/ miércoles 19 de enero de 2022

Autorretratos de hielo | Doce destierros de película

(Primera de dos partes)

Además de todo, el cine naturaliza los temas de discusión difícil, los hace cotidianos, les ofrece un respiro de llaneza en nuestras conversaciones…

Fabricada con tejidos de fantasía, la butaca es un lugar neutral. Sí, es el paréntesis que nos permite alejarnos de los prejuicios heredados para penetrar en la novedad de otras miradas, el remanso en el que ponemos en pausa los atavismos que manipulan nuestro estar en el mundo. Es más, la atmósfera de anonimato que se instala al subir el telón nos hace capaces de todos los nombres, o, como diría Denis Villeneuve —cineasta nacido cerca de la isla de Montreal, a unos cuantos kilómetros de las nevadas que acompañan estas líneas—, el cine “es una forma de arte diseñada para atravesar fronteras”, las físicas y las metafísicas, las concretas lo mismo que las imaginarias, las consagradas por la razón tanto como las reverenciadas por la costumbre. Y sirva, pues, tan farragosa introducción para preparar este primer recuento de las muchas veces que la industria cinematográfica ha elaborado, en los géneros más diversos, el tema de las migraciones.

En un santiamén el Holly-wood más comercial pone tres títulos sobre la mesa. Allí está “El padrino”, en especial la segunda entrega de la saga dirigida por F.F. Coppola, la que se estrenó en 1974, cuando asistíamos a la memoria de aquellos sicilianos escapando del miedo y de la pobreza; el exilio de Vito Corleone expresa algo que, por evidente, no debe quedar nunca en silencio: los mares de la pantalla, esos cuyos barcos nos depositan en el tecnicolor de los muelles de Nueva York, son caminos conocidos por todos los italianos del mundo, o, por qué no decirlo así, son mensajes visuales que nos confirman la huida como forma de vida… En este mismo tenor, recordemos “Érase una vez en América” (1984), con Robert de Niro, y, asimismo, “Green Card” (1990), con Andie MacDowell y Gérard Depardieu en los estelares; esta última, dirigida por el australiano Peter Weir, envuelve con frivolidad la lucha cotidiana del indocumentado por “legalizar”, casi a cualquier precio, su sueño de permanencia en los Estados Unidos —si la memoria no me traiciona, recuerdo haberla visto en el extinto cine Atenea, allá por la avenida Hidalgo.

Aquí otras tres producciones atravesadas por las exigencias del cine comercial. Primero, cómo ignorar a las y los pasajeros del “Titanic” (1997), cuando Kate Winslet salvó la vida al enamorarse de un aventurero entre las gélidas aguas del Atlántico norte: el mar, siempre el mar, es la calle cotidiana que prepara los destierros universales, cuando en los subsuelos de aquel navío dirigido por James Cameron convivían irlandeses sin futuro, italianos desposeídos, turcos necesitados de optimismo, y etcétera. Ah, sí, ahora mismo recuerdo una de Martin Scorsese cuyas escenografías me disgustaron bastante, a pesar de su reparto de excepción: “Pandillas de Nueva York” (2002)…; en fin, mejor seguir adelante. Después está “La terminal” (2004), con un Tom Hanks confundidísimo en su papel de apátrida —entiéndase, de ciudadano a medio camino entre los golpes de Estado y las oficinas migratorias—. En todas ellas, así como en las comentadas líneas arribas, hay sendas historias de amor que, al invadir el primer plano de la historia, le entregan al espectador un lenguaje oblicuo para dialogar con la triste realidad de las expulsiones.

En la penúltima tríada de títulos están los rodajes del llamado cine de arte. Primero, sería bueno traer a colación al alemán R.W. Fassbinder en “Todos nos llamamos Alí” (1974); muchos tabús entraron en crisis en esos celuloides: si el amor no tiene edades, ¿por qué no basta para triunfar sobre las razas o sobre los idiomas, y además sobre las religiones?; a pesar del éxito que obtuvo en Cannes y de la profundidad de sus contenidos, la cinta resultó inaccesible para su tiempo y ha permanecido hasta hoy como un título para conocedores. Después está “300 millas al cielo” (2000), del polaco Maciej Dejczer, cuando aquellos dos niños jugaron a ser tránsfugas de sus propias infancias al entrar a Dinamarca escondidos en un camión de carga; basada en hechos reales —tremenda fotografía y diálogos muy llegadores—, en la pantalla domina la politización de un suceso acaecido en los años ochenta, cuando la cortina de hierro apenas comenzaba a venirse abajo. Por otra parte, Elia Kazán, el histórico realizador turco-griego-americano, supo conjugar la belleza de los paisajes con el drama del desarraigo en el blanco y negro de aquel rodaje suyo, “América América” (1963), que vale la pena mirar en estos tiempos de fronteras clausuradas.

Al final, tres producciones de calibre mexico-americano... En filmes casi de corte hiperrealista, como “Un día sin mexicanos” de Sergio Arau, “Bread and Roses” (2000) de Ken Loach, y “Una vida mejor” (2011) de Chris Weitz, la brutalidad del reflejo del “sin papeles” en las urbes californianas inhibe los habituales subterfugios que nos permiten disociar realidad e imaginación; en consecuencia, más temprano que tarde diremos que tal o cual cinta no era para nosotros, o que resultó demasiado informativa, o que estaba hecha para ser pensada y no para ser sentida. A pesar de todo, el expatriado de la calle Colón en cualquier rincón de Norteamérica sabe reconocerse de inmediato en dichos escenarios.

Ya, ya casi concluyo. En términos generales cado uno de estos títulos —hay más, muchísimos más— integra un mosaico de certezas que podría resumirse de la siguiente manera: las y los expatriados son almas hechas de inminencias, viven siempre a punto de cambiar de cielos, ora para continuar sus búsquedas, ora para soñar los regresos. Asimismo, el común denominador de tales producciones radica en su capacidad para retratar al migrante desde su condición de adolescente sin vuelta de hoja, de temerario en todas las tierras prometidas, ¿cómo decirlo?, de iluso irremediable en su anhelo de explicar que más allá de cualquier frontera, o tan sólo del otro lado del tiempo, volveremos a pronunciarnos sin necesidad de traducciones, y para siempre.

En un santiamén el Holly-wood más comercial pone tres títulos sobre la mesa. Allí está “El padrino”, en especial la segunda entrega de la saga dirigida por F.F. Coppola, la que se estrenó en 1974

(Primera de dos partes)

Además de todo, el cine naturaliza los temas de discusión difícil, los hace cotidianos, les ofrece un respiro de llaneza en nuestras conversaciones…

Fabricada con tejidos de fantasía, la butaca es un lugar neutral. Sí, es el paréntesis que nos permite alejarnos de los prejuicios heredados para penetrar en la novedad de otras miradas, el remanso en el que ponemos en pausa los atavismos que manipulan nuestro estar en el mundo. Es más, la atmósfera de anonimato que se instala al subir el telón nos hace capaces de todos los nombres, o, como diría Denis Villeneuve —cineasta nacido cerca de la isla de Montreal, a unos cuantos kilómetros de las nevadas que acompañan estas líneas—, el cine “es una forma de arte diseñada para atravesar fronteras”, las físicas y las metafísicas, las concretas lo mismo que las imaginarias, las consagradas por la razón tanto como las reverenciadas por la costumbre. Y sirva, pues, tan farragosa introducción para preparar este primer recuento de las muchas veces que la industria cinematográfica ha elaborado, en los géneros más diversos, el tema de las migraciones.

En un santiamén el Holly-wood más comercial pone tres títulos sobre la mesa. Allí está “El padrino”, en especial la segunda entrega de la saga dirigida por F.F. Coppola, la que se estrenó en 1974, cuando asistíamos a la memoria de aquellos sicilianos escapando del miedo y de la pobreza; el exilio de Vito Corleone expresa algo que, por evidente, no debe quedar nunca en silencio: los mares de la pantalla, esos cuyos barcos nos depositan en el tecnicolor de los muelles de Nueva York, son caminos conocidos por todos los italianos del mundo, o, por qué no decirlo así, son mensajes visuales que nos confirman la huida como forma de vida… En este mismo tenor, recordemos “Érase una vez en América” (1984), con Robert de Niro, y, asimismo, “Green Card” (1990), con Andie MacDowell y Gérard Depardieu en los estelares; esta última, dirigida por el australiano Peter Weir, envuelve con frivolidad la lucha cotidiana del indocumentado por “legalizar”, casi a cualquier precio, su sueño de permanencia en los Estados Unidos —si la memoria no me traiciona, recuerdo haberla visto en el extinto cine Atenea, allá por la avenida Hidalgo.

Aquí otras tres producciones atravesadas por las exigencias del cine comercial. Primero, cómo ignorar a las y los pasajeros del “Titanic” (1997), cuando Kate Winslet salvó la vida al enamorarse de un aventurero entre las gélidas aguas del Atlántico norte: el mar, siempre el mar, es la calle cotidiana que prepara los destierros universales, cuando en los subsuelos de aquel navío dirigido por James Cameron convivían irlandeses sin futuro, italianos desposeídos, turcos necesitados de optimismo, y etcétera. Ah, sí, ahora mismo recuerdo una de Martin Scorsese cuyas escenografías me disgustaron bastante, a pesar de su reparto de excepción: “Pandillas de Nueva York” (2002)…; en fin, mejor seguir adelante. Después está “La terminal” (2004), con un Tom Hanks confundidísimo en su papel de apátrida —entiéndase, de ciudadano a medio camino entre los golpes de Estado y las oficinas migratorias—. En todas ellas, así como en las comentadas líneas arribas, hay sendas historias de amor que, al invadir el primer plano de la historia, le entregan al espectador un lenguaje oblicuo para dialogar con la triste realidad de las expulsiones.

En la penúltima tríada de títulos están los rodajes del llamado cine de arte. Primero, sería bueno traer a colación al alemán R.W. Fassbinder en “Todos nos llamamos Alí” (1974); muchos tabús entraron en crisis en esos celuloides: si el amor no tiene edades, ¿por qué no basta para triunfar sobre las razas o sobre los idiomas, y además sobre las religiones?; a pesar del éxito que obtuvo en Cannes y de la profundidad de sus contenidos, la cinta resultó inaccesible para su tiempo y ha permanecido hasta hoy como un título para conocedores. Después está “300 millas al cielo” (2000), del polaco Maciej Dejczer, cuando aquellos dos niños jugaron a ser tránsfugas de sus propias infancias al entrar a Dinamarca escondidos en un camión de carga; basada en hechos reales —tremenda fotografía y diálogos muy llegadores—, en la pantalla domina la politización de un suceso acaecido en los años ochenta, cuando la cortina de hierro apenas comenzaba a venirse abajo. Por otra parte, Elia Kazán, el histórico realizador turco-griego-americano, supo conjugar la belleza de los paisajes con el drama del desarraigo en el blanco y negro de aquel rodaje suyo, “América América” (1963), que vale la pena mirar en estos tiempos de fronteras clausuradas.

Al final, tres producciones de calibre mexico-americano... En filmes casi de corte hiperrealista, como “Un día sin mexicanos” de Sergio Arau, “Bread and Roses” (2000) de Ken Loach, y “Una vida mejor” (2011) de Chris Weitz, la brutalidad del reflejo del “sin papeles” en las urbes californianas inhibe los habituales subterfugios que nos permiten disociar realidad e imaginación; en consecuencia, más temprano que tarde diremos que tal o cual cinta no era para nosotros, o que resultó demasiado informativa, o que estaba hecha para ser pensada y no para ser sentida. A pesar de todo, el expatriado de la calle Colón en cualquier rincón de Norteamérica sabe reconocerse de inmediato en dichos escenarios.

Ya, ya casi concluyo. En términos generales cado uno de estos títulos —hay más, muchísimos más— integra un mosaico de certezas que podría resumirse de la siguiente manera: las y los expatriados son almas hechas de inminencias, viven siempre a punto de cambiar de cielos, ora para continuar sus búsquedas, ora para soñar los regresos. Asimismo, el común denominador de tales producciones radica en su capacidad para retratar al migrante desde su condición de adolescente sin vuelta de hoja, de temerario en todas las tierras prometidas, ¿cómo decirlo?, de iluso irremediable en su anhelo de explicar que más allá de cualquier frontera, o tan sólo del otro lado del tiempo, volveremos a pronunciarnos sin necesidad de traducciones, y para siempre.

En un santiamén el Holly-wood más comercial pone tres títulos sobre la mesa. Allí está “El padrino”, en especial la segunda entrega de la saga dirigida por F.F. Coppola, la que se estrenó en 1974