/ miércoles 3 de febrero de 2021

Autorretratos de hielo | Días porcentuales

Transformar en ecuación los sueños que recorren una ciudad, o, para decirlo con nuevas solemnidades, estudiar las dinámicas humanas desde el cociente más exacto de nuestros apellidos: tal es sin duda la tarea del buen sociólogo… Quise decir, del sociólogo que ve en lo estadístico una herramienta de la esperanza, y no un recurso para ilustrar fatalidades.

Aquí, resultaría inevitable recordar a Manuel Gamio (1883-1960), considerado por muchos el padre de la antropología moderna en México. Sin embargo, y la verdad sea dicha con timidez de ceño fruncido, uno nunca sabe cómo expresar que “Forjando patria” (1916) ha envejecido mal en el entrepaño de las lecturas heredadas; quizás se deba a un nacionalismo exacerbado, o a ese registro tan alambicado y untuoso —tan “alambicado” y “untuoso” como estos dos adjetivos— que a menudo se desprende de su libro. Sea como sea, con toda justicia habría que rescatar su lucidez para enlazar el estudio de lo sociológico con nuestras habilidades matemáticas, pues cualquier ciudad en busca de sus felicidades debiera ser un ámbito donde las utopías juegan al ábaco y los optimismos se entrenan en las tablas porcentuales.

Pero, empecemos. En su afán de armonizar las convivencias en un invierno de casi ocho meses al año, los sociólogos en la isla de Montreal realizan cálculos rayanos en el esparcimiento. A la sazón, hoy sé cuántas personas padecieron el síndrome de Otelo el año pasado, pues el 38.4% de los matrimonios locales contó al menos con un cónyuge irreductible en sus acusaciones de “falsa infidelidad” contra su pareja; ello, como puede adivinarse, pronto derivará en el diseño de terapias o en la creación de cátedras en las escuelas de psicología. Sé, también, que de 1966 a nuestros días la población de niños con síndrome de Asperger —y su hipersensibilidad hacia tantas cosas, al mundo animal o a las injusticias sociales, por ejemplo— se ha deslizado del 0.5% al 2.1%, con el correspondiente estímulo en la creación de clínicas especializadas y centros de investigación. Ahora bien, tales obsesiones matemáticas también poseen un rostro inocuo, por no decir absurdo: ¿adónde lleva saber con precisión que, después de cuatro años de reinado, “Emma” y “William” han dejado de ser los nombres más populares en estos andurriales, o que el 23.3% de los autos nacionales exhibe tonos grises en las carreteras boreales?...

Sin embargo, el asunto es entretenido por demás, ¿no es cierto? Prosigamos: los algoritmos del Polo Norte nos informan siempre sobre todas las carreras universitarias, así como de sus horizontes laborales. Un estudiante de segundo año de bibliotecología tiene a su favor el 77.1% de posibilidades de encontrar un puesto profesional durante los seis meses ulteriores a su graduación; si acaso el amante de las repisas muestra una incurable obsesión por los anaqueles y realiza un posgrado en papirología, indización o “infometría”, sus horizontes laborales mejorarán 17.4%, con lo cual, después de casi ocho inviernos estudiando la magia de los libreros, el recién egresado cuenta tan solo con 5.5% de probabilidades de permanecer inactivo. En un último botón de muestra, recién se ha publicado que durante la pandemia el consumo provincial de estampillas y de alcohol ha aumentado en índices que van del 14.3% al 21.2%, lo cual nos informa que durante la crisis sanitaria no sólo hemos estado bebiendo una cerveza de más, sino que, al hacerlo, Quebec acaso esté de regreso en la bella costumbre de las tarjetas postales.

