/ miércoles 23 de marzo de 2022

Autorretratos de hielo | Butacas, bufandas, bullicios y banderas

He mirado el anuncio en los telediarios. El Impacto de Montreal juega contra el Cruz Azul en el Estadio Olímpico, y de inmediato he llamado a mis vecinos, casi todos de Buenos Aires. Valdría la pena, les digo, y a mí no me cae bien el Cruz Azul, les aseguro, y ellos son hinchas del Boca Juniors, qué bien, pero hoy nadie tiene tiempo... Llevan razón, el día es poco propicio para romper las rutinas con un partido de futbol, a quién se le ocurre, a mitad de semana, aunque resultaba curioso que mi ciudad adoptiva —la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo— recibiese a un equipo con los nombres que habitan en mi memoria, cuando un domingo sí y otro también visitaba el estadio Tamaulipas.

He insistido con acentos argentinos, tenemos que ir, che, dale nomás, ¿viste?, “haceme” la segunda que yo invito las “birras”. Después he filosofado a lo Di Stéfano, siempre por teléfono, che, con aquella frase suya tan aplicable a casi todo: “ningún jugador es tan bueno como todos nosotros”, y en la vena de la charla, cuando no he podido convencer a nadie, he continuado cambiando el color de lo dicho, porque ningún aficionado es tan bueno como todos nosotros. Y mientras descubro que los refranes son casas de puertas abiertas, ¿cómo decirlo?, expresiones que renuevan el mundo a toda hora, casi para colgar hemos hablado de Maradona, poseedor de todos nuestros sueños y también reflejo de todas nuestras debilidades, así era el “Pelusa”. Tenemos que ir, che. Un cuento de hadas, lo de Maradona, habitante de potreros y de paraísos, identidad de príncipe y también de mendigo, y por eso, por eso nos gustan los estadios, vengan del deporte y de la lengua que vengan, ¿no es cierto?, porque al individuo común lo disfrazan de héroe, y al héroe lo convierten en espectáculo, y al espectáculo en escenario de inesperadas sabidurías.

Sin amigos al alcance en un miércoles distinto, hoy el Estadio Olímpico será un bullicio diferente de butacas y de bufandas, supuse, y también de banderas. Al descender del metro en la estación Pío IX, el gentío y los abrigos me despertaron en la memoria del sol, durante los partidos de mi niñez; aunque yo siempre preferí el beisbol, para entonces habían cerrado el Parque Alijadores y no había más remedio que inscribirse en las felicidades disponibles, allá, en los graderíos de la Unidad Nacional. Recuerdo, sobre todo, el cielo abierto de las sonrisas compartidas junto a mi hermano mayor, acompañados siempre por los hijos de la señora Yeyes, nuestros vecinos eternos, cuando los nombres de aquel equipo histórico, los “orinegros” del Ciudad Madero —Saint André, Siles o Czentoricky, también el “Popi” Correa y el “Tuxpan” González—, enfrentaban al Atlético Español con un gigante polaco en la portería, Jan Gomolá, así se llamaba, señoras y señores. Por cierto, aquellos ídolos más tarde nos servían de disfraz para continuar nuestros propios campeonatos mundiales en todos los parques de nuestras infancias.

Ya, ya vuelvo, sí, el partido de hoy: el Impacto vs. el Cruz Azul... Si tuviese que escribir una crónica deportiva, sin duda la iniciaría allí, en los túneles que comunican los trenes subterráneos de la isla de Montreal con la memoria, y además hablaría del frío allá afuera y de la calefacción en el Estadio Olímpico, porque marzo aún está para vivirse bajo techo, y enseguida señalaría la sorpresa de los revendedores bilingües traficando boletos digitales en el área de los torniquetes. Cuánta modernidad en lo indebido, así es como lo he sonreído, y después he visto pasar una bandera ucraniana, varias playeras “cruzazulinas”, y en las escaleras seguiré sin saberlo a ciencia cierta: ¿dónde comienzan los goles extranjeros y dónde terminan las victorias locales?, ¿hay acaso (des)honestidad al querer sentirnos naturales de nuestras ciudades adoptivas?

