/ miércoles 9 de junio de 2021

Autorretratos de hielo | Con amor, sin pasaporte

Entre los tímidos soles de junio, cuando poco a poco sentimos triunfar sobre los resfríos y las mangas largas, las temperaturas en la isla de Montreal ya no provocan titubeos. Sobrevivientes del invierno —y del apocalipsis sanitario, claro está— descubriremos pronto que el clima de la ciudad nórdica había desdibujado la silueta de nuestros cuerpos: no éramos sino la envoltura de nuestros abrigos, la crisálida que nos ponía a salvo de nevadas y vendavales. Asimismo, frente a las primeras parejas caminando con libertad por las aceras del verano, nuestra condición de migrantes en el Polo Norte nos recordará que el amor es un hecho cultural, sí, porque toda sociedad es poseedora de su propio inventario simbólico de romanticismos.

Muchas veces he oído decir a los amigos del exilio que, al quedar prendados de una persona en otra lengua, se asiste a la extrañeza de un “te quiero” diferente. De alguna manera, ello sugiere admitir que puertas adentro de nuestro universo cultural somos el hábito de las rosas en febrero, por ejemplo, o la obligación de los aniversarios con tarjetas de palabras francas, o el torbellino de apasionadas serenatas —rancheras o boleros, según la ocasión o el desengaño— sobre las que proyectamos la tradición de nuestros despechos lo mismo que la usanza más socorrida de nuestras alegrías. Para decirlo con imágenes de andar por casa, en las frases acarameladas tanto como en las miradas seductoras suspira la memoria de los bisabuelos enamorados en la Plaza de Armas, lo cual, si se piensa bien, equivale a señalar que en una cultura tan luminosa como la mexicana amar es pronunciar la ternura sin necesidad de traducir nada, ni las ansias, ni las fascinaciones, ni los desencantos.

Y aunque “el amor no admite cuerdas reflexiones” —diría Rubén Darío—, en la isla de Montreal pican la curiosidad las parejas fraguadas en distintas regiones de nuestra lengua. De recién llegado a Canadá recuerdo a Rosa, nuestra vecina dominicana, y a Águedo, su marido salvadoreño, los años de su matrimonio bien avenido, aquellos pleitos de reprocharse tantas soledades, y las cosas que se decían, era de dar risa, y además tenían dos hijos de acentos indecisos. He conocido, también, a ecuatorianos enloquecidos por bogotanas inmunes a los amores perfectos, y, no hace mucho, en las bancas del parque Jeanne-Mance, Ramón, el cubano más canoso que he visto en mi vida, me habló de su esposa Susana, mujer tan fumadora y además tan venezolana: pensamos igual, me ilustraba, sentimos los sueños casi con las mismas lágrimas, y reía mientras lo explicaba con esas palabras.

En ocasiones he llegado a tocar con mis sonrisas más espontáneas el doblez de los acentos de una colega local, hija de madre peninsular y de padre andino. Luz, se llamaba Luz, y, sin forzar mucho el comentario, el matrimonio que la trajo al mundo siempre me ha parecido un evento de correspondencias lingüísticas, ¿cómo decirlo?, una especie de reciprocidad gramatical capaz incluso de hablarse con suspiros cruzados desde Chile allá en Castilla, y viceversa. En este breve recuento de pasiones vividas en la lengua común que nos separa —sí, estoy citando a Bernard Shaw—, alguna vez asistí a la maravilla de dos uruguayos que, en una cafetería universitaria de la Ciudad de Quebec, insistían en que los flechazos de Cupido también eran un accidente doméstico vivido en países lejanos: no, ellos nunca hubiesen podido conocerse en Montevideo, porque lo suyo fue cosa de un destino enmarañado, otra vez ¿cómo decirlo?, un azar rioplatense surgido entre las auroras boreales; como anillo al dedo, creo yo, aquí se impondría citar aquellos versos de Cernuda: “¿Mi tierra? Mi tierra eres tú. La muerte y el destierro para mí están adonde no estés tú”… En fin, mejor seguir adelante.