Heredero de mil formas de improvisar la existencia, para el tampiqueño errante tales indicadores desdicen las sorpresas del destino. Es más, el análisis sobre la formación de nuestras calurosas personalidades entra en crisis cuando recordamos que en la isla de Montreal recién hemos vuelto a celebrar el “Blue Monday”. La consagración del tercer lunes de cada enero como “el día más triste del año” es el resultado de una ecuación en la cual vuelve a confundirse lo matemático con lo sociológico. De hecho, el desconsuelo de tal fecha está sostenido en el cálculo de los escasos minutos de sol en todas las miradas, en las cifras de una increíble temperatura bajo hielo —menos treinta grados centígrados la noche de antier…: sí, ¡válgame Dios!—, y, asimismo, en los estados bancarios con las deudas contraídas por navidades. Los números y las pesadumbres hacen reaccionar las almas en la misma dirección, y, por fortuna, nos instalan en la certeza de no estar solos en los minutos más irremediables de cada año. Si se me permite decirlo así, la inscripción del “lunes azul” como día de guardar en nuestros calendarios, nos legitima en los suspiros, nos refrenda en los desasosiegos y aún convalida nuestras soledades.

En el interior de todo ello, Tampico —y sus “rituales del caos”, diría Monsiváis— representa una distancia inesperada que ensancha el fenómeno. En efecto, mi memoria de la calle Colón ofrece un nuevo sentido al “lunes azul” y a su antifaz de fiesta patronal, pues la celebración de la jornada permite al migrante arraigar con mayor solvencia en su nueva sociedad. Dicho de otro modo, para el “trasterrado” las efemérides también representan un ejercicio de comprensión de lo que significa estar cambiando el clima de su destino.

Por último, el tampiqueño de ojos abiertos, deslumbrado por un mundo que todo lo calcula, tarde o temprano asimilará la sustancia humana de los promedios. Entenderá, quizás y sobre todo, que el buen sociólogo algo tiene de Pitágoras y otro tanto de Euclides, y, aunque nunca estará seguro de nada, ensayará a decir que las ciudades que claudican en el estudio integral de las ciencias sociales apuestan casi siempre por los bienestares transitorios o por las prosperidades vacías —y por las calculadoras sin nombre, claro está.

Transformar en ecuación los sueños que recorren una ciudad, o, para decirlo con nuevas solemnidades, estudiar las dinámicas humanas desde el cociente más exacto de nuestros apellidos: tal es sin duda la tarea del buen sociólogo… Quise decir, del sociólogo que ve en lo estadístico una herramienta de la esperanza, y no un recurso para ilustrar fatalidades.

Aquí, resultaría inevitable recordar a Manuel Gamio (1883-1960), considerado por muchos el padre de la antropología moderna en México. Sin embargo, y la verdad sea dicha con timidez de ceño fruncido, uno nunca sabe cómo expresar que “Forjando patria” (1916) ha envejecido mal en el entrepaño de las lecturas heredadas; quizás se deba a un nacionalismo exacerbado, o a ese registro tan alambicado y untuoso —tan “alambicado” y “untuoso” como estos dos adjetivos— que a menudo se desprende de su libro. Sea como sea, con toda justicia habría que rescatar su lucidez para enlazar el estudio de lo sociológico con nuestras habilidades matemáticas, pues cualquier ciudad en busca de sus felicidades debiera ser un ámbito donde las utopías juegan al ábaco y los optimismos se entrenan en las tablas porcentuales.

Pero, empecemos. En su afán de armonizar las convivencias en un invierno de casi ocho meses al año, los sociólogos en la isla de Montreal realizan cálculos rayanos en el esparcimiento. A la sazón, hoy sé cuántas personas padecieron el síndrome de Otelo el año pasado, pues el 38.4% de los matrimonios locales contó al menos con un cónyuge irreductible en sus acusaciones de “falsa infidelidad” contra su pareja; ello, como puede adivinarse, pronto derivará en el diseño de terapias o en la creación de cátedras en las escuelas de psicología. Sé, también, que de 1966 a nuestros días la población de niños con síndrome de Asperger —y su hipersensibilidad hacia tantas cosas, al mundo animal o a las injusticias sociales, por ejemplo— se ha deslizado del 0.5% al 2.1%, con el correspondiente estímulo en la creación de clínicas especializadas y centros de investigación. Ahora bien, tales obsesiones matemáticas también poseen un rostro inocuo, por no decir absurdo: ¿adónde lleva saber con precisión que, después de cuatro años de reinado, “Emma” y “William” han dejado de ser los nombres más populares en estos andurriales, o que el 23.3% de los autos nacionales exhibe tonos grises en las carreteras boreales?...

