Caminaba junto a un amigo buscando tomar alguna bebida que pudiera mitigar la sed producida por el intenso calor que había existido en la zona...
Cuando mi acompañante volteó a contestar un saludo de otra persona que desde la acera de enfrente inclinaba ligeramente la cabeza a tono de saludo. Mi camarada contestó el saludo con gusto, después su cuerpo hizo el guiño de exhortar a sus pasos a atravesar la calle, sólo que todo intento fue parado bruscamente, quedando cada quien en su lateral como simples conocidos.
Ya en la refresquería, frente a un vaso de agua de tamarindo, le cuestioné sobre la anécdota ocurrida, pues había imaginado que cruzaría la arteria para estrechar las manos del conocido. Mi colega exclamó con voz fastidiada sobre la reverencia antipática que había realizado el sujeto. "Con razón a todos se les indigesta", finalizó diciendo mi amigo, mientras se limpiaba el sudor y se apresuraba a absorber su refresco. Lo comprendí ya que en diferentes ocasiones he hecho lo mismo, inclusive hacerme el que no percibo la presencia del sujeto que no disfruta de nuestro afecto.
En mi tiempo de universidad una maestra comentaba sobre que no somos moneditas de oro para caerles bien a todos, que seguramente nosotros de igual manera les caíamos pésimo a más de una docena y que posiblemente cuando notan nuestra presencia digan la misma suerte de lindezas que decimos nosotros “que tenemos mala vibra”, “energía negativa” o simplemente que “somos odiosos”. Aunque esto no debe importarnos, porque existe cierta naturaleza oscura en el hombre, pero tenemos un poder para disfrutar de nuestro otro horizonte: el de la luz que poseemos, que nos permite disfrutar de toda la belleza que se encuentra en la tierra.
Un contemporáneo, al escuchar las palabras de la maestra, dijo que la indiferencia es el mayor castigo para tratar a las personas incómodas. La catedrática cuestionó si habíamos leído el cuento de Rabindranath Tagore, “El encuentro con el gran rey”. Un mendigo que iba de puerta en puerta solicitando comida, quedó asombrado cuando ante su presencia se detuvo un carro de oro. El murmullo de la gente de la aldea exclamó que en el carruaje viajaba el rey de Reyes. El menesteroso pensó que sus plegarias habían llegado a los cielos y que eran contestadas, ya que el soberano descendió, se quitó el sombrero, extendiéndole la mano le pregunto:
“¿Puedes darme alguna cosa que me quieres ofrecer?”. Confundido el pordiosero introdujo su mano a su bolsa y sacó un granito de trigo ofreciéndoselo. El Rey tomó el obsequio y con gran majestuosidad subió a su carromato y se marchó. En la tarde, cuando el sol descendía entre las montañas, el tipo vació su bolsillo en la mesa y encontró entre el salvado que había guardado para sí, un granito de oro. Entonces el hombre lloró amargamente por no haber entregado todo lo que poseía.
En nuestro camino encontraremos personas que quizás no estén dispuestos a emprender relaciones amables con nosotros. Quizás por la imposibilidad de no poder externar una sonrisa, una palabra amable, un gesto tierno se convierten en océanos inermes, paralizado por el miedo. A la madre Teresa le preguntaron cuándo acabaría el hambre en el mundo. Ella contestó: “Cuando aprendamos a compartir”. Nadie es superior a nadie, cuando existe una alma complicada se puede abrir con suficiente amor, comprensión, aceptación. Volvamos a convertirnos en seres que comparten lo excelso de su espíritu, sin esperar respuesta. Somos una canción de amor, que la melodía de tu corazón toque todas las almas del mundo.