El asunto adquiere tintes de magia mayor en las parejas interculturales. En una ciudad tan polimorfa como la isla de Montreal, la excepción ya es casi una regla, y, conforme avanzamos hacia la luminosidad más sincera de nuestro verano, de nueva cuenta corroboramos la mixtura étnica de los afectos en los jardines públicos y en los bares de cervezas bien conversadas. En efecto, por estos andurriales muchos matrimonios se construyen más allá de sus orígenes, viven y florecen del otro lado de las nacionalidades, y entonces ellos son todas las lenguas de todas las ciudades en cada uno de sus abrazos. De hecho, los cortejos y las galanterías se multiplican sin apego a los gentilicios, y, lo que es más, a nadie sorprenden las clínicas y terapias especializadas que, a su manera, legitiman el arte de amar sin pasaportes; en este mismo sentido, vale la pena comentar que la ciudad cuenta con un pequeño regimiento de psicólogos y de trabajadores sociales en cuyos diplomas se reflejan la ciencia de los cariños multilingües y la erudición de los besos transnacionales.

Por último, como en cualquier otra ciudad cosmopolita, las parejas híbridas en la isla de Montreal han transformado la vida social en una galería de hijos e hijas políglotas. Conozco a canadienses que han unido sus destinos a personas venidas de Bolivia, Polonia, Etiopía, Vietnam o Tampico; sus hijos y mis hijas —una de ellas enamorada sin remedio de un joven franco-filipino— representan una generación de almas que, al tomar conciencia de la pluralidad de sus herencias, en un futuro no muy lejano estará mejor preparada para hablar de la “universalidad del amor”, sin sentimentalismos de melodrama ni clichés de telenovela. Al final, ese crucero de querencias y de simpatías tarde o temprano ha de autorizarlos para reconocerse como los portadores de una cultura emocional mucho más abierta, y, sobre todo, mucho más trascendental. Los hijos de sus hijos, en su calidad de “canadienses-bolivianos-polacos-etíopes-vietnamitas-tampiqueños” en un solo golpe de voz, seguro estoy de que realizarán viajes continuos hacia el popurrí de sus raíces, es decir, hacia ese mosaico de lenguas y de tradiciones que los trajo al mundo y que, como a nadie en la historia de las felicidades acompañadas, los ha enseñado a quererse sin fronteras…

Entre los tímidos soles de junio, cuando poco a poco sentimos triunfar sobre los resfríos y las mangas largas, las temperaturas en la isla de Montreal ya no provocan titubeos. Sobrevivientes del invierno —y del apocalipsis sanitario, claro está— descubriremos pronto que el clima de la ciudad nórdica había desdibujado la silueta de nuestros cuerpos: no éramos sino la envoltura de nuestros abrigos, la crisálida que nos ponía a salvo de nevadas y vendavales. Asimismo, frente a las primeras parejas caminando con libertad por las aceras del verano, nuestra condición de migrantes en el Polo Norte nos recordará que el amor es un hecho cultural, sí, porque toda sociedad es poseedora de su propio inventario simbólico de romanticismos.

Muchas veces he oído decir a los amigos del exilio que, al quedar prendados de una persona en otra lengua, se asiste a la extrañeza de un “te quiero” diferente. De alguna manera, ello sugiere admitir que puertas adentro de nuestro universo cultural somos el hábito de las rosas en febrero, por ejemplo, o la obligación de los aniversarios con tarjetas de palabras francas, o el torbellino de apasionadas serenatas —rancheras o boleros, según la ocasión o el desengaño— sobre las que proyectamos la tradición de nuestros despechos lo mismo que la usanza más socorrida de nuestras alegrías. Para decirlo con imágenes de andar por casa, en las frases acarameladas tanto como en las miradas seductoras suspira la memoria de los bisabuelos enamorados en la Plaza de Armas, lo cual, si se piensa bien, equivale a señalar que en una cultura tan luminosa como la mexicana amar es pronunciar la ternura sin necesidad de traducir nada, ni las ansias, ni las fascinaciones, ni los desencantos.

