/ miércoles 11 de mayo de 2022

Autorretratos de hielo | Diálogos de sordos

Desterrado del parque Méndez, en cualquier síntoma urbano el migrante tampiqueño aprende a desdoblar la realidad para estar en varios espejos al mismo tiempo. Con la naturalidad que la ocasión exige, desde el primer párrafo se puede afirmar, por ejemplo, que todos los ríos descubiertos durante nuestro desarraigo en Norteamérica se pronuncian con los acentos del Pánuco: el río Colorado en busca de cualquier empleo en California, o el Mississippi al cruzar Luisiana, o el Merrimack durante mis años de trabajo en Massachusetts, y así hasta llegar a las inesperadas letras de un destino canadiense frente al SaintLaurent —o río San Lorenzo, para decirlo en buen cristiano—. En esta misma vena de trasposiciones, los añosos edificios del viejo puerto de Montreal a veces se parecen tanto a los ladrillos de la Aduana Marítima, a la desolada estación de trenes que nunca volvimos a ver, al olor inconfundible de los muelles, a los remolcadores ribeteados de llantas, muchas, muchísimas, como cojines de caucho suavizando el arrastre de los navíos.

Ytodos estos desdoblamientos los he vuelto a ejercitar hoy, al pasar frente a la fundación para personas sordomudas, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo. De inmediato he pensado en doña Lourdes, la primera nonagenaria que conocí…, y que toqué mis manos. Para llegar a su rostro de vejez insuperable había que subir al segundo piso de una casona de ventanales cruzados con aquellas cintas preventivas de ciclones, sobre la calle Tamaulipas; en el aire de un zaguán sin puertas, sobre su silla de ruedas, bata impecable, canas limpias recogidas en una cola de caballo, doña Lourdes nos recibía siempre con los ojos extraviados —tenía la mirada de todos los sordos, como decía García Márquez en alguno de sus cuentos—. No, ella no había nacido así, y por eso construía sus frases sin ninguna dificultad mientras los adultos de la casa nos aclaraban por enésima vez que los mudos no existen, niños, sólo los sordos, porque una persona de silencios congénitos no puede repetir lo que no escucha. Y aunque la voz de otro siglo de doña Lourdes lo confirmase, la verdad de la verdad yo nunca estuve seguro de que aquello fuera cierto.

Por lo demás, en dichas visitas aprendí a jugar de otro modo con las sílabas. Tenía su magia, claro que sí, hablar apoyando una mano en el antebrazo de doña Lourdes y sentir que, al pasar por los dedos conductores, ella recibiría con claridad la vibración de nuestros mensajes. Desde entonces sé que las palabras pueden tocarse, es más, sin darme cuenta comencé a repetir el truco en mi primer empleo, al llegar al Polo Norte, en un almacén de cosas chinas. Allí conocí a Jacques, sordo de lengua francesa que se hizo asistir por representantes de la susodicha fundación durante su entrevista de trabajo; al día siguiente apareció uniformado con una satisfacción que no le cabía en esas facciones de niño tan adulto, y sus tareas eran más bien simples, limpiar bodegas y devolver objetos a sus estanterías de origen, sólo eso. Se despedía con palmadas de afecto pues le intrigaba el origen extranjero de mis gestos, hasta que un buen día, con la clave Morse de mis dedos sobre su antebrazo, recordando la ciencia probada de doña Lourdes, le expliqué que México era una voz de inviernos efímeros y Tampico un eco de veranos más duraderos.

Otra de mis remembranzas sobre los sordomudos boreales es más bien de carácter académico. Al retomar mis estudios en la facultad de letras, en un seminario de Lingüística descubrí la forma en que los sonidos producen significados, y, sobre todo, me maravillé ante el milagro de atri

