/ miércoles 20 de julio de 2022

Autorretratos de hielo | Dispuestos a todo

Recuerdo muy bien los primeros trámites en el Ministerio de Migración, al llegar al Polo Norte. Detrás de unos vidrios a prueba de inviernos, la única reflexión posible para el hijo del Golfo de México era esa, o más o menos: porque en la isla de Montreal todos venimos de todos lados, aquí todos somos un poco más iguales, y al entrar había que sacar un número en el mostrador y tomar asiento en la antesala de aquellos papeleos…

Iguales de otro modo, idénticos por la espalda del espejo, ¿cómo decirlo?, los migrantes nos hacemos homogéneos en el desafío de construirnos un destino en una cultura diferente. Sí, en la ciudad cosmopolita las diferencias lingüísticas nos congregan y las extrañezas climáticas nos reúnen… En fin, mejor no filosofarlo demasiado y seguir adelante: en la pulcritud de la sala de espera había un orden que sorprendía al recién llegado, viniese de donde viniese, por los muchos letreros y los numerosos afiches y los incontables pizarrones que, a medio camino entre el optimismo y la solemnidad, informaban sobre los mil formularios de la seguridad social que nos permitirían iniciar la búsqueda de nuestro primer empleo en el destierro.

La consejera a cargo de mi expediente —madame Tongas: dos metros de estatura detrás de unos ojos grises— me derivó hacia los Cruceros del Empleo. En dicho organismo público entendería el mercado profesional y las bolsas de trabajo, descubriría las agencias de colocación, valía la pena intentarlo, y además conocería los índices de (des)ocupación y las previsiones anuales para todos los oficios, y junto a otros expatriados aquel curso de inmersión al universo laboral duró cerca de dos semanas. Las actividades diarias incluían simulacros de entrevistas, y en los recesos enlazábamos nuestras nacionalidades, nos entreteníamos comparando desarraigos, y de vuelta a las obligaciones de cada jornada nos grabábamos con una cámara para mirarnos disfrazados de seriedad en la pantalla de un viejo televisor. Los consejeros nos instruían en el arte de decir en silencio que estábamos dispuestos a todo, sí, a cualquier trabajito para irla pasando, lo que fuera estaría bien, y además nos ayudaban a redactar hojas de vida con la esperanza impecable de convencer a los posibles empleadores de que los abismos ortográficos de la lengua francesa nunca serían un problema en el marco de nuestros sueños profesionales.

Bibo era oriundo de Belgrado, y escapaba de una guerra, cuando los Balcanes fueron bombardeados por la OTAN a finales de los noventa. Fumaba que daba miedo, varios cigarrillos de tabaco negro en cada pausa, y al pronunciar su nombre en estas líneas emergen en mi memoria sus dientes manchados y ese acento suyo de ternuras tan indecisas; muchos años se había ganado la vida como veterinario en Serbia, y conocía los secretos de los perros mestizos, la ciencia de los conejos, los cuatro estómagos de la vacas, y nunca lo volví a ver porque meses después se mudó a la provincia de Ontario y supe que había tenido un hijo y era muy buena gente, Bibo, a pesar de los campos de batalla reflejados en cada uno de sus gestos… Por su parte, Isabelle venía del puerto de Saint-Malo, en el norte de Francia, y su exilio era muy distinto, esto es, ni huía de guerras mundiales ni sentía miedo de su pasado sino todo lo contrario, y gracias a su matrimonio incipiente con un canadiense los otros transterrados del curso entendíamos que también se puede renunciar al país natal en nombre del amor.

Madina había nacido en Guinea, y Madalina venía de Rumania, y a pesar de la paronimia —a pesar de la afinidad de sus nombres, eso fue lo que quise decir— eran muy distintas. Si Madina poseía un rostro de fortalezas heredadas, auxiliar de contabilidad y optimista profesional, Madalina, que había nacido en Bucarest y que no terminaba de asimilar un destino alejado de su lengua materna, era una dentista de mirada baja y de melancolías impenetrables. Es más, gracias a la dualidad de sus personalidades aprendimos a decir que la migración es una experiencia de trazos incompatibles aunque de signos complementarios; por cierto, se hacían compañía todo el tiempo y daba gusto asistir a las sonrisas de Madina detrás del color de su piel tan africana cuando varias veces también vi el llanto sonrojado en las mejillas de Madalina. Quizás por eso siempre andaban juntas: eran el claroscuro nece-sario de nuestras actividades cotidianas en aquel organismo público, y aun diríase que se necesitaban para contrapesar las ilusiones excesivas y los fatalismos recurrentes que persiguen al recién llegado a los exilios.

A quien más recuerdo es a Deepak, oriundo de Nueva Delhi y cuyo nombre tenía etimologías relacionadas con la luz, o algo así. Sus trashumancias habían sido más radicales: desde los sudorosos climas de la India había aprendido a sobrellevar las mangas largas del invierno boreal, y al conversar movía la cabeza con vaivenes de péndulo en un cuello casi volátil. Resultaba increíble verlo con su libretita, acaso imaginando versos desde una escritura de garabatos profundos mientras nos explicaba que el hindi también es hablado en Sri Lanka y Nepal, en Sudáfrica y Surinam, incluso en Trinidad y Tobago, y que la sintaxis de dicho idioma privilegia las expresiones oblicuas, es decir, las frases indirectas donde el “yo” le abre la puerta a todo el mundo; por ejemplo, allí donde una lengua occidental —como el castellano de la calle Colón— suele decir “a mí no me gusta el invierno”, el hindi expresa que “el clima frío y hostil viene siempre hasta nosotros con preocupación”. Refugiado en la comunidad de nuestros desempleos, así andaba por la vida, Deepak, diluyendo su individualidad en la certeza compartida de saber que cualquier transterrado que se respete debe estar dispuesto a todo para ganarse la vida, y, sobremanera, debe ser capaz de traducir su intimidad con pronombres de un plural que lo hagan triunfar sobre la soledad, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo.

Bibo era oriundo de Belgrado, y escapaba de una guerra, cuando los Balcanes fueron bombardeados por la OTAN a finales de los noventa. Fumaba que daba miedo, varios cigarrillos de tabaco negro en cada pausa, y al pronunciar su nombre en estas líneas emergen en mi memoria sus dientes manchados.

Recuerdo muy bien los primeros trámites en el Ministerio de Migración, al llegar al Polo Norte. Detrás de unos vidrios a prueba de inviernos, la única reflexión posible para el hijo del Golfo de México era esa, o más o menos: porque en la isla de Montreal todos venimos de todos lados, aquí todos somos un poco más iguales, y al entrar había que sacar un número en el mostrador y tomar asiento en la antesala de aquellos papeleos…

Iguales de otro modo, idénticos por la espalda del espejo, ¿cómo decirlo?, los migrantes nos hacemos homogéneos en el desafío de construirnos un destino en una cultura diferente. Sí, en la ciudad cosmopolita las diferencias lingüísticas nos congregan y las extrañezas climáticas nos reúnen… En fin, mejor no filosofarlo demasiado y seguir adelante: en la pulcritud de la sala de espera había un orden que sorprendía al recién llegado, viniese de donde viniese, por los muchos letreros y los numerosos afiches y los incontables pizarrones que, a medio camino entre el optimismo y la solemnidad, informaban sobre los mil formularios de la seguridad social que nos permitirían iniciar la búsqueda de nuestro primer empleo en el destierro.

La consejera a cargo de mi expediente —madame Tongas: dos metros de estatura detrás de unos ojos grises— me derivó hacia los Cruceros del Empleo. En dicho organismo público entendería el mercado profesional y las bolsas de trabajo, descubriría las agencias de colocación, valía la pena intentarlo, y además conocería los índices de (des)ocupación y las previsiones anuales para todos los oficios, y junto a otros expatriados aquel curso de inmersión al universo laboral duró cerca de dos semanas. Las actividades diarias incluían simulacros de entrevistas, y en los recesos enlazábamos nuestras nacionalidades, nos entreteníamos comparando desarraigos, y de vuelta a las obligaciones de cada jornada nos grabábamos con una cámara para mirarnos disfrazados de seriedad en la pantalla de un viejo televisor. Los consejeros nos instruían en el arte de decir en silencio que estábamos dispuestos a todo, sí, a cualquier trabajito para irla pasando, lo que fuera estaría bien, y además nos ayudaban a redactar hojas de vida con la esperanza impecable de convencer a los posibles empleadores de que los abismos ortográficos de la lengua francesa nunca serían un problema en el marco de nuestros sueños profesionales.

Bibo era oriundo de Belgrado, y escapaba de una guerra, cuando los Balcanes fueron bombardeados por la OTAN a finales de los noventa. Fumaba que daba miedo, varios cigarrillos de tabaco negro en cada pausa, y al pronunciar su nombre en estas líneas emergen en mi memoria sus dientes manchados y ese acento suyo de ternuras tan indecisas; muchos años se había ganado la vida como veterinario en Serbia, y conocía los secretos de los perros mestizos, la ciencia de los conejos, los cuatro estómagos de la vacas, y nunca lo volví a ver porque meses después se mudó a la provincia de Ontario y supe que había tenido un hijo y era muy buena gente, Bibo, a pesar de los campos de batalla reflejados en cada uno de sus gestos… Por su parte, Isabelle venía del puerto de Saint-Malo, en el norte de Francia, y su exilio era muy distinto, esto es, ni huía de guerras mundiales ni sentía miedo de su pasado sino todo lo contrario, y gracias a su matrimonio incipiente con un canadiense los otros transterrados del curso entendíamos que también se puede renunciar al país natal en nombre del amor.

Madina había nacido en Guinea, y Madalina venía de Rumania, y a pesar de la paronimia —a pesar de la afinidad de sus nombres, eso fue lo que quise decir— eran muy distintas. Si Madina poseía un rostro de fortalezas heredadas, auxiliar de contabilidad y optimista profesional, Madalina, que había nacido en Bucarest y que no terminaba de asimilar un destino alejado de su lengua materna, era una dentista de mirada baja y de melancolías impenetrables. Es más, gracias a la dualidad de sus personalidades aprendimos a decir que la migración es una experiencia de trazos incompatibles aunque de signos complementarios; por cierto, se hacían compañía todo el tiempo y daba gusto asistir a las sonrisas de Madina detrás del color de su piel tan africana cuando varias veces también vi el llanto sonrojado en las mejillas de Madalina. Quizás por eso siempre andaban juntas: eran el claroscuro nece-sario de nuestras actividades cotidianas en aquel organismo público, y aun diríase que se necesitaban para contrapesar las ilusiones excesivas y los fatalismos recurrentes que persiguen al recién llegado a los exilios.

A quien más recuerdo es a Deepak, oriundo de Nueva Delhi y cuyo nombre tenía etimologías relacionadas con la luz, o algo así. Sus trashumancias habían sido más radicales: desde los sudorosos climas de la India había aprendido a sobrellevar las mangas largas del invierno boreal, y al conversar movía la cabeza con vaivenes de péndulo en un cuello casi volátil. Resultaba increíble verlo con su libretita, acaso imaginando versos desde una escritura de garabatos profundos mientras nos explicaba que el hindi también es hablado en Sri Lanka y Nepal, en Sudáfrica y Surinam, incluso en Trinidad y Tobago, y que la sintaxis de dicho idioma privilegia las expresiones oblicuas, es decir, las frases indirectas donde el “yo” le abre la puerta a todo el mundo; por ejemplo, allí donde una lengua occidental —como el castellano de la calle Colón— suele decir “a mí no me gusta el invierno”, el hindi expresa que “el clima frío y hostil viene siempre hasta nosotros con preocupación”. Refugiado en la comunidad de nuestros desempleos, así andaba por la vida, Deepak, diluyendo su individualidad en la certeza compartida de saber que cualquier transterrado que se respete debe estar dispuesto a todo para ganarse la vida, y, sobremanera, debe ser capaz de traducir su intimidad con pronombres de un plural que lo hagan triunfar sobre la soledad, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo.

Bibo era oriundo de Belgrado, y escapaba de una guerra, cuando los Balcanes fueron bombardeados por la OTAN a finales de los noventa. Fumaba que daba miedo, varios cigarrillos de tabaco negro en cada pausa, y al pronunciar su nombre en estas líneas emergen en mi memoria sus dientes manchados.