/ miércoles 24 de marzo de 2021

Autorretratos de hielo | Desfiles cambiados

Uno quisiera, en fin, inventar razones para explicar los sobresaltos que tienen lugar en la memoria del migrante. Uno quisiera, por ejemplo, atreverse a decir de otra manera que los desfiles siempre han sido los primeros personajes de fábula en las infancias de la zona centro.

Porque, en efecto, los días feriados sobre la calle Altamira, también en la Canseco, ni qué decir de la Colón, eran fechas sobrenaturales, milagrosas, casi mágicas. Al irnos a la cama la noche anterior, para todas las familias del sector la madrugada llegaría con calistenias de alboroto y preparativos de escándalo, pues, lo sabíamos, el día por venir amanecería entre tambores a punto de iniciar sus marchas conmemorativas. Desde las ventanas de nuestro segundo piso, al amparo de las sombras bienhechoras del antiguo Hospital Civil, con el espectáculo de trompetas y pendones en nuestros rostros, incluso era posible quebrantar las reglas más sagradas de nuestros padres: jamás subirse a las marquesinas, era tan peligroso, la caída podía ser mortal…, y qué más daba si junto a los vecinos de aquel día podíamos admirar a los soldados que ahora daban inicio, impecables, a sus pasos redoblados.

Tantas cosas era septiembre a las cuatro de la mañana. Los adultos del día se levantaban renegando de la paz perdida y despotricando por habitar una calle capaz de concentrar todo el bullicio del mundo en la piel de nuestros apellidos. Poco después llegaría noviembre, otra fecha ideal para los hijos del primer cuadro de la ciudad, cuando las miradas más sabias de aquella jornada sabían anunciar el final de fiesta, con los “juanes” y las “adelitas” clausurando la comitiva: allá venían ya, ataviados de revolución con esas cartucheras, los sombreros de época, las cananas, las carabinas, y siempre unos caballos educadísimos llenando nuestros ojos con las personificaciones del pasado nacional. Tras el último aplauso del día, la calle Altamira recuperaba una paz indescriptible, sí, ahora el silencio era distinto, un sosiego extrañísimo, calma más allá de las palabras mientras nuestra niñez de primera fila volvía a entrar en reposo.

En contraparte, en estos días la isla de Montreal canceló de nueva cuenta su desfile mayor, a saber, la marcha dominical por la fiesta de San Patricio. Los gentíos felices de la calle Sainte-Catherine, a su manera tan semejantes a las banquetas del Golfo de México, siguen prohibidos a causa de la pandemia, y el color verde de los tréboles no inundó las rutinas bajo cero de los bulevares de marzo. En años anteriores, buscándome en otras infancias y en otras marquesinas, he visto marchar a un número indecible de asociaciones civiles y comunidades culturales, clubes de ajedrez y fraternidades de astrónomos, bomberos de carros antiquísimos y criadores de perros nunca vistos, academias de lengua gaélica y destiladores de la mejor cerveza negra de la provincia... Entreveradas en el orden de las gaitas y los estandartes, a mi memoria regresan ahora mismo las danzas irlandesas sobre los carros alegóricos: cuánto maravillaban esas bailarinas triunfando sobre las leyes de la gravedad, con sus lenguajes de suelas metálicas y sus tobillos simultáneos de fantasías.

Dicho desfile solía recordarme también al primer irlandés que recaló en mi adolescencia de aulas jesuitas. Había nacido en California, y se apellidaba Donovan Macpek —o algo así…, a estas alturas, la memoria es un error hecho de tiempo—. A pesar de su condición sacerdotal, lo llamábamos Paco, sólo Paco, y en lo más tímido de nuestros desparpajos nos agradaba que sus clases de “Ética y rectitud de los actos humanos” iniciaran siempre con actitudes tan igualitarias. Sabía vociferar en el espejo más nítido de nuestras lenguas a veces muy desbocadas, y ni su edad de medio siglo ni su delgadez extrema, y mucho menos sus ojos azulísimos, le impidieron adaptarse a los calores de agosto en la avenida Universidad. Y porque cambiar de idioma es regresar a una forma inesperada de niñez, resultaban infantiles y divertidas sus incertidumbres lingüísticas, cuando arrojaba con descuido el “por” en el “para” o cuando desnaturalizaba el “ser” con las conjugaciones del “estar”. Confundido de gramáticas, el padre Paco no era un hombre ejemplar a todas horas, y quizás por eso lo apreciábamos tanto, pues sus imperfecciones humanizaban nuestro anhelo de que palabras como “ideal”, “sueño” y “esperanza” nunca se convirtieran en semánticas vacías.