Para el caso, un buen día nos sorprendió más de lo habitual al ilustrar que los sordos de nacimiento podían reconocer con facilidad el acento extranjero en las manos de quien ha estudiado la lengua de los signos a una edad más bien avanzada, esto es, sin la naturalidad de quien vino al mundo con los oídos apagados

buir nombres a todo lo que nos rodea. En cada niño que balbucea se está reinventando el idioma, repetía la profesora, y se llamaba Juana, venía de Madrid, y citaba a Chomsky todo el tiempo. Para el caso, un buen día nos sorprendió más de lo habitual al ilustrar que los sordos de nacimiento podían reconocer con facilidad el acento extranjero en las manos de quien ha estudiado la lengua de los signos a una edad más bien avanzada, esto es, sin la naturalidad de quien vino al mundo con los oídos apagados. ¿Cómo decirlo?...: así como identificamos a los francófonos chapurreando frases turísticas con los verbos de Miramar, así ellos y ellas, desde sus calladas humanidades, saben reconocer al nativo tanto como al recién llegado a los alfabetos hablados con las manos. En efecto, fascinante.

El último de mis diálogos de sordos, en este mayo de fríos amaneceres en la isla de Montreal, se lleva la palma en la memoria. Hace algunos años buscaba yo un nuevo domicilio en la ciudad, y el casero me recibió sin levantar el polvo de ninguna sospecha cuando un niño entró con gritos de travesura acompañados por la elocuencia de sus brazos inquietos. Antes de comenzar la inspección, ignorando un poco lo dicho por el hijo, aquel hombre me anunció su sordera y, asimismo, que leería los labios de mis palabras mientras caminábamos despacio por un salón vacío, los dormitorios, el comedor, y su forma de mirarme revelaba una curiosidad distinta, podía sentirlo, y este el baño principal, esa la cocina, y etcétera. Fue entonces que lo dijo: usted debe tener raíces en la lengua española, ¿de México, podría ser?, pues trastoca la pronunciación francesa de la “v” con las resonancias de la “b”. Entre parpadeos de sorpresa se lo confesé, soy migrante, señor, y porque el precio del alquiler no me convenía, muchas gracias, me despedí pronto, y hasta luego.

Al salir a la calle intuí que aquella visita, realizada con un silencio diferente, no sólo llenaría de anécdotas cualquier cena familiar. Llegado el tiempo de inventariar mis asombros de expatriado, supe además que nunca dejaría de preguntármelo —como aquí mismo y ahora mismo—: ¿ya siempre será así?, ¿en cada murmullo de lo que somos revelaremos sin remedio el destierro que nos define?...

Desterrado del parque Méndez, en cualquier síntoma urbano el migrante tampiqueño aprende a desdoblar la realidad para estar en varios espejos al mismo tiempo. Con la naturalidad que la ocasión exige, desde el primer párrafo se puede afirmar, por ejemplo, que todos los ríos descubiertos durante nuestro desarraigo en Norteamérica se pronuncian con los acentos del Pánuco: el río Colorado en busca de cualquier empleo en California, o el Mississippi al cruzar Luisiana, o el Merrimack durante mis años de trabajo en Massachusetts, y así hasta llegar a las inesperadas letras de un destino canadiense frente al SaintLaurent —o río San Lorenzo, para decirlo en buen cristiano—. En esta misma vena de trasposiciones, los añosos edificios del viejo puerto de Montreal a veces se parecen tanto a los ladrillos de la Aduana Marítima, a la desolada estación de trenes que nunca volvimos a ver, al olor inconfundible de los muelles, a los remolcadores ribeteados de llantas, muchas, muchísimas, como cojines de caucho suavizando el arrastre de los navíos.

Ytodos estos desdoblamientos los he vuelto a ejercitar hoy, al pasar frente a la fundación para personas sordomudas, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo. De inmediato he pensado en doña Lourdes, la primera nonagenaria que conocí…, y que toqué mis manos. Para llegar a su rostro de vejez insuperable había que subir al segundo piso de una casona de ventanales cruzados con aquellas cintas preventivas de ciclones, sobre la calle Tamaulipas; en el aire de un zaguán sin puertas, sobre su silla de ruedas, bata impecable, canas limpias recogidas en una cola de caballo, doña Lourdes nos recibía siempre con los ojos extraviados —tenía la mirada de todos los sordos, como decía García Márquez en alguno de sus cuentos—. No, ella no había nacido así, y por eso construía sus frases sin ninguna dificultad mientras los adultos de la casa nos aclaraban por enésima vez que los mudos no existen, niños, sólo los sordos, porque una persona de silencios congénitos no puede repetir lo que no escucha. Y aunque la voz de otro siglo de doña Lourdes lo confirmase, la verdad de la verdad yo nunca estuve seguro de que aquello fuera cierto.

