/ miércoles 8 de diciembre de 2021

Autorretratos de hielo | Clínicas verbales

Uno de los momentos que más llaman la atención del transterrado tiene que ver, claro que sí, con las citas médicas…

En la isla de Montreal los servicios de salud son universales, y aunque el asunto a veces tropieza con burocracias de causar impaciencia, en general el sistema funciona. Sin ditirambos, claro está, pero también sin grandes pesimismos.

Para el migrante nacido en mundos donde la pobreza aún es la enfermedad más mortal de todas -según lo explica, y con estas mismas palabras, la OMS-, en la regulación pública de la medicina hay un luminoso síntoma de equidad, ¿cómo decirlo?, una especie de milagro igualitario. En efecto, en cada consulta vivida y en cada antibiótico recetado el Polo Norte nos hace asistir al hermanamiento de nuestros achaques tanto como a la fraternidad de nuestros medicamentos. Muy a pesar de lo mucho que detesto las atmósferas clínicas, los hospitales del invierno representan, por qué no decirlo así, la proyección más sanitaria de aquel endecasílabo de Octavio Paz: “No soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.

Por lo demás, la pandemia ha venido a confirmarnos que allí donde una persona no tiene acceso a los servicios de salud, ese individuo pone en riesgo a toda la especie. En consecuencia, hoy más que nunca resulta legítimo decir que al inventar la palabra “ciudad” lo que buscábamos era sentirnos protegidos, pronunciarnos al amparo de un mundo hecho de ciencias y de presencias, eso más que aprender a calcularnos entre las cuentas bancarias.

Debido a que en las calles bajo cero del Polo Norte somos siempre la posibilidad de las peores pulmonías, aquí los sanatorios son realidades de puertas abiertas, ámbitos cotidianos de la empatía -perdón, casi dije utopía-, o, si se prefiere, lugares donde la vocación médica y el ejercicio trascendental de la enfermería nos comprueban, más allá de cualquier cliché, que la vida no tiene precio.

Regreso, ya regreso al tema de nuestro miércoles... Primero que nada, conviene recordar que la isla de Montreal a diario es recorrida por dos lenguas oficiales, a saber, el inglés y el francés. El asunto tiene sus encantos, por supuesto, aunque también sus bemoles, sobre todo cuando se trata de pacientes que, nacidos en la orilla de alguno de dichos idiomas, recibe diagnósticos cruzados, es decir, dictámenes que no le lleguen al alma por cuanto se expresan en una lengua sin ecos en sus anemias o sin resonancias en sus sarampiones.

Si se trata de alguna gastroenteritis, de una cardiopatía o de la diabetes mellitus -esta última, no sé por qué, siempre me parece más grave al escribirla con todas sus letras-, el enfermo descubre que su padecimiento se hará más llevadero, y acaso también un poco más suyo, si y sólo si le ha sido explicado con la gramática de sus intimidades. Y porque la lengua errónea de una jaqueca inglesa hace desatinar las hernias discales del francés, el gobierno de la ciudad se ve exigido en todo momento, y con sobrada razón, a poner orden en la justa traducción de nuestras sintomatologías.

Una vez dicho lo anterior, se impone señalar que en esta ciudad cosmopolita se hablan, además, otras ciento cincuenta lenguas. Aquí hay gente que cae enferma con palabras venidas del cachemir de la India, o que padece migrañas en el frisón holandés, o que sufre dolorosos cálculos biliares entre las inflexiones del min-dong, ese dialecto llegado a mis autorretratos desde la lejana provincia china de Fujan.

El asunto, entonces, se complica, y las políticas de la salud pública se deslizan hacia las acrobacias lingüísticas, pues el enfermo nacido entre los acentos de la calle Colón debe señalar de inmediato una lengua de correspondencia, es decir, elegir en cuál de los dos idiomas oficiales aprenderá a sobrellevar sus bronquitis o a remediar las cirrosis.

