/ miércoles 15 de diciembre de 2021

Autorretratos de hielo | Cincuenta y cinco veces doña Amalia

Sí, cualquier expatriado, venga de donde venga —de Guatemala, de Honduras, de Dominicana o del Ecuador—, casi siempre traspapela su vida entre las páginas olvidadas de la Historia... Sin embargo, conviene comenzar este miércoles en otro principio, mudar el ánimo y pisar con cuidado entre la lluvia congelada de la isla de Montreal: “freezing rain”, le llaman en inglés, o sólo “verglas” en las tiriteras francesas que el asunto provoca en todos los labios cuando mi acento de calle Colón salta de gusto al no encontrar léxicos para nombrar el fenómeno, nada que decir más allá de las traducciones literales, porque, quiérase o no, lo nuestro es pronunciar el sol con diccionarios más templados, ¿no es cierto?

Sea como sea, mejor refugiarse en el café de la calle Saint Laurent, frente a las bancas cubiertas de nieve del Parque de las Américas. Con la mirada he recorrido, además, los adornos de temporada: figuras de renos y de duendes, pinos iluminados con estrellas fugaces, serpentinas frenando el aterrizaje forzoso de un trineo, moños de luces multicolores y un par de pingüinos excesivos en aquel retablo. Y, lo supuse, tenía que ser, a pesar de las borrascas, desafiando las aceras del hielo, invictas de granizadas, allí están, las jubiladas portuguesas, tomando lista de asistencia en la escasísima luz de cada diciembre —el sol se levanta hacia las nueve y recoge sus grisuras en un santiamén, poco antes de las cuatro de la tarde.

Y porque hay días así, en los que uno no está para otro idioma, hoy he elegido permanecer en doña Amalia. Nacida en Viascón, provincia de Pontevedra, tan gallega, me ofrecerá su mesa, si lo sabré yo, porque desde hace años nuestras conversaciones se repiten en su semblante de abuela a toda prueba, en la fragilidad de su cuerpo menudo, en esa elegancia de bufandas tejidas, así es doña Amalia, cabello lacio, muy gris, siempre impecable. Como de costumbre, la mirada suele quebrársele cuando recuerda el franquismo, porque allá no había trabajo, sabe usted, y, al igual que otros habitantes del pueblo, pronto deseó huir de aquella España. Por si fuera poco, en su niñez de campo no era fácil la escuela, y además pasó hambre, enfermó de tuberculosis —resulta dificilísimo recrear su convalecencia en el presente tan amable de sus descripciones—, y era muy joven cuando supo de un país del otro lado del mar donde se necesitaba gente, porque faltaban manos en Canadá, aunque la primera vez la rechazaron, por su escolaridad insuficiente, o acaso por su ingenuidad tan categórica.

Tenía veintitrés años cuando se mudó a Vigo para inscribirse en una escuela nocturna, en las cercanías con Portugal. Al año siguiente volvió a decidir que la vida estaba en otro lado, quizás en Francia, supuso, o tal vez en Bélgica, donde siempre habría conocidos de conocidos, amigos de amigos, o tal vez parientes lejanos preparando el camino de nuevos destierros. Terminada la instrucción básica insistió en marcharse, qué más podía hacer, ganarse la vida de lo que fuera, y con préstamos familiares y promesas de pronto reembolso llegó a la isla de Montreal el 20 de octubre de 1969 —su cumpleaños boreal lo recuerda, como todos nosotros, con horas precisas y minutos difíciles—. Sus primeros paseos estuvieron hechos de otros inviernos, con estaciones de nieves más largas, y de sus propios autorretratos de hielo rescató su gusto por las imágenes escatológicas: bastaba escupir a media calle para desatar una lluvia de salivas escarchadas. Así lo dice. Durante varios meses vivió en un albergue donde le dieron cama y comida, y al poco tiempo conocería a Cesáreo, funcionario migratorio, qué coincidencia, portugués de segunda generación, muerto hace ocho años, y también fue madre de un hijo único y ahora es abuela de Esteliña, la nieta de los retratos que a veces me muestra con delicadeza.