Sobre todo, recuerdo sus historias sobre las migraciones irlandesas, tan intensas y frecuentes como las mexicanas. De hecho, el vértice de mi memoria de aquel jesuita fumador está en su narración del Batallón de San Patricio, en el marco de la guerra entre México y Estados Unidos (1846-1848). Reclutados por el ejército americano nomás poner el pie en los muelles de Boston o de Nueva York, junto a otros migrantes de religión católica, en especial italianos y alemanes, los irlandeses de aquel destacamento cambiaron de bando al descubrir la identidad común de las iglesias de Dublín en las catedrales mexicanas. La historia de los “sanpatricios” nos parecía fascinante, pues, desde los curiosos acentos de aquel sacerdote, el asunto proponía un galimatías existencial que hoy recupero acaso con palabras cambiadas: ¿la comunidad de creencias, es mucho más fuerte que la coincidencia lingüística?, o, dicho en tonos un poco más místicos, ¿mueve más un cielo equivalente que los idiomas compartidos?

Al final, más que grandes creyentes, los “sanpatricios” quizás sólo eran migrantes, y esto el padre Paco debía saberlo muy bien. El desarraigado es un buscador natural de coincidencias, vive al acecho de reflejos, recorre los días a la expectativa de algún autorretrato que le confirme —a veces en medio de un desfile— la verdad de su pasado. En la isla de Montreal del mes de marzo, casi esquina con el centro de Tampico allá en septiembre, al transterrado le basta la familiaridad de un nombre, o compartir un recuerdo, o proyectarse en un acento conocido, o reconocer la fachada de un templo a la mitad de una guerra de otro siglo, para sentirse más exacto en la forma de decir que ha sido cierto.

*Dicho desfile solía recordarme también al primer irlandés que recaló en mi adolescencia de aulas jesuitas.

Uno quisiera, en fin, inventar razones para explicar los sobresaltos que tienen lugar en la memoria del migrante. Uno quisiera, por ejemplo, atreverse a decir de otra manera que los desfiles siempre han sido los primeros personajes de fábula en las infancias de la zona centro.

Porque, en efecto, los días feriados sobre la calle Altamira, también en la Canseco, ni qué decir de la Colón, eran fechas sobrenaturales, milagrosas, casi mágicas. Al irnos a la cama la noche anterior, para todas las familias del sector la madrugada llegaría con calistenias de alboroto y preparativos de escándalo, pues, lo sabíamos, el día por venir amanecería entre tambores a punto de iniciar sus marchas conmemorativas. Desde las ventanas de nuestro segundo piso, al amparo de las sombras bienhechoras del antiguo Hospital Civil, con el espectáculo de trompetas y pendones en nuestros rostros, incluso era posible quebrantar las reglas más sagradas de nuestros padres: jamás subirse a las marquesinas, era tan peligroso, la caída podía ser mortal…, y qué más daba si junto a los vecinos de aquel día podíamos admirar a los soldados que ahora daban inicio, impecables, a sus pasos redoblados.

Tantas cosas era septiembre a las cuatro de la mañana. Los adultos del día se levantaban renegando de la paz perdida y despotricando por habitar una calle capaz de concentrar todo el bullicio del mundo en la piel de nuestros apellidos. Poco después llegaría noviembre, otra fecha ideal para los hijos del primer cuadro de la ciudad, cuando las miradas más sabias de aquella jornada sabían anunciar el final de fiesta, con los “juanes” y las “adelitas” clausurando la comitiva: allá venían ya, ataviados de revolución con esas cartucheras, los sombreros de época, las cananas, las carabinas, y siempre unos caballos educadísimos llenando nuestros ojos con las personificaciones del pasado nacional. Tras el último aplauso del día, la calle Altamira recuperaba una paz indescriptible, sí, ahora el silencio era distinto, un sosiego extrañísimo, calma más allá de las palabras mientras nuestra niñez de primera fila volvía a entrar en reposo.

