/ miércoles 11 de agosto de 2021

Autorretratos de hielo | Academia de franquezas

Decía Benjamín Constant que aprender una lengua rejuvenecía el espíritu. Entre las páginas del “Adolfo”, su única novela —tan sobrecargada de amores obsesivos, dicho sea como de paso—, el pensador francés sospechaba que un idioma extranjero le impone una frescura inesperada a nuestros labios. Y, en efecto, dicha experiencia propone formas insólitas del ser y del estar en las palabras, nos revela un “yo insospechado” que de otro modo hubiese permanecido oculto en el espejo de nuestros nombres.

La cuestión invita a muchas reflexiones. No se trata tan solo de acceder a un nuevo idioma bajo el prurito terapéutico —muy legítimo, por cierto— de conservar la lucidez de la mente o de retardar el envejecimiento del alma. Además, y sobre todo, Constant sugiere que al recorrer la vida con otros diccionarios nos convertimos en personas mucho más fundamentales. Por lo tanto, vale la pena decirlo desde las primeras líneas del día: la relación con nuevos sistemas lingüísticos nos transforma en palabras de buena puntería, en voces directo al blanco, en términos de sano juicio y en locuciones elementales que no admiten ni la insinceridad ni la polémica ni los barroquismos.

Ante la escasez verbal que viene aparejada con el aprendizaje de vocabularios ajenos, el migrante gramatical es alguien más esencial. Al expresarse en un idioma extranjero cada vocablo sale de sus labios como si fuera el único, y a menudo también como si fuera el último. Por ello, perdido en otros bulevares lingüísticos, el expatriado del Golfo de México se presentirá pronto como un ser mucho más concluyente y directo, estará en sus voces sin máscaras posibles por cuanto las enuncia con la vitalidad del “todo o nada”, o con la espontaneidad del “ahora o nunca”. En suma, al cambiar la lengua de sus rutinas en el Polo Norte, al paso de los años el trasterrado descubrirá que los subsuelos de cada una de sus frases se han enriquecido con el fermento cotidiano del “lo tomas o lo dejas”…

En el otro extremo de la misma perspectiva, a menudo la lengua materna nos juega la mala broma de la elaboración excesiva. En el hábito de nuestros léxicos heredados, cedemos a la tentación de los sinónimos innecesarios, y adornamos la expresión allí donde hubiese bastado el golpe certero de una voz sin miramientos.

En este sentido, las sociedades donde se promueven las academias de lenguas son, quizás, mundos que apuestan por la franqueza en todas las miradas; desde luego que hay algo de idealismo en todo ello, pero la experiencia del migrante invita a creer que su regreso a la lengua española, después de haber deambulado por otros registros idiomáticos, le ha enseñado a triunfar sobre los desperdicios expresivos. La economía del lenguaje y la sinceridad en el aliento, tales son las herencias recibidas por quien se aleja, acaso ya sin vuelta de hoja, de la calle natal de sus propias palabras.

Ahora bien, en la isla de Montreal cualquier cafetería es una torre de Babel. Si en los mundos abiertos a la migración cada esquina es una extensión de la gramática universal —por estos andurriales Chomsky sería, apenas, un aprendiz de cronista—, muchos de los abismos culturales que tal situación genera se resuelven en las escuelas de idiomas; de hecho, el recién llegado a la ciudad políglota descubre rápido el milagro de conjugarse entre los rostros ajenos mediante talleres de buena pronunciación y ejercicios de dicciones inusitadas. Es más, la experiencia lo transforma en hablante de todos los destinos, tal y como sucede en Papúa, Nueva Guinea, país de cuatro lenguas oficiales y de ochocientos cincuenta dialectos: a mi entender, la multiplicidad de lenguajes no extravía a nadie en esa nación; muy por el contrario, le entrega a sus ciudadanos ochocientas cincuenta y cuatro maneras posibles de habitar con sinceridad un mismo pasaporte.

