/ miércoles 6 de julio de 2022

Autorretratos de hielo | Aquellas trochas del Chato

Entonces empieza el mes de julio y este tendría que haber sido el miércoles idóneo para hablar de la “Fiesta de Canadá”. Sí, es día feliz en el sol más efímero del Polo Norte —es el “Canada Day”, es la “Fête du Canada”, para decirlo en los dos idiomas oficiales del país—, y la fecha permitiría recordar tantas cosas: su ingreso al concierto de las naciones libres, por ejemplo, las ventajas del sistema parlamentario, las acrobacias bilingües de su himno nacional, o acaso señalar la forma en que la identidad del ciudadano está permeada por un invierno de tantos meses bajo cero, y etcétera…

Para la ocasión, nos hemos congregado en el Parque Lafontaine cuyos jardines hoy se parecen a los domingos en la Laguna del Carpintero. Entre grupos de jóvenes en pleno ejercicio de las mascotas, bicicletas tranquilas en los senderos, enamorados de todos los colores frente al lago de artificio —prohibido alimentar a los patos, dicen los letreros—, aquí estamos ya, los conocidos de siempre, y además hay músicas de ritmos políglotas mientras los policías pasean sus gestos de tolerancia ante las cervezas en todos los días de campo.

En efecto, en el epicentro del verano boreal podría redactarse una columna más o menos entretenida sobre el nacimiento de un país hecho de hielo, acudir a sus libros de historia para ilustrar sus patriotismos, pero en las miradas de mis amigos, casi todos hispanoamericanos, dominan los 53 migrantes fallecidos allá en Texas… Abandonados a su suerte, las víctimas de aquel camión rumbo a San Antonio, mexicanos, hondureños, guatemaltecos, también había salvadoreños, nos recuerdan que hoy todos hemos muerto de otro modo.

Ya, ya entro en materia… Los migrantes de la isla de Montreal sabemos muy bien que en cada sobreviviente de la lengua española en Norteamérica hay mil espejos cruzando ahora mismo alguna frontera —sin documentos y sin culpas, por supuesto—. Y porque somos la punta de un iceberg que casi nadie quiere ver, convendría decir aquí que el expatriado es un minotauro, un ser cuya identidad está sobrecargada de contrastes: es la valentía del tímido, el arrojo del derrotado, la perseverancia en la miseria, ¿cómo explicarlo?, es la temeridad vivida con desesperación. De hecho, en el alma transterrada conviven el expedicionario soñador y también el esclavo, el aventurero descubridor de nuevos mundos y además el galeote, o, si acaso se prefieren las metáforas naturalistas, el expatriado es una raza híbrida, una especie mixta que se ha hecho endémica en todos los noticieros del mundo.

Y mientras la charla entre nosotros triunfa sobre los sentimentalismos de cartón, y también sobre los heroísmos forzados, hemos comenzado a comparar nuestras odiseas. Es muy cierto lo que Chato el peruano señala: tanto se han normalizado el desarraigo y la expulsión en Latinoamérica que medio mundo habla sin tapujos de las rutas de la pobreza, porque él salió de su país siguiendo las trochas de Tumbes, entró a Ecuador por la espalda de Huaquillas, y más tarde también evitó el puente de Rumichaca, en Ipiales, allá en Colombia.

Muchas veces nos ha repetido los atajos y los lodazales, y en nuestra conversación de fondos múltiples siempre hay alguien que conoció a alguien que hizo lo mismo, y en ese enjambre de destinos enlazados nadie como él, oriundo de El Callao —le dicen el Chato, no sé por qué—, para describir los barrizales entre Costa Rica y Nicaragua, los fangales y las ciénagas muy cerca del lago de Solentiname.

