/ miércoles 10 de noviembre de 2021

Autorretratos de hielo | Efemérides de doble fondo

Porque las lluvias nocturnas ya se convierten en escarcha, el otoño en la isla de Montreal amanece casi siempre bajo cero. Resulta singular el cambio tan repentino en los rostros del mundo; ahora, las calles arrojan facciones hechas de resignación, y parecería que abundan los semblantes apresurados entre las brumas de noviembre.

Pocas horas de sol le van quedando a los días —aquí nunca clarea, dirían los personajes más Jaliscos de Juan Rulfo—, pero así es esto, cuando ya casi se acaba el año y en el Polo Norte las rutinas son ocasos permanentes en todas las miradas…

Y sirva, pues, toda esta divagación socio-climática para introducir un comentario sobre mi última charla con Elías, conserje del edificio, muy cerca del deshojado parque Jeanne-Mance. Ocupadísimo en la tarea de cubrir las jardineras de la fachada, me lo he topado enrollando matorrales con cintas adhesivas y amortajando arbustos con redes especializadas; el invierno nos pisa los talones y se impone proteger las plantas de la ciudad, cada quien las suyas, por supuesto, cubrirlas con esos conos invertidos sobre los que resbalarán las nevadas de aquí hasta bien entrado el mes de abril.

De origen griego y barba muy aristotélica, con su inglés a cuentagotas Elías ha reparado en el pequeño distintivo de mi chamarra —o de mi "anorak", para respetar la etimología tan esquimal de las mangas largas que ya dominan en estos andurriales—… A volapié me ha dicho que él aún no había comprado la suya, esa florecita de amapola inmortalizada por un médico de guerra canadiense, también poeta, John McCrae, hace más de un siglo. Como un trébol de hojas continuas, la "coquelicot" es de material sintético, aterