/ miércoles 4 de mayo de 2022

Autorretratos de hielo | Cruceros de buena fortuna

También podría iniciar este miércoles paseando con la memoria por la calle Sainte-Catherine, jugando a desdoblar sílabas con Miguel Ángel, en el centro de la isla de Montreal. Como estudiantes desarraigados, o como mexicanos aferrados a la lengua que compartíamos, al alejarnos del campus universitario nos gustaba presentir que nada teníamos sino la lengua española de nuestros acentos.

Casi de inmediato él insistía que cuatro vocales repetidas en una sola palabra eran de mal agüero, que lo mejor era respetar el límite de las tres sílabas y no andarle buscando mangas al chaleco del destino —así es como lo recuerdo, con refranes poblanos en la mirada—; ante tal prohibición, ¿cómo decirlo?, los acentos de aquellos vagabundeos se transformaban en un inesperado acto de temeridad verbal.

La regla era evitar los verbos y los nombres propios, buscar sólo adjetivos y sustantivos, y sin saber cómo o por qué de repente llegábamos a “mequetrefe” o a “monótono”. Osados, a veces nos instalábamos en “zorrocloco” o “sirimiri”, y así hasta que regresábamos con “malacara” a los “horóscopos” —“abracadabra” era una palabra que nunca convocamos durante los inviernos de aquellos recuerdos, esa sí que no—. Por cierto, desde entonces Miguel Ángel nunca pudo despojarse del cariñoso apodo con que los escasos hispanohablantes lo saludábamos en la facultad: le decíamos “Tiquismiquis”, por melindroso, pero la sangre nunca llegó al río…

La verdad sea dicha, yo entendía muy bien esos reparos suyos, como de miedo antiguo, pues en la calle Colón también tenemos lo nuestro, ¿no es cierto? En el Tampico más cotidiano siempre hemos evitado deambular bajo las escaleras de cualquier jornada, y para qué abundar en el martes 13, o en los espejos rotos, o en las desventuras de los gatos negros. En este mismo renglón, mi madre sostenía que un hilo rojo sobre la frente de los recién nacidos solucionaba los cólicos del hipo y lo mismo decía mi abuela Josefina que, muy de los Altos de Jalisco, vivió un siglo exacto aconsejando a los desa-morados aplicarse barridas con albahaca —una planta de la familia de las labiadas cuya incisiva vocal, ahora que lo digo, tal vez pugnaba por remediar desgracias de otro modo.

En fin, mejor tocar madera y seguir adelante... De la Grecia antigua nos llega el “mal de ojo”, cuando algún envidioso nos envuelve con miradas sucias y entonces nada como los amuletos que a veces descubro en algunos taxis de la ciudad boreal. Lo mismo podría decirse de los tréboles irlandeses, los de cuatro hojas, o de las cubanísimas pulseras “yorubas”, o de las patas de conejo llegadas desde la España prerromana a nuestra necesidad de bienestar. En la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo también he conocido los “onomaris” de la buena suerte: allí están siempre, en las tiendas japonesas, unas bolsitas tejidas con colores muy vivos, como sobrecitos de té, flotando en el aire de las ventanas. Mis colegas italianos aconsejan nunca dejar sombreros sobre la cama, pues al día siguiente el dueño llegará tarde a todas las esperanzas. Ah, lo olvidaba…, de ellos he aprendido además que los romanos evitaban a toda costa el número 17, es decir, el XVII, pues en la inversión de tales letras se producía el accidente de la palabra “vixi”, es decir, “he vivido”, y, por lo tanto, alguien cercano estaba por morir.

Prosigo… Los antiguos mexicanos —entiéndase los aztecas— nos heredaron la certeza de que del otro lado de los estornudos siempre había alguien pensando en nosotros. Yeyé la china, esposa de mi amigo Christian el parisino, con mucha seriedad me ha explicado que en los hospitales de su ciudad natal las horas de visita prohíben las flores rojas, pues ningún enfermo está para recibir colores tan funestos entre los presagios de aquellos pétalos. Durante las reuniones estudiantiles en la universidad de otro tiempo, Pontus el sueco —así se llamaba, Pontus, y venía de Malmö, según recuerdo—, con tonos de broma profunda y mirada de gran suspicacia nos instruía sobre la ciencia para cortar tartas y pasteles: había que cruzar los dedos y aplicar leyes de gravedad en cada rebanada, sostenerla bien con la espátula o el cuchillo para impedir que cayese de lado sobre un plato de malos augurios.