Sin embargo, el asunto es entretenido por demás, ¿no es cierto? Prosigamos: los algoritmos del Polo Norte nos informan siempre sobre todas las carreras universitarias, así como de sus horizontes laborales. Un estudiante de segundo año de bibliotecología tiene a su favor el 77.1% de posibilidades de encontrar un puesto profesional durante los seis meses ulteriores a su graduación; si acaso el amante de las repisas muestra una incurable obsesión por los anaqueles y realiza un posgrado en papirología, indización o “infometría”, sus horizontes laborales mejorarán 17.4%, con lo cual, después de casi ocho inviernos estudiando la magia de los libreros, el recién egresado cuenta tan solo con 5.5% de probabilidades de permanecer inactivo. En un último botón de muestra, recién se ha publicado que durante la pandemia el consumo provincial de estampillas y de alcohol ha aumentado en índices que van del 14.3% al 21.2%, lo cual nos informa que durante la crisis sanitaria no sólo hemos estado bebiendo una cerveza de más, sino que, al hacerlo, Quebec acaso esté de regreso en la bella costumbre de las tarjetas postales.

Heredero de mil formas de improvisar la existencia, para el tampiqueño errante tales indicadores desdicen las sorpresas del destino. Es más, el análisis sobre la formación de nuestras calurosas personalidades entra en crisis cuando recordamos que en la isla de Montreal recién hemos vuelto a celebrar el “Blue Monday”. La consagración del tercer lunes de cada enero como “el día más triste del año” es el resultado de una ecuación en la cual vuelve a confundirse lo matemático con lo sociológico. De hecho, el desconsuelo de tal fecha está sostenido en el cálculo de los escasos minutos de sol en todas las miradas, en las cifras de una increíble temperatura bajo hielo —menos treinta grados centígrados la noche de antier…: sí, ¡válgame Dios!—, y, asimismo, en los estados bancarios con las deudas contraídas por navidades. Los números y las pesadumbres hacen reaccionar las almas en la misma dirección, y, por fortuna, nos instalan en la certeza de no estar solos en los minutos más irremediables de cada año. Si se me permite decirlo así, la inscripción del “lunes azul” como día de guardar en nuestros calendarios, nos legitima en los suspiros, nos refrenda en los desasosiegos y aún convalida nuestras soledades.

En el interior de todo ello, Tampico —y sus “rituales del caos”, diría Monsiváis— representa una distancia inesperada que ensancha el fenómeno. En efecto, mi memoria de la calle Colón ofrece un nuevo sentido al “lunes azul” y a su antifaz de fiesta patronal, pues la celebración de la jornada permite al migrante arraigar con mayor solvencia en su nueva sociedad. Dicho de otro modo, para el “trasterrado” las efemérides también representan un ejercicio de comprensión de lo que significa estar cambiando el clima de su destino.

Por último, el tampiqueño de ojos abiertos, deslumbrado por un mundo que todo lo calcula, tarde o temprano asimilará la sustancia humana de los promedios. Entenderá, quizás y sobre todo, que el buen sociólogo algo tiene de Pitágoras y otro tanto de Euclides, y, aunque nunca estará seguro de nada, ensayará a decir que las ciudades que claudican en el estudio integral de las ciencias sociales apuestan casi siempre por los bienestares transitorios o por las prosperidades vacías —y por las calculadoras sin nombre, claro está.