Entonces he llegado a mi asiento, detrás de los tiros de esquina. Nivel 100, zona 14, butaca 3B, y durante más de una hora estaré solo en las gradas, escribiendo, describiendo, transcribiendo, aquí mismo y ahora mismo, el ambiente, las músicas de todos los colores en los altoparlantes, el pasto de artificio, los aros olímpicos coronando la cabecera sur del estadio, los jugadores y sus calistenias, por allí pasó el “Conejo” Pérez, el vocerío in crescendo, tres banderas mexicanas un poco más allá —corrijo, ahora eran cinco—, las aclamaciones y los abucheos tras las alineaciones —otra vez corrijo: ya eran once las banderas tricolores—; a mi lado se sentaron dos muchachos de Veracruz y adelante una joven pareja de Oaxaca, ella con anteojos de parsimonia, mucho gusto, a sus órdenes, y él con mirada de destierro reciente. Por su parte, la gente a mi espalda sonaba muy peruana: “piña, pues”, así es como decían a cada rato.

Tras el primer gol he descubierto a un hombre vestido de charro —sombrero, moño y botonadura dorada—. Anotación del Cruz Azul, y al botepronto he vuelto a contar, veintisiete banderas mexicanas, increíble, dos más con los colores de Perú, culpa del entrenador visitante, también una de Honduras, y allá seguía, el aficionado de Ucrania, amparado en la porra local, cuando el resultado fue lo mejor que podía sucedernos a todos, es decir, un empate, 1-1… Transterrados y nacionales, oriundos y recién llegados, nativos del invierno y novatos de las pulmonías, todo será un equilibrio casi perfecto cuando el sonido local anuncie, casi para expirar el tiempo reglamentario, primero en francés, luego en inglés, el número total de los asistentes al encuentro: 23,832 aficionados con boleto pagado. Y en dicha cifra, inolvidable por capicúa, a bordo ya del metro de mi regreso a casa, entenderé que quizás ese marcador final sea la mejor manera de entender al migrante, dentro y fuera de los estadios, dentro y fuera de las palabras: un ser de aplausos divididos, una voz de mundos empatados, en fin, ni triunfo ni derrota en el vaivén de identidades que lo persigue.

He mirado el anuncio en los telediarios. El Impacto de Montreal juega contra el Cruz Azul en el Estadio Olímpico, y de inmediato he llamado a mis vecinos, casi todos de Buenos Aires. Valdría la pena, les digo, y a mí no me cae bien el Cruz Azul, les aseguro, y ellos son hinchas del Boca Juniors, qué bien, pero hoy nadie tiene tiempo... Llevan razón, el día es poco propicio para romper las rutinas con un partido de futbol, a quién se le ocurre, a mitad de semana, aunque resultaba curioso que mi ciudad adoptiva —la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo— recibiese a un equipo con los nombres que habitan en mi memoria, cuando un domingo sí y otro también visitaba el estadio Tamaulipas.

He insistido con acentos argentinos, tenemos que ir, che, dale nomás, ¿viste?, “haceme” la segunda que yo invito las “birras”. Después he filosofado a lo Di Stéfano, siempre por teléfono, che, con aquella frase suya tan aplicable a casi todo: “ningún jugador es tan bueno como todos nosotros”, y en la vena de la charla, cuando no he podido convencer a nadie, he continuado cambiando el color de lo dicho, porque ningún aficionado es tan bueno como todos nosotros. Y mientras descubro que los refranes son casas de puertas abiertas, ¿cómo decirlo?, expresiones que renuevan el mundo a toda hora, casi para colgar hemos hablado de Maradona, poseedor de todos nuestros sueños y también reflejo de todas nuestras debilidades, así era el “Pelusa”. Tenemos que ir, che. Un cuento de hadas, lo de Maradona, habitante de potreros y de paraísos, identidad de príncipe y también de mendigo, y por eso, por eso nos gustan los estadios, vengan del deporte y de la lengua que vengan, ¿no es cierto?, porque al individuo común lo disfrazan de héroe, y al héroe lo convierten en espectáculo, y al espectáculo en escenario de inesperadas sabidurías.