Por lo demás, en dichas visitas aprendí a jugar de otro modo con las sílabas. Tenía su magia, claro que sí, hablar apoyando una mano en el antebrazo de doña Lourdes y sentir que, al pasar por los dedos conductores, ella recibiría con claridad la vibración de nuestros mensajes. Desde entonces sé que las palabras pueden tocarse, es más, sin darme cuenta comencé a repetir el truco en mi primer empleo, al llegar al Polo Norte, en un almacén de cosas chinas. Allí conocí a Jacques, sordo de lengua francesa que se hizo asistir por representantes de la susodicha fundación durante su entrevista de trabajo; al día siguiente apareció uniformado con una satisfacción que no le cabía en esas facciones de niño tan adulto, y sus tareas eran más bien simples, limpiar bodegas y devolver objetos a sus estanterías de origen, sólo eso. Se despedía con palmadas de afecto pues le intrigaba el origen extranjero de mis gestos, hasta que un buen día, con la clave Morse de mis dedos sobre su antebrazo, recordando la ciencia probada de doña Lourdes, le expliqué que México era una voz de inviernos efímeros y Tampico un eco de veranos más duraderos.

Otra de mis remembranzas sobre los sordomudos boreales es más bien de carácter académico. Al retomar mis estudios en la facultad de letras, en un seminario de Lingüística descubrí la forma en que los sonidos producen significados, y, sobre todo, me maravillé ante el milagro de atri

Para el caso, un buen día nos sorprendió más de lo habitual al ilustrar que los sordos de nacimiento podían reconocer con facilidad el acento extranjero en las manos de quien ha estudiado la lengua de los signos a una edad más bien avanzada, esto es, sin la naturalidad de quien vino al mundo con los oídos apagados

buir nombres a todo lo que nos rodea. En cada niño que balbucea se está reinventando el idioma, repetía la profesora, y se llamaba Juana, venía de Madrid, y citaba a Chomsky todo el tiempo. Para el caso, un buen día nos sorprendió más de lo habitual al ilustrar que los sordos de nacimiento podían reconocer con facilidad el acento extranjero en las manos de quien ha estudiado la lengua de los signos a una edad más bien avanzada, esto es, sin la naturalidad de quien vino al mundo con los oídos apagados. ¿Cómo decirlo?...: así como identificamos a los francófonos chapurreando frases turísticas con los verbos de Miramar, así ellos y ellas, desde sus calladas humanidades, saben reconocer al nativo tanto como al recién llegado a los alfabetos hablados con las manos. En efecto, fascinante.

El último de mis diálogos de sordos, en este mayo de fríos amaneceres en la isla de Montreal, se lleva la palma en la memoria. Hace algunos años buscaba yo un nuevo domicilio en la ciudad, y el casero me recibió sin levantar el polvo de ninguna sospecha cuando un niño entró con gritos de travesura acompañados por la elocuencia de sus brazos inquietos. Antes de comenzar la inspección, ignorando un poco lo dicho por el hijo, aquel hombre me anunció su sordera y, asimismo, que leería los labios de mis palabras mientras caminábamos despacio por un salón vacío, los dormitorios, el comedor, y su forma de mirarme revelaba una curiosidad distinta, podía sentirlo, y este el baño principal, esa la cocina, y etcétera. Fue entonces que lo dijo: usted debe tener raíces en la lengua española, ¿de México, podría ser?, pues trastoca la pronunciación francesa de la “v” con las resonancias de la “b”. Entre parpadeos de sorpresa se lo confesé, soy migrante, señor, y porque el precio del alquiler no me convenía, muchas gracias, me despedí pronto, y hasta luego.

Al salir a la calle intuí que aquella visita, realizada con un silencio diferente, no sólo llenaría de anécdotas cualquier cena familiar. Llegado el tiempo de inventariar mis asombros de expatriado, supe además que nunca dejaría de preguntármelo —como aquí mismo y ahora mismo—: ¿ya siempre será así?, ¿en cada murmullo de lo que somos revelaremos sin remedio el destierro que nos define?...