En ocasiones también he visto sus fotos Kodak de novios antiguos, ella y don Cesáreo, enamorados de tacones altos, camisas de cuello larguísimo y pantalones acampanados. De hecho, fue él quien le consiguió su primer trabajo, y a las pocas semanas de su invierno iniciático ya limpiaba casas y aseaba oficinas. Después pasó al servicio de una familia muy rica, también migrantes, hijos del Holocausto judío, creo entender, y aún visita a madame Wineberg, la última de las hijas de aquella casa, y en esa parte de su memoria dominan los acentos de moraleja, porque la patria mayor del migrante es la amistad, más allá de las lenguas y de los orígenes y de los estratos —siempre que nombra a madame Wineberg pienso en la cinta de Jessica Tandy y Morgan Freeman, “Paseando a mis Daisy”; quizás la mire otra vez, un día de estos, y por qué no.

Al final, doña Amalia ha traído a colación los cincuenta y cinco muertos de aquel accidente, y entonces me pregunta si Chiapas está cerca de casa. No, señora, eso queda bien al sur, porque Tamaulipas se escribe muy al norte de la palabra México, frontera con la lengua de los Estados Unidos. Y ahora mismo estará imaginando que mis geografía natales se le parecen, ¿cómo decirlo?, porque su Viascón es mi único Tampico posible, o, cambiando la perspectiva, porque la inminencia de Portugal en la que ella nació se proyecta en mi lejana memoria de Texas —si acaso fuera posible, su río Miño es nuestro río Bravo, y viceversa—. En los parpadeos matriarcales ante aquellas muertes tan inexplicables, doña Amalia también estuvo allí, lo sé bien, cincuenta y cinco veces en su forma de entender el hambre que mueve a un ser humano a dejarlo todo, aun a riesgo de su propia vida. Esa tragedia le ha hecho recordar, estoy seguro, que las forzadas decisiones del migrante lo transforman en la fatalidad de un ser fronterizo, en alguien a medio camino entre la expulsión y la esperanza…, en fin…, o en alguien que muere entre la temeridad más inevitable y el anhelo de echar raíces en otros sueños.

Sí, cualquier expatriado, venga de donde venga —de Guatemala, de Honduras, de Dominicana o del Ecuador—, casi siempre traspapela su vida entre las páginas olvidadas de la Historia... Sin embargo, conviene comenzar este miércoles en otro principio, mudar el ánimo y pisar con cuidado entre la lluvia congelada de la isla de Montreal: “freezing rain”, le llaman en inglés, o sólo “verglas” en las tiriteras francesas que el asunto provoca en todos los labios cuando mi acento de calle Colón salta de gusto al no encontrar léxicos para nombrar el fenómeno, nada que decir más allá de las traducciones literales, porque, quiérase o no, lo nuestro es pronunciar el sol con diccionarios más templados, ¿no es cierto?

Sea como sea, mejor refugiarse en el café de la calle Saint Laurent, frente a las bancas cubiertas de nieve del Parque de las Américas. Con la mirada he recorrido, además, los adornos de temporada: figuras de renos y de duendes, pinos iluminados con estrellas fugaces, serpentinas frenando el aterrizaje forzoso de un trineo, moños de luces multicolores y un par de pingüinos excesivos en aquel retablo. Y, lo supuse, tenía que ser, a pesar de las borrascas, desafiando las aceras del hielo, invictas de granizadas, allí están, las jubiladas portuguesas, tomando lista de asistencia en la escasísima luz de cada diciembre —el sol se levanta hacia las nueve y recoge sus grisuras en un santiamén, poco antes de las cuatro de la tarde.