Después fueron meses de kilómetros interminables, y nunca anduvo solo, eso sí que no, y desde su estatura bajita y la piel morena, con los ojos casi perdidos, habla de ríos y de balsas y de otras trochas, siempre más trochas, y al escucharlo he recordado aquellas imágenes del 2019, cuando muchos haitianos huían en los telediarios por los bosques nevados de Vermont, desde Estados Unidos hacia Canadá, a muchos grados bajo cero, increíble, porque Washington amenazaba otra vez con deportaciones masivas. En el silencio extraordinario de nuestra banca, en este atardecer tan paralelo a la Plaza de Armas, ninguna frontera corregirá nunca los abandonos. Tampoco era muy difícil concluir esto último cuando Chato el peruano ha seguido adelante con su recorrido: vivió sin tiempo en Ciudad Neza donde aprendió a enmascararse con acentos “chilangos” —así lo dice él, y qué más da—. En fin, sea como haya sido, le tomó toda una eternidad llegar hasta Mexicali, acercarse a los “polleros” para cruzar a Calexico, y aunque dicha palabreja se presiente tan mexicana, “polleros”, y sobre todo tan peligrosa, resultan curiosos los dejes limeños en sus sílabas cuando se le acabó el dinero nomás poner un pie en California. Pasó muchas semanas viviendo de jugos enlatados, en un cuarto prestado, amigos de amigos, hasta que suplicó préstamos y prometió pagarlo todo y compró un boleto de autobús de horas infinitas para llegar a Maine donde una prima lejana le había prometido un buen rato de hospedaje.

Lo sé, es maravillosa la capacidad del exiliado para estar en todas las solidaridades. En cada uno de los “sin casa” y de los “sin nombre” —y sin duda también fue así en las 53 almas muertas “sin papeles” en San Antonio— la fraternidad es moneda común, porque hoy por ti y mañana por mí, o porque arrieros somos y en el camino andamos, o porque uno para todos y todos para uno. Y Chato el peruano siempre supo que su vida no estaba en los Estados Unidos, cuando por fin conoció el otoño canadiense: entró al Polo Norte el 3 de octubre de 1980, era otro siglo, se requería mucha mano de obra, y solicitó refugio como desplazado económico. Ahora ya es abuelo de varios nietos en el Parque Lafontaine de cada verano, y aunque hoy ha sido más bien breve al revivir las trochas de su desarraigo, huyó de su país cuando la necesidad le dijo que ya no tenía nada que perder, ni siquiera el pasaporte…

Entonces empieza el mes de julio y este tendría que haber sido el miércoles idóneo para hablar de la “Fiesta de Canadá”. Sí, es día feliz en el sol más efímero del Polo Norte —es el “Canada Day”, es la “Fête du Canada”, para decirlo en los dos idiomas oficiales del país—, y la fecha permitiría recordar tantas cosas: su ingreso al concierto de las naciones libres, por ejemplo, las ventajas del sistema parlamentario, las acrobacias bilingües de su himno nacional, o acaso señalar la forma en que la identidad del ciudadano está permeada por un invierno de tantos meses bajo cero, y etcétera…

Para la ocasión, nos hemos congregado en el Parque Lafontaine cuyos jardines hoy se parecen a los domingos en la Laguna del Carpintero. Entre grupos de jóvenes en pleno ejercicio de las mascotas, bicicletas tranquilas en los senderos, enamorados de todos los colores frente al lago de artificio —prohibido alimentar a los patos, dicen los letreros—, aquí estamos ya, los conocidos de siempre, y además hay músicas de ritmos políglotas mientras los policías pasean sus gestos de tolerancia ante las cervezas en todos los días de campo.

En efecto, en el epicentro del verano boreal podría redactarse una columna más o menos entretenida sobre el nacimiento de un país hecho de hielo, acudir a sus libros de historia para ilustrar sus patriotismos, pero en las miradas de mis amigos, casi todos hispanoamericanos, dominan los 53 migrantes fallecidos allá en Texas… Abandonados a su suerte, las víctimas de aquel camión rumbo a San Antonio, mexicanos, hondureños, guatemaltecos, también había salvadoreños, nos recuerdan que hoy todos hemos muerto de otro modo.