La cultura local aporta cosas propias a los infortunios multiculturales y a las bienaventuranzas políglotas que han arraigado en la ciudad cosmopolita. Como rápido ejemplo sirven los “atrapasueños”, esos aros tejidos con geometrías de tela de araña y que, rodeados de plumas, los pueblos originarios del Polo Norte aún fabrican para protegerse de las pesadillas. También debe quedar cotejado aquí el hábito canadiense de mirarse a los ojos al brindar en cualquier cena, bar o festejo, pues, de no hacerlo, perderíamos el derecho a los enamoramientos. Y hay más, muchísimos momentos más que confirman la isla de Montreal como un crucero de mitos donde, a diario, se entreveran miles de supersticiones. Tanto es así que, por estos andurriales de Dios, nadie se presiente hereje o blasfemo al intercambiar con algún vecino nuestros talismanes más eficaces; lo sabemos: a su manera, los amigos venidos de otros rumbos de la buena fortuna mantienen vigentes los optimismos del mundo —y además lo hacen un lugar más entretenido, ¿verdad que sí?

Y si hubiese que concluir este primer miércoles de mayo con un poco más de profundidad, valdría la pena recordar a Mircea Eliade en “Lo sagrado y lo profano”. Para el escritor rumano, historiador de creencias primordiales y doctor en religiones, todos y cada uno de los momentos antes señalados representarían la nostalgia de un tiempo donde los mitos eran magia cotidiana, estaban allí, al alcance de nuestra necesidad de vivir en ciudades de milagros al acecho. Porque no, el Golfo de México no sería lo mismo sin la posibilidad de los tesoros escondidos en la playa de Miramar, y porque, en efecto, el clima del Polo Norte sería más severo sin la esperanza de descifrar alguna vez los mensajes ocultos en las auroras boreales.

También podría iniciar este miércoles paseando con la memoria por la calle Sainte-Catherine, jugando a desdoblar sílabas con Miguel Ángel, en el centro de la isla de Montreal. Como estudiantes desarraigados, o como mexicanos aferrados a la lengua que compartíamos, al alejarnos del campus universitario nos gustaba presentir que nada teníamos sino la lengua española de nuestros acentos.

Casi de inmediato él insistía que cuatro vocales repetidas en una sola palabra eran de mal agüero, que lo mejor era respetar el límite de las tres sílabas y no andarle buscando mangas al chaleco del destino —así es como lo recuerdo, con refranes poblanos en la mirada—; ante tal prohibición, ¿cómo decirlo?, los acentos de aquellos vagabundeos se transformaban en un inesperado acto de temeridad verbal.

La regla era evitar los verbos y los nombres propios, buscar sólo adjetivos y sustantivos, y sin saber cómo o por qué de repente llegábamos a “mequetrefe” o a “monótono”. Osados, a veces nos instalábamos en “zorrocloco” o “sirimiri”, y así hasta que regresábamos con “malacara” a los “horóscopos” —“abracadabra” era una palabra que nunca convocamos durante los inviernos de aquellos recuerdos, esa sí que no—. Por cierto, desde entonces Miguel Ángel nunca pudo despojarse del cariñoso apodo con que los escasos hispanohablantes lo saludábamos en la facultad: le decíamos “Tiquismiquis”, por melindroso, pero la sangre nunca llegó al río…

La verdad sea dicha, yo entendía muy bien esos reparos suyos, como de miedo antiguo, pues en la calle Colón también tenemos lo nuestro, ¿no es cierto? En el Tampico más cotidiano siempre hemos evitado deambular bajo las escaleras de cualquier jornada, y para qué abundar en el martes 13, o en los espejos rotos, o en las desventuras de los gatos negros. En este mismo renglón, mi madre sostenía que un hilo rojo sobre la frente de los recién nacidos solucionaba los cólicos del hipo y lo mismo decía mi abuela Josefina que, muy de los Altos de Jalisco, vivió un siglo exacto aconsejando a los desa-morados aplicarse barridas con albahaca —una planta de la familia de las labiadas cuya incisiva vocal, ahora que lo digo, tal vez pugnaba por remediar desgracias de otro modo.