Sin amigos al alcance en un miércoles distinto, hoy el Estadio Olímpico será un bullicio diferente de butacas y de bufandas, supuse, y también de banderas. Al descender del metro en la estación Pío IX, el gentío y los abrigos me despertaron en la memoria del sol, durante los partidos de mi niñez; aunque yo siempre preferí el beisbol, para entonces habían cerrado el Parque Alijadores y no había más remedio que inscribirse en las felicidades disponibles, allá, en los graderíos de la Unidad Nacional. Recuerdo, sobre todo, el cielo abierto de las sonrisas compartidas junto a mi hermano mayor, acompañados siempre por los hijos de la señora Yeyes, nuestros vecinos eternos, cuando los nombres de aquel equipo histórico, los “orinegros” del Ciudad Madero —Saint André, Siles o Czentoricky, también el “Popi” Correa y el “Tuxpan” González—, enfrentaban al Atlético Español con un gigante polaco en la portería, Jan Gomolá, así se llamaba, señoras y señores. Por cierto, aquellos ídolos más tarde nos servían de disfraz para continuar nuestros propios campeonatos mundiales en todos los parques de nuestras infancias.

Ya, ya vuelvo, sí, el partido de hoy: el Impacto vs. el Cruz Azul... Si tuviese que escribir una crónica deportiva, sin duda la iniciaría allí, en los túneles que comunican los trenes subterráneos de la isla de Montreal con la memoria, y además hablaría del frío allá afuera y de la calefacción en el Estadio Olímpico, porque marzo aún está para vivirse bajo techo, y enseguida señalaría la sorpresa de los revendedores bilingües traficando boletos digitales en el área de los torniquetes. Cuánta modernidad en lo indebido, así es como lo he sonreído, y después he visto pasar una bandera ucraniana, varias playeras “cruzazulinas”, y en las escaleras seguiré sin saberlo a ciencia cierta: ¿dónde comienzan los goles extranjeros y dónde terminan las victorias locales?, ¿hay acaso (des)honestidad al querer sentirnos naturales de nuestras ciudades adoptivas?

Entonces he llegado a mi asiento, detrás de los tiros de esquina. Nivel 100, zona 14, butaca 3B, y durante más de una hora estaré solo en las gradas, escribiendo, describiendo, transcribiendo, aquí mismo y ahora mismo, el ambiente, las músicas de todos los colores en los altoparlantes, el pasto de artificio, los aros olímpicos coronando la cabecera sur del estadio, los jugadores y sus calistenias, por allí pasó el “Conejo” Pérez, el vocerío in crescendo, tres banderas mexicanas un poco más allá —corrijo, ahora eran cinco—, las aclamaciones y los abucheos tras las alineaciones —otra vez corrijo: ya eran once las banderas tricolores—; a mi lado se sentaron dos muchachos de Veracruz y adelante una joven pareja de Oaxaca, ella con anteojos de parsimonia, mucho gusto, a sus órdenes, y él con mirada de destierro reciente. Por su parte, la gente a mi espalda sonaba muy peruana: “piña, pues”, así es como decían a cada rato.

Tras el primer gol he descubierto a un hombre vestido de charro —sombrero, moño y botonadura dorada—. Anotación del Cruz Azul, y al botepronto he vuelto a contar, veintisiete banderas mexicanas, increíble, dos más con los colores de Perú, culpa del entrenador visitante, también una de Honduras, y allá seguía, el aficionado de Ucrania, amparado en la porra local, cuando el resultado fue lo mejor que podía sucedernos a todos, es decir, un empate, 1-1… Transterrados y nacionales, oriundos y recién llegados, nativos del invierno y novatos de las pulmonías, todo será un equilibrio casi perfecto cuando el sonido local anuncie, casi para expirar el tiempo reglamentario, primero en francés, luego en inglés, el número total de los asistentes al encuentro: 23,832 aficionados con boleto pagado. Y en dicha cifra, inolvidable por capicúa, a bordo ya del metro de mi regreso a casa, entenderé que quizás ese marcador final sea la mejor manera de entender al migrante, dentro y fuera de los estadios, dentro y fuera de las palabras: un ser de aplausos divididos, una voz de mundos empatados, en fin, ni triunfo ni derrota en el vaivén de identidades que lo persigue.