Y porque hay días así, en los que uno no está para otro idioma, hoy he elegido permanecer en doña Amalia. Nacida en Viascón, provincia de Pontevedra, tan gallega, me ofrecerá su mesa, si lo sabré yo, porque desde hace años nuestras conversaciones se repiten en su semblante de abuela a toda prueba, en la fragilidad de su cuerpo menudo, en esa elegancia de bufandas tejidas, así es doña Amalia, cabello lacio, muy gris, siempre impecable. Como de costumbre, la mirada suele quebrársele cuando recuerda el franquismo, porque allá no había trabajo, sabe usted, y, al igual que otros habitantes del pueblo, pronto deseó huir de aquella España. Por si fuera poco, en su niñez de campo no era fácil la escuela, y además pasó hambre, enfermó de tuberculosis —resulta dificilísimo recrear su convalecencia en el presente tan amable de sus descripciones—, y era muy joven cuando supo de un país del otro lado del mar donde se necesitaba gente, porque faltaban manos en Canadá, aunque la primera vez la rechazaron, por su escolaridad insuficiente, o acaso por su ingenuidad tan categórica.

Tenía veintitrés años cuando se mudó a Vigo para inscribirse en una escuela nocturna, en las cercanías con Portugal. Al año siguiente volvió a decidir que la vida estaba en otro lado, quizás en Francia, supuso, o tal vez en Bélgica, donde siempre habría conocidos de conocidos, amigos de amigos, o tal vez parientes lejanos preparando el camino de nuevos destierros. Terminada la instrucción básica insistió en marcharse, qué más podía hacer, ganarse la vida de lo que fuera, y con préstamos familiares y promesas de pronto reembolso llegó a la isla de Montreal el 20 de octubre de 1969 —su cumpleaños boreal lo recuerda, como todos nosotros, con horas precisas y minutos difíciles—. Sus primeros paseos estuvieron hechos de otros inviernos, con estaciones de nieves más largas, y de sus propios autorretratos de hielo rescató su gusto por las imágenes escatológicas: bastaba escupir a media calle para desatar una lluvia de salivas escarchadas. Así lo dice. Durante varios meses vivió en un albergue donde le dieron cama y comida, y al poco tiempo conocería a Cesáreo, funcionario migratorio, qué coincidencia, portugués de segunda generación, muerto hace ocho años, y también fue madre de un hijo único y ahora es abuela de Esteliña, la nieta de los retratos que a veces me muestra con delicadeza.

En ocasiones también he visto sus fotos Kodak de novios antiguos, ella y don Cesáreo, enamorados de tacones altos, camisas de cuello larguísimo y pantalones acampanados. De hecho, fue él quien le consiguió su primer trabajo, y a las pocas semanas de su invierno iniciático ya limpiaba casas y aseaba oficinas. Después pasó al servicio de una familia muy rica, también migrantes, hijos del Holocausto judío, creo entender, y aún visita a madame Wineberg, la última de las hijas de aquella casa, y en esa parte de su memoria dominan los acentos de moraleja, porque la patria mayor del migrante es la amistad, más allá de las lenguas y de los orígenes y de los estratos —siempre que nombra a madame Wineberg pienso en la cinta de Jessica Tandy y Morgan Freeman, “Paseando a mis Daisy”; quizás la mire otra vez, un día de estos, y por qué no.

Al final, doña Amalia ha traído a colación los cincuenta y cinco muertos de aquel accidente, y entonces me pregunta si Chiapas está cerca de casa. No, señora, eso queda bien al sur, porque Tamaulipas se escribe muy al norte de la palabra México, frontera con la lengua de los Estados Unidos. Y ahora mismo estará imaginando que mis geografía natales se le parecen, ¿cómo decirlo?, porque su Viascón es mi único Tampico posible, o, cambiando la perspectiva, porque la inminencia de Portugal en la que ella nació se proyecta en mi lejana memoria de Texas —si acaso fuera posible, su río Miño es nuestro río Bravo, y viceversa—. En los parpadeos matriarcales ante aquellas muertes tan inexplicables, doña Amalia también estuvo allí, lo sé bien, cincuenta y cinco veces en su forma de entender el hambre que mueve a un ser humano a dejarlo todo, aun a riesgo de su propia vida. Esa tragedia le ha hecho recordar, estoy seguro, que las forzadas decisiones del migrante lo transforman en la fatalidad de un ser fronterizo, en alguien a medio camino entre la expulsión y la esperanza…, en fin…, o en alguien que muere entre la temeridad más inevitable y el anhelo de echar raíces en otros sueños.