En fin, mejor tocar madera y seguir adelante... De la Grecia antigua nos llega el “mal de ojo”, cuando algún envidioso nos envuelve con miradas sucias y entonces nada como los amuletos que a veces descubro en algunos taxis de la ciudad boreal. Lo mismo podría decirse de los tréboles irlandeses, los de cuatro hojas, o de las cubanísimas pulseras “yorubas”, o de las patas de conejo llegadas desde la España prerromana a nuestra necesidad de bienestar. En la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo también he conocido los “onomaris” de la buena suerte: allí están siempre, en las tiendas japonesas, unas bolsitas tejidas con colores muy vivos, como sobrecitos de té, flotando en el aire de las ventanas. Mis colegas italianos aconsejan nunca dejar sombreros sobre la cama, pues al día siguiente el dueño llegará tarde a todas las esperanzas. Ah, lo olvidaba…, de ellos he aprendido además que los romanos evitaban a toda costa el número 17, es decir, el XVII, pues en la inversión de tales letras se producía el accidente de la palabra “vixi”, es decir, “he vivido”, y, por lo tanto, alguien cercano estaba por morir.

Prosigo… Los antiguos mexicanos —entiéndase los aztecas— nos heredaron la certeza de que del otro lado de los estornudos siempre había alguien pensando en nosotros. Yeyé la china, esposa de mi amigo Christian el parisino, con mucha seriedad me ha explicado que en los hospitales de su ciudad natal las horas de visita prohíben las flores rojas, pues ningún enfermo está para recibir colores tan funestos entre los presagios de aquellos pétalos. Durante las reuniones estudiantiles en la universidad de otro tiempo, Pontus el sueco —así se llamaba, Pontus, y venía de Malmö, según recuerdo—, con tonos de broma profunda y mirada de gran suspicacia nos instruía sobre la ciencia para cortar tartas y pasteles: había que cruzar los dedos y aplicar leyes de gravedad en cada rebanada, sostenerla bien con la espátula o el cuchillo para impedir que cayese de lado sobre un plato de malos augurios.

La cultura local aporta cosas propias a los infortunios multiculturales y a las bienaventuranzas políglotas que han arraigado en la ciudad cosmopolita. Como rápido ejemplo sirven los “atrapasueños”, esos aros tejidos con geometrías de tela de araña y que, rodeados de plumas, los pueblos originarios del Polo Norte aún fabrican para protegerse de las pesadillas. También debe quedar cotejado aquí el hábito canadiense de mirarse a los ojos al brindar en cualquier cena, bar o festejo, pues, de no hacerlo, perderíamos el derecho a los enamoramientos. Y hay más, muchísimos momentos más que confirman la isla de Montreal como un crucero de mitos donde, a diario, se entreveran miles de supersticiones. Tanto es así que, por estos andurriales de Dios, nadie se presiente hereje o blasfemo al intercambiar con algún vecino nuestros talismanes más eficaces; lo sabemos: a su manera, los amigos venidos de otros rumbos de la buena fortuna mantienen vigentes los optimismos del mundo —y además lo hacen un lugar más entretenido, ¿verdad que sí?

Y si hubiese que concluir este primer miércoles de mayo con un poco más de profundidad, valdría la pena recordar a Mircea Eliade en “Lo sagrado y lo profano”. Para el escritor rumano, historiador de creencias primordiales y doctor en religiones, todos y cada uno de los momentos antes señalados representarían la nostalgia de un tiempo donde los mitos eran magia cotidiana, estaban allí, al alcance de nuestra necesidad de vivir en ciudades de milagros al acecho. Porque no, el Golfo de México no sería lo mismo sin la posibilidad de los tesoros escondidos en la playa de Miramar, y porque, en efecto, el clima del Polo Norte sería más severo sin la esperanza de descifrar alguna vez los mensajes ocultos en las auroras boreales.