Del otro lado de tales conjeturas recuerdo una conversación entre dos amigos, en un vagón del metro, hace un par de años. Iban y volvían de la seriedad del castellano a sus carcajadas en una lengua extrañísima, y claro, buenas noches, de dónde son, y enseguida de dónde éramos todos porque venían de Oaxaca y realizaban sus estudios en la isla de Montreal, y aunque el mixteco era el idioma de sus regocijos, solo en español podíamos comparar nuestros desarraigos. Pocas veces he abierto tanto los ojos durante las seis estaciones previas a mi descenso, cuando me enseñaron saludos y despedidas traídos de un mundo que nunca ha sido mío sin dejar de serlo —“nitao”, así es como uno se despide en mixteco, según recuerdo…—. Bromeamos un ratito, porque el inglés es la lengua de los negocios y el francés el idioma del amor, el italiano sirve para cocinar y el alemán para hacer la guerra, el griego es útil para desentender filosofías y el chino nos extravía como es debido y el español resulta tan eficaz para tener deudas eternas; en el trajín de los pasajeros y las sonrisas, el ruso era ideal para estar tristes, ¿verdad que sí?, y el portugués de Lisboa un lugar seguro para los murmullos, y el árabe de Argelia construye soledades como Dios manda...

Aquella noche creí entender que muchas cosas se resolverían en México si alguna vez nos enseñaran los rudimentos de alguna lengua indígena. No hablo de aprenderlas con distancias olfativas o empujados por imprudentes exotismos, sino de ensayar a descubrirnos en ellas —en alguna frase huasteca, en un proverbio náhuatl, en canciones rarámuris, por ejemplo— para posicionarnos mejor ante la vida como un mosaico de franquezas al alcance de los labios. En Paraguay, lo recuerdo bien, el individuo se sabe dos veces más sincero, pues va del guaraní al español sin tropiezos y sin complejos. Y como en Papúa, Nueva Guinea y en Oaxaca y en Paraguay y en la isla de Montreal, acaso nosotros también podríamos hacer cotidiana la magia de sabernos reflejados con honestidad en todos los destinos que nos rodean.

Decía Benjamín Constant que aprender una lengua rejuvenecía el espíritu. Entre las páginas del “Adolfo”, su única novela —tan sobrecargada de amores obsesivos, dicho sea como de paso—, el pensador francés sospechaba que un idioma extranjero le impone una frescura inesperada a nuestros labios. Y, en efecto, dicha experiencia propone formas insólitas del ser y del estar en las palabras, nos revela un “yo insospechado” que de otro modo hubiese permanecido oculto en el espejo de nuestros nombres.

La cuestión invita a muchas reflexiones. No se trata tan solo de acceder a un nuevo idioma bajo el prurito terapéutico —muy legítimo, por cierto— de conservar la lucidez de la mente o de retardar el envejecimiento del alma. Además, y sobre todo, Constant sugiere que al recorrer la vida con otros diccionarios nos convertimos en personas mucho más fundamentales. Por lo tanto, vale la pena decirlo desde las primeras líneas del día: la relación con nuevos sistemas lingüísticos nos transforma en palabras de buena puntería, en voces directo al blanco, en términos de sano juicio y en locuciones elementales que no admiten ni la insinceridad ni la polémica ni los barroquismos.

Ante la escasez verbal que viene aparejada con el aprendizaje de vocabularios ajenos, el migrante gramatical es alguien más esencial. Al expresarse en un idioma extranjero cada vocablo sale de sus labios como si fuera el único, y a menudo también como si fuera el último. Por ello, perdido en otros bulevares lingüísticos, el expatriado del Golfo de México se presentirá pronto como un ser mucho más concluyente y directo, estará en sus voces sin máscaras posibles por cuanto las enuncia con la vitalidad del “todo o nada”, o con la espontaneidad del “ahora o nunca”. En suma, al cambiar la lengua de sus rutinas en el Polo Norte, al paso de los años el trasterrado descubrirá que los subsuelos de cada una de sus frases se han enriquecido con el fermento cotidiano del “lo tomas o lo dejas”…

En el otro extremo de la misma perspectiva, a menudo la lengua materna nos juega la mala broma de la elaboración excesiva. En el hábito de nuestros léxicos heredados, cedemos a la tentación de los sinónimos innecesarios, y adornamos la expresión allí donde hubiese bastado el golpe certero de una voz sin miramientos.