Y aunque “el amor no admite cuerdas reflexiones” —diría Rubén Darío—, en la isla de Montreal pican la curiosidad las parejas fraguadas en distintas regiones de nuestra lengua. De recién llegado a Canadá recuerdo a Rosa, nuestra vecina dominicana, y a Águedo, su marido salvadoreño, los años de su matrimonio bien avenido, aquellos pleitos de reprocharse tantas soledades, y las cosas que se decían, era de dar risa, y además tenían dos hijos de acentos indecisos. He conocido, también, a ecuatorianos enloquecidos por bogotanas inmunes a los amores perfectos, y, no hace mucho, en las bancas del parque Jeanne-Mance, Ramón, el cubano más canoso que he visto en mi vida, me habló de su esposa Susana, mujer tan fumadora y además tan venezolana: pensamos igual, me ilustraba, sentimos los sueños casi con las mismas lágrimas, y reía mientras lo explicaba con esas palabras.

En ocasiones he llegado a tocar con mis sonrisas más espontáneas el doblez de los acentos de una colega local, hija de madre peninsular y de padre andino. Luz, se llamaba Luz, y, sin forzar mucho el comentario, el matrimonio que la trajo al mundo siempre me ha parecido un evento de correspondencias lingüísticas, ¿cómo decirlo?, una especie de reciprocidad gramatical capaz incluso de hablarse con suspiros cruzados desde Chile allá en Castilla, y viceversa. En este breve recuento de pasiones vividas en la lengua común que nos separa —sí, estoy citando a Bernard Shaw—, alguna vez asistí a la maravilla de dos uruguayos que, en una cafetería universitaria de la Ciudad de Quebec, insistían en que los flechazos de Cupido también eran un accidente doméstico vivido en países lejanos: no, ellos nunca hubiesen podido conocerse en Montevideo, porque lo suyo fue cosa de un destino enmarañado, otra vez ¿cómo decirlo?, un azar rioplatense surgido entre las auroras boreales; como anillo al dedo, creo yo, aquí se impondría citar aquellos versos de Cernuda: “¿Mi tierra? Mi tierra eres tú. La muerte y el destierro para mí están adonde no estés tú”… En fin, mejor seguir adelante.

El asunto adquiere tintes de magia mayor en las parejas interculturales. En una ciudad tan polimorfa como la isla de Montreal, la excepción ya es casi una regla, y, conforme avanzamos hacia la luminosidad más sincera de nuestro verano, de nueva cuenta corroboramos la mixtura étnica de los afectos en los jardines públicos y en los bares de cervezas bien conversadas. En efecto, por estos andurriales muchos matrimonios se construyen más allá de sus orígenes, viven y florecen del otro lado de las nacionalidades, y entonces ellos son todas las lenguas de todas las ciudades en cada uno de sus abrazos. De hecho, los cortejos y las galanterías se multiplican sin apego a los gentilicios, y, lo que es más, a nadie sorprenden las clínicas y terapias especializadas que, a su manera, legitiman el arte de amar sin pasaportes; en este mismo sentido, vale la pena comentar que la ciudad cuenta con un pequeño regimiento de psicólogos y de trabajadores sociales en cuyos diplomas se reflejan la ciencia de los cariños multilingües y la erudición de los besos transnacionales.

Por último, como en cualquier otra ciudad cosmopolita, las parejas híbridas en la isla de Montreal han transformado la vida social en una galería de hijos e hijas políglotas. Conozco a canadienses que han unido sus destinos a personas venidas de Bolivia, Polonia, Etiopía, Vietnam o Tampico; sus hijos y mis hijas —una de ellas enamorada sin remedio de un joven franco-filipino— representan una generación de almas que, al tomar conciencia de la pluralidad de sus herencias, en un futuro no muy lejano estará mejor preparada para hablar de la “universalidad del amor”, sin sentimentalismos de melodrama ni clichés de telenovela. Al final, ese crucero de querencias y de simpatías tarde o temprano ha de autorizarlos para reconocerse como los portadores de una cultura emocional mucho más abierta, y, sobre todo, mucho más trascendental. Los hijos de sus hijos, en su calidad de “canadienses-bolivianos-polacos-etíopes-vietnamitas-tampiqueños” en un solo golpe de voz, seguro estoy de que realizarán viajes continuos hacia el popurrí de sus raíces, es decir, hacia ese mosaico de lenguas y de tradiciones que los trajo al mundo y que, como a nadie en la historia de las felicidades acompañadas, los ha enseñado a quererse sin fronteras…