuvo perturbada durante muchos días… Fue el primer muerto que vi y toqué en mi vida. Años después, le di un beso en la frente al cadáver de mi tía Elisa, y experimenté la misma estremecida sensación; Está claro que cuando se va la vida nos diferenciamos poco de la piedra.

No sé si por la edad o por la frecuencia con que nos vamos acostumbrando a enterrar a nuestros muertos, lo cierto es que la muerte ya no me estremece, al menos demasiado, la vemos como parte de la vida y en una reflexión no sé si tonta, me consuela el que todos vamos a morir, no solo las personas, sino todos los seres vivos, todos vamos a desaparecer.

Hay una edad en que ya no nos aterra la muerte, la miramos con serenidad. Nos preocupa más el sufrimiento, y no el nuestro, sino el de nuestros seres queridos. La vamos asumiendo con los años, lo vemos como algo irremediable y cuando un ser querido se va, lo que más nos duele es pensar que no volveremos a verle.

Por otro lado “vivir la vida”como si no fuéramos a morir tiene su aspecto positivo; hay que vivir sin pensar en la muerte aun sabiendo que está ahí y que es irremediable; es una forma sana de vivir, sacándole a la vida todo el jugo posible, cada uno a su manera.

Lo que no es adecuado es vivir pensando que la muerte no existe, acumulando proyectos y dinero, para un futuro que no sabemos si vamos a gozar; y también teniendo claro que estamos envejeciendo y que eso que hemos ido acumulando durante la vida nos va a llenar en los años de senectud. Si estos logros no van acompañados de contenido, de una maduración personal, de poco nos va a servir.

En los últimos meses me he enterado del fallecimiento de gente muy querida debido a un virus desconocido e incontrolable que nos estremeció y nos cambió, ojalá sea para bien, nuestra forma de vivir. Confinados en nuestra casa, hemos tenido tiempo de sobra para planear lo que nos queda ya que hemos tenido muchas pérdidas, mucha tristeza y temor a la muerte y al dolor. Esta situación me ha llevado a recordar la primera relación que tuve con la muerte.

Era muy niña, seguramente no llegaría a los cinco o seis años cuando vinieron a nuestra casa a avisar que había muerto Sarita la hija de nuestra cocinera y mi compañerita de juegos. De inmediato y sin que mi madre se diera cuenta, salí corriendo a la vecindad donde vivía, muy cerca de nuestra casa.

Sin que nadie me lo impidiera entré a la habitación donde estaba Sarita sobre un catre rodeada de flores y sus juguetes preferidos. El murmullo de las vecinas rezando el rosario me dio temor.

Al acercarme curiosa se me cayó sobre su cuerpo un juguete que llevaba conmigo, al recogerlo y sin quererlo, le toqué la mano.

El entorno tétrico que había en aquel humilde lugar no me había producido especial emoción, pero cuando le rocé su pequeña mano percibí una frialdad y rigidez que me mantuvo perturbada durante muchos días… Fue el primer muerto que vi y toqué en mi vida. Años después, le di un beso en la frente al cadáver de mi tía Elisa, y experimenté la misma estremecida sensación; Está claro que cuando se va la vida nos diferenciamos poco de la piedra.

No sé si por la edad o por la frecuencia con que nos vamos acostumbrando a enterrar a nuestros muertos, lo cierto es que la muerte ya no me estremece, al menos demasiado, la vemos como parte de la vida y en una reflexión no sé si tonta, me consuela el que todos vamos a morir, no solo las personas, sino todos los seres vivos, todos vamos a desaparecer.

Hay una edad en que ya no nos aterra la muerte, la miramos con serenidad. Nos preocupa más el sufrimiento, y no el nuestro, sino el de nuestros seres queridos. La vamos asumiendo con los años, lo vemos como algo irremediable y cuando un ser querido se va, lo que más nos duele es pensar que no volveremos a verle.

Por otro lado “vivir la vida”como si no fuéramos a morir tiene su aspecto positivo; hay que vivir sin pensar en la muerte aun sabiendo que está ahí y que es irremediable; es una forma sana de vivir, sacándole a la vida todo el jugo posible, cada uno a su manera.

Lo que no es adecuado es vivir pensando que la muerte no existe, acumulando proyectos y dinero, para un futuro que no sabemos si vamos a gozar; y también teniendo claro que estamos envejeciendo y que eso que hemos ido acumulando durante la vida nos va a llenar en los años de senectud. Si estos logros no van acompañados de contenido, de una maduración personal, de poco nos va a servir.