En este sentido, las sociedades donde se promueven las academias de lenguas son, quizás, mundos que apuestan por la franqueza en todas las miradas; desde luego que hay algo de idealismo en todo ello, pero la experiencia del migrante invita a creer que su regreso a la lengua española, después de haber deambulado por otros registros idiomáticos, le ha enseñado a triunfar sobre los desperdicios expresivos. La economía del lenguaje y la sinceridad en el aliento, tales son las herencias recibidas por quien se aleja, acaso ya sin vuelta de hoja, de la calle natal de sus propias palabras.

Ahora bien, en la isla de Montreal cualquier cafetería es una torre de Babel. Si en los mundos abiertos a la migración cada esquina es una extensión de la gramática universal —por estos andurriales Chomsky sería, apenas, un aprendiz de cronista—, muchos de los abismos culturales que tal situación genera se resuelven en las escuelas de idiomas; de hecho, el recién llegado a la ciudad políglota descubre rápido el milagro de conjugarse entre los rostros ajenos mediante talleres de buena pronunciación y ejercicios de dicciones inusitadas. Es más, la experiencia lo transforma en hablante de todos los destinos, tal y como sucede en Papúa, Nueva Guinea, país de cuatro lenguas oficiales y de ochocientos cincuenta dialectos: a mi entender, la multiplicidad de lenguajes no extravía a nadie en esa nación; muy por el contrario, le entrega a sus ciudadanos ochocientas cincuenta y cuatro maneras posibles de habitar con sinceridad un mismo pasaporte.

Del otro lado de tales conjeturas recuerdo una conversación entre dos amigos, en un vagón del metro, hace un par de años. Iban y volvían de la seriedad del castellano a sus carcajadas en una lengua extrañísima, y claro, buenas noches, de dónde son, y enseguida de dónde éramos todos porque venían de Oaxaca y realizaban sus estudios en la isla de Montreal, y aunque el mixteco era el idioma de sus regocijos, solo en español podíamos comparar nuestros desarraigos. Pocas veces he abierto tanto los ojos durante las seis estaciones previas a mi descenso, cuando me enseñaron saludos y despedidas traídos de un mundo que nunca ha sido mío sin dejar de serlo —“nitao”, así es como uno se despide en mixteco, según recuerdo…—. Bromeamos un ratito, porque el inglés es la lengua de los negocios y el francés el idioma del amor, el italiano sirve para cocinar y el alemán para hacer la guerra, el griego es útil para desentender filosofías y el chino nos extravía como es debido y el español resulta tan eficaz para tener deudas eternas; en el trajín de los pasajeros y las sonrisas, el ruso era ideal para estar tristes, ¿verdad que sí?, y el portugués de Lisboa un lugar seguro para los murmullos, y el árabe de Argelia construye soledades como Dios manda...

Aquella noche creí entender que muchas cosas se resolverían en México si alguna vez nos enseñaran los rudimentos de alguna lengua indígena. No hablo de aprenderlas con distancias olfativas o empujados por imprudentes exotismos, sino de ensayar a descubrirnos en ellas —en alguna frase huasteca, en un proverbio náhuatl, en canciones rarámuris, por ejemplo— para posicionarnos mejor ante la vida como un mosaico de franquezas al alcance de los labios. En Paraguay, lo recuerdo bien, el individuo se sabe dos veces más sincero, pues va del guaraní al español sin tropiezos y sin complejos. Y como en Papúa, Nueva Guinea y en Oaxaca y en Paraguay y en la isla de Montreal, acaso nosotros también podríamos hacer cotidiana la magia de sabernos reflejados con honestidad en todos los destinos que nos rodean.