En contraparte, en estos días la isla de Montreal canceló de nueva cuenta su desfile mayor, a saber, la marcha dominical por la fiesta de San Patricio. Los gentíos felices de la calle Sainte-Catherine, a su manera tan semejantes a las banquetas del Golfo de México, siguen prohibidos a causa de la pandemia, y el color verde de los tréboles no inundó las rutinas bajo cero de los bulevares de marzo. En años anteriores, buscándome en otras infancias y en otras marquesinas, he visto marchar a un número indecible de asociaciones civiles y comunidades culturales, clubes de ajedrez y fraternidades de astrónomos, bomberos de carros antiquísimos y criadores de perros nunca vistos, academias de lengua gaélica y destiladores de la mejor cerveza negra de la provincia... Entreveradas en el orden de las gaitas y los estandartes, a mi memoria regresan ahora mismo las danzas irlandesas sobre los carros alegóricos: cuánto maravillaban esas bailarinas triunfando sobre las leyes de la gravedad, con sus lenguajes de suelas metálicas y sus tobillos simultáneos de fantasías.

Dicho desfile solía recordarme también al primer irlandés que recaló en mi adolescencia de aulas jesuitas. Había nacido en California, y se apellidaba Donovan Macpek —o algo así…, a estas alturas, la memoria es un error hecho de tiempo—. A pesar de su condición sacerdotal, lo llamábamos Paco, sólo Paco, y en lo más tímido de nuestros desparpajos nos agradaba que sus clases de “Ética y rectitud de los actos humanos” iniciaran siempre con actitudes tan igualitarias. Sabía vociferar en el espejo más nítido de nuestras lenguas a veces muy desbocadas, y ni su edad de medio siglo ni su delgadez extrema, y mucho menos sus ojos azulísimos, le impidieron adaptarse a los calores de agosto en la avenida Universidad. Y porque cambiar de idioma es regresar a una forma inesperada de niñez, resultaban infantiles y divertidas sus incertidumbres lingüísticas, cuando arrojaba con descuido el “por” en el “para” o cuando desnaturalizaba el “ser” con las conjugaciones del “estar”. Confundido de gramáticas, el padre Paco no era un hombre ejemplar a todas horas, y quizás por eso lo apreciábamos tanto, pues sus imperfecciones humanizaban nuestro anhelo de que palabras como “ideal”, “sueño” y “esperanza” nunca se convirtieran en semánticas vacías.

Sobre todo, recuerdo sus historias sobre las migraciones irlandesas, tan intensas y frecuentes como las mexicanas. De hecho, el vértice de mi memoria de aquel jesuita fumador está en su narración del Batallón de San Patricio, en el marco de la guerra entre México y Estados Unidos (1846-1848). Reclutados por el ejército americano nomás poner el pie en los muelles de Boston o de Nueva York, junto a otros migrantes de religión católica, en especial italianos y alemanes, los irlandeses de aquel destacamento cambiaron de bando al descubrir la identidad común de las iglesias de Dublín en las catedrales mexicanas. La historia de los “sanpatricios” nos parecía fascinante, pues, desde los curiosos acentos de aquel sacerdote, el asunto proponía un galimatías existencial que hoy recupero acaso con palabras cambiadas: ¿la comunidad de creencias, es mucho más fuerte que la coincidencia lingüística?, o, dicho en tonos un poco más místicos, ¿mueve más un cielo equivalente que los idiomas compartidos?

Al final, más que grandes creyentes, los “sanpatricios” quizás sólo eran migrantes, y esto el padre Paco debía saberlo muy bien. El desarraigado es un buscador natural de coincidencias, vive al acecho de reflejos, recorre los días a la expectativa de algún autorretrato que le confirme —a veces en medio de un desfile— la verdad de su pasado. En la isla de Montreal del mes de marzo, casi esquina con el centro de Tampico allá en septiembre, al transterrado le basta la familiaridad de un nombre, o compartir un recuerdo, o proyectarse en un acento conocido, o reconocer la fachada de un templo a la mitad de una guerra de otro siglo, para sentirse más exacto en la forma de decir que ha sido cierto.

*Dicho desfile solía recordarme también al primer irlandés que recaló en mi adolescencia de aulas jesuitas.