Ya, ya entro en materia… Los migrantes de la isla de Montreal sabemos muy bien que en cada sobreviviente de la lengua española en Norteamérica hay mil espejos cruzando ahora mismo alguna frontera —sin documentos y sin culpas, por supuesto—. Y porque somos la punta de un iceberg que casi nadie quiere ver, convendría decir aquí que el expatriado es un minotauro, un ser cuya identidad está sobrecargada de contrastes: es la valentía del tímido, el arrojo del derrotado, la perseverancia en la miseria, ¿cómo explicarlo?, es la temeridad vivida con desesperación. De hecho, en el alma transterrada conviven el expedicionario soñador y también el esclavo, el aventurero descubridor de nuevos mundos y además el galeote, o, si acaso se prefieren las metáforas naturalistas, el expatriado es una raza híbrida, una especie mixta que se ha hecho endémica en todos los noticieros del mundo.

Y mientras la charla entre nosotros triunfa sobre los sentimentalismos de cartón, y también sobre los heroísmos forzados, hemos comenzado a comparar nuestras odiseas. Es muy cierto lo que Chato el peruano señala: tanto se han normalizado el desarraigo y la expulsión en Latinoamérica que medio mundo habla sin tapujos de las rutas de la pobreza, porque él salió de su país siguiendo las trochas de Tumbes, entró a Ecuador por la espalda de Huaquillas, y más tarde también evitó el puente de Rumichaca, en Ipiales, allá en Colombia.

Muchas veces nos ha repetido los atajos y los lodazales, y en nuestra conversación de fondos múltiples siempre hay alguien que conoció a alguien que hizo lo mismo, y en ese enjambre de destinos enlazados nadie como él, oriundo de El Callao —le dicen el Chato, no sé por qué—, para describir los barrizales entre Costa Rica y Nicaragua, los fangales y las ciénagas muy cerca del lago de Solentiname.

Después fueron meses de kilómetros interminables, y nunca anduvo solo, eso sí que no, y desde su estatura bajita y la piel morena, con los ojos casi perdidos, habla de ríos y de balsas y de otras trochas, siempre más trochas, y al escucharlo he recordado aquellas imágenes del 2019, cuando muchos haitianos huían en los telediarios por los bosques nevados de Vermont, desde Estados Unidos hacia Canadá, a muchos grados bajo cero, increíble, porque Washington amenazaba otra vez con deportaciones masivas. En el silencio extraordinario de nuestra banca, en este atardecer tan paralelo a la Plaza de Armas, ninguna frontera corregirá nunca los abandonos. Tampoco era muy difícil concluir esto último cuando Chato el peruano ha seguido adelante con su recorrido: vivió sin tiempo en Ciudad Neza donde aprendió a enmascararse con acentos “chilangos” —así lo dice él, y qué más da—. En fin, sea como haya sido, le tomó toda una eternidad llegar hasta Mexicali, acercarse a los “polleros” para cruzar a Calexico, y aunque dicha palabreja se presiente tan mexicana, “polleros”, y sobre todo tan peligrosa, resultan curiosos los dejes limeños en sus sílabas cuando se le acabó el dinero nomás poner un pie en California. Pasó muchas semanas viviendo de jugos enlatados, en un cuarto prestado, amigos de amigos, hasta que suplicó préstamos y prometió pagarlo todo y compró un boleto de autobús de horas infinitas para llegar a Maine donde una prima lejana le había prometido un buen rato de hospedaje.

Lo sé, es maravillosa la capacidad del exiliado para estar en todas las solidaridades. En cada uno de los “sin casa” y de los “sin nombre” —y sin duda también fue así en las 53 almas muertas “sin papeles” en San Antonio— la fraternidad es moneda común, porque hoy por ti y mañana por mí, o porque arrieros somos y en el camino andamos, o porque uno para todos y todos para uno. Y Chato el peruano siempre supo que su vida no estaba en los Estados Unidos, cuando por fin conoció el otoño canadiense: entró al Polo Norte el 3 de octubre de 1980, era otro siglo, se requería mucha mano de obra, y solicitó refugio como desplazado económico. Ahora ya es abuelo de varios nietos en el Parque Lafontaine de cada verano, y aunque hoy ha sido más bien breve al revivir las trochas de su desarraigo, huyó de su país cuando la necesidad le dijo que ya no tenía nada que perder, ni siquiera el pasaporte…