En mi mundo ideal, la Academia de Lengua tendría que abrir una oficina consagrada a la novedad de las palabras. Sería un instituto especializado en promover la creación de términos que ayudasen a nombrarnos con lucideces insólitas en el mundo transhispánico…
Hablo de un ente regulador de voces, un ministerio de nuevas expresiones, un organismo público que fomentase otras formas de pronunciarnos. Sería, en fin, una corporación encargada de celebrar nuestros léxicos con el objeto de enseñarnos que detrás de cada una de nuestras descripciones hay quinientos millones de hispanohablantes capaces de deletrearnos de otro modo. En suma, en mi mundo ideal existiría una burocracia lingüística cuya labor no sería la de limitar sino todo lo contrario, la de impulsar la invención de expresiones que, más allá de las fronteras gramaticales de la lengua castellana, nos asistiesen en la tarea de actualizar las piezas del rompecabezas verbal que nos habita.
Ahora bien, todo esto exige la experiencia del desarraigo. En efecto, al alejarnos de nuestra calle natal, lo primero que constatamos es la juguetona variedad de nuestras tiendas en las distintas realidades dialectales del español. Por ejemplo, en México lo común es hacer fila en las tortillerías, allá donde a la una de la tarde asistíamos al espectáculo de máquinas trituradoras de maíz y gente preparando el nixtamal. Están, además, las cenadurías festivas, o las taquerías y tamalerías de antojos cotidianos, y mejor no abrir la llave de las torterías allá en la barda. No, las tortas en Tampico no son pasteles, para eso tenemos reposterías de cumpleaños históricos o pastelerías de onomásticos memorables, y en Puebla alguna vez leí el letrero inolvidable de una merenguería.
Aquellas torterías frente al río recuerdan las bocadillerías en Vigo frente al mar, en la España casi fronteriza con Portugal. En esta misma vena, ahora mismo pienso en las chiperías paraguayas, con su oferta de panecillos de queso y mandioca y cuyo nombre, convertido en expendio comercial, enlaza la receta gramatical de las chipas con las sopaipillerías chilenas (sopaipilla: masa batida, frita y enmelada que da forma a una hojuela gruesa, dice nuestro diccionario). Por cierto, en mi último paso por Valparaíso, entre ascensores decimonónicos y bardas de mil dibujos, descubrí que sus pinturerías están emparentadas con las tlapalerías mexicanas, estas por su parte hijas de la etimología náhuatl: “tlapalli”, que significa esmalte, tinte o barniz. En Santiago y Antofagasta las vinaterías son botillerías, y si la memoria no se me resbala en el teclado, en Lima entré a una traguería mientras en Madrid las vermuterías del mediodía suelen estar a reventar. Decía, pues, que en mi mundo ideal los funcionarios de la secretaría en cuestión deambularían con espíritu lúdico por los vocabularios continentales: a su paso por el Caribe o Centroamérica, por Andalucía o los Andes, por el río de la Plata o el río Bravo, confundirían las sederías panameñas con las mercerías de la calle Colón, y además se harían profesionales de la sonrisa confirmando que el español es territorio propicio para la luminosa ironía de nunca anteponer una regla gramatical a las instintivas acrobacias de nuestra lengua.
En las fábricas de zapato del tío Gustavo, en el Guanajuato de mi niñez, nuestros juegos felices se pronunciaban entre tenerías, talabarterías, peleterías y curtidurías. Y la regla mayor para integrarse al susodicho ministerio de voces inauditas sería proclamar que los purismos de cualquier idioma son espejismos filológicos. Por ello, se me perdonará el desliz sociolingüístico de apuntar que los casticistas del lenguaje tienen de miedo a envejecer, sin entender que al cerrar la puerta a las mutaciones verbales comenzamos a morir con un silencio ajeno, casi con un silencio académico, y en la ciudad boliviana de Tarija descubrí las materías (establecimientos especializados en mates o infusiones de muchos tipos). Después las busqué también en Villazón, Potosí, Sucre y La Paz, aunque la altura de Bolivia se niega mucho al ejercicio de una curiosidad sin contratiempos; por ello, lo mejor fue llegar antes que después a Argentina para tomar café en las confiterías de Salta y luego seguir hasta Tucumán donde las llanterías se llaman gomerías.
Y llegados al penúltimo párrafo del día, hagamos un batiburrillo de voces, de tiendas, de ciudades y de asombros. Las sonrisas también son posibles en las arrocerías de Valencia o en esas manillerías de Valladolid que exigen, aquí mismo y ahora mismo, la explicación de sus productos: picaportes, pomos, manivelas, chapas, candados, cerrojos, aldabas, fallebas y etcétera. Las chapisterías de La Habana son hojalaterías en Monterrey, y en la ciudad de Guatemala, es menester aclararlo, las hojalaterías son comercios dedicados a productos laminados o galvanizados, y ni qué decir de las foquerías en la península de Yucatán, empresas dedicadas a la iluminación. Las disfracerías, bufanderías, uñerías, cuadernerías, milagrerías, pantalonerías y mezcalerías aún pueden arrancar suspiros de incredulidad a estas alturas del miércoles, y los funcionarios del nuevo ministerio, dedicado al estudio y promoción de las maravillas lexicográficas, organizarían reñidísimos certámenes de voces nuevas y torneos anuales de sustantivos admirables.
Casi para concluir las mil palabras del día, en sencilla pero emotiva ceremonia se entregarían diplomas y menciones honoríficas a los bazares de la ternura. Me refiero, por ejemplo, a las sorpreserías de Mendoza, del otro lado de los Andes; después de reconocer la originalidad de aquella tienda de chucherías que sólo recordaremos los nacidos en el Golfo de México de otro siglo, el segundo lugar sería para las regalerías de Barranquilla, con sus vitrinas exhibiendo presentes para toda ocasión. La palma se la llevaría ese negocio en el metro de Medellín, también en Colombia: se trataba de una “tequierorería”, así, entrecomillada para hacer más evidente la feliz extrañeza que me provocó descifrar el “te quiero” de su marca registrada. Y la maestra de ceremonias, elegante con un vestido gris y chalina tejida con motivos de crucigrama, despediría la transmisión del evento insistiendo que nos convertimos en las y los hijos más ilustres de una lengua el día en que nos atrevemos a reinventarla.