Allí, en esos papeles de explicaciones superpuestas y de patologías traslapadas, el migrante tampiqueño no sólo desarrolla sus habilidades verbales, sino que, por añadidura, comprueba su “(im)pertenencia” en un universo clínico que, en sentido estricto, lo urge a sanar de otra manera. Como puede verse, el fenómeno tiene mucha tela de dónde cortar, aunque conviene no idealizar demasiado y evocar aquí la certeza de que los años de buena salud del desarraigado también deben gastarse aprendiendo a nombrar, con todos los diccionarios a su alcance, muchos de sus posibles malestares.

Por último, están las terapias de lo intraducible. Me refiero, claro está, a las sesiones con el psicólogo, citas donde se nos habla en inglés de un pasado que sigue pasando, o donde se postula en francés la sorpresa siempre venidera de cualquier destino. Como era de esperarse, dichos encuentros casi nunca son cubiertos por el Estado, pues, tal y como ya lo entendía Filóstrato hace 18 siglos, en la curación por la palabra “apreciamos más lo que pretendemos con gasto que lo gratuito”.

En la dualidad lingüística que voy comentando, el diván representa para el expatriado una especie de aventura incompleta, algo así como una expedición que casi nunca llega al fondo de sus desasosiegos. De hecho, al salir de aquellas clínicas del alma la puntería de todo lo dicho parece haber fallado en el tiro al blanco de nuestros nombres.

Y es, pues, por ello que guardamos con cuidado en la memoria las pepitas de oro que a veces recogemos entre los demás hijos de nuestra lengua, cuando alguien descubre a algún psicólogo argentino en tal o cual clínica, por ejemplo, o cuando escuchamos hablar de una terapeuta paraguaya experta en soledades, y ni qué decir de los comentarios sobre aquel psicoanalista andaluz, tan comprensivo, tan humano, tan casi nuestro, solucionando tristezas hispánicas en el centro de la ciudad.

Al final, y siempre muy a su manera, el transterrado intuye que todas las enfermedades resultan superficiales cuando pueden ser traducidas a otras lenguas. En sentido contrario, aunque con igual intensidad, entiende también que el desahucio más grave de todos comienza al quedarnos sin el eco de nuestras propias palabras.

Uno de los momentos que más llaman la atención del transterrado tiene que ver, claro que sí, con las citas médicas…

En la isla de Montreal los servicios de salud son universales, y aunque el asunto a veces tropieza con burocracias de causar impaciencia, en general el sistema funciona. Sin ditirambos, claro está, pero también sin grandes pesimismos.

Para el migrante nacido en mundos donde la pobreza aún es la enfermedad más mortal de todas -según lo explica, y con estas mismas palabras, la OMS-, en la regulación pública de la medicina hay un luminoso síntoma de equidad, ¿cómo decirlo?, una especie de milagro igualitario. En efecto, en cada consulta vivida y en cada antibiótico recetado el Polo Norte nos hace asistir al hermanamiento de nuestros achaques tanto como a la fraternidad de nuestros medicamentos. Muy a pesar de lo mucho que detesto las atmósferas clínicas, los hospitales del invierno representan, por qué no decirlo así, la proyección más sanitaria de aquel endecasílabo de Octavio Paz: “No soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.

Por lo demás, la pandemia ha venido a confirmarnos que allí donde una persona no tiene acceso a los servicios de salud, ese individuo pone en riesgo a toda la especie. En consecuencia, hoy más que nunca resulta legítimo decir que al inventar la palabra “ciudad” lo que buscábamos era sentirnos protegidos, pronunciarnos al amparo de un mundo hecho de ciencias y de presencias, eso más que aprender a calcularnos entre las cuentas bancarias.

Debido a que en las calles bajo cero del Polo Norte somos siempre la posibilidad de las peores pulmonías, aquí los sanatorios son realidades de puertas abiertas, ámbitos cotidianos de la empatía -perdón, casi dije utopía-, o, si se prefiere, lugares donde la vocación médica y el ejercicio trascendental de la enfermería nos comprueban, más allá de cualquier cliché, que la vida no tiene precio.

Regreso, ya regreso al tema de nuestro miércoles... Primero que nada, conviene recordar que la isla de Montreal a diario es recorrida por dos lenguas oficiales, a saber, el inglés y el francés. El asunto tiene sus encantos, por supuesto, aunque también sus bemoles, sobre todo cuando se trata de pacientes que, nacidos en la orilla de alguno de dichos idiomas, recibe diagnósticos cruzados, es decir, dictámenes que no le lleguen al alma por cuanto se expresan en una lengua sin ecos en sus anemias o sin resonancias en sus sarampiones.

Si se trata de alguna gastroenteritis, de una cardiopatía o de la diabetes mellitus -esta última, no sé por qué, siempre me parece más grave al escribirla con todas sus letras-, el enfermo descubre que su padecimiento se hará más llevadero, y acaso también un poco más suyo, si y sólo si le ha sido explicado con la gramática de sus intimidades. Y porque la lengua errónea de una jaqueca inglesa hace desatinar las hernias discales del francés, el gobierno de la ciudad se ve exigido en todo momento, y con sobrada razón, a poner orden en la justa traducción de nuestras sintomatologías.

Una vez dicho lo anterior, se impone señalar que en esta ciudad cosmopolita se hablan, además, otras ciento cincuenta lenguas. Aquí hay gente que cae enferma con palabras venidas del cachemir de la India, o que padece migrañas en el frisón holandés, o que sufre dolorosos cálculos biliares entre las inflexiones del min-dong, ese dialecto llegado a mis autorretratos desde la lejana provincia china de Fujan.

El asunto, entonces, se complica, y las políticas de la salud pública se deslizan hacia las acrobacias lingüísticas, pues el enfermo nacido entre los acentos de la calle Colón debe señalar de inmediato una lengua de correspondencia, es decir, elegir en cuál de los dos idiomas oficiales aprenderá a sobrellevar sus bronquitis o a remediar las cirrosis.

Allí, en esos papeles de explicaciones superpuestas y de patologías traslapadas, el migrante tampiqueño no sólo desarrolla sus habilidades verbales, sino que, por añadidura, comprueba su “(im)pertenencia” en un universo clínico que, en sentido estricto, lo urge a sanar de otra manera. Como puede verse, el fenómeno tiene mucha tela de dónde cortar, aunque conviene no idealizar demasiado y evocar aquí la certeza de que los años de buena salud del desarraigado también deben gastarse aprendiendo a nombrar, con todos los diccionarios a su alcance, muchos de sus posibles malestares.

Por último, están las terapias de lo intraducible. Me refiero, claro está, a las sesiones con el psicólogo, citas donde se nos habla en inglés de un pasado que sigue pasando, o donde se postula en francés la sorpresa siempre venidera de cualquier destino. Como era de esperarse, dichos encuentros casi nunca son cubiertos por el Estado, pues, tal y como ya lo entendía Filóstrato hace 18 siglos, en la curación por la palabra “apreciamos más lo que pretendemos con gasto que lo gratuito”.

En la dualidad lingüística que voy comentando, el diván representa para el expatriado una especie de aventura incompleta, algo así como una expedición que casi nunca llega al fondo de sus desasosiegos. De hecho, al salir de aquellas clínicas del alma la puntería de todo lo dicho parece haber fallado en el tiro al blanco de nuestros nombres.

Y es, pues, por ello que guardamos con cuidado en la memoria las pepitas de oro que a veces recogemos entre los demás hijos de nuestra lengua, cuando alguien descubre a algún psicólogo argentino en tal o cual clínica, por ejemplo, o cuando escuchamos hablar de una terapeuta paraguaya experta en soledades, y ni qué decir de los comentarios sobre aquel psicoanalista andaluz, tan comprensivo, tan humano, tan casi nuestro, solucionando tristezas hispánicas en el centro de la ciudad.

Al final, y siempre muy a su manera, el transterrado intuye que todas las enfermedades resultan superficiales cuando pueden ser traducidas a otras lenguas. En sentido contrario, aunque con igual intensidad, entiende también que el desahucio más grave de todos comienza al quedarnos sin el eco de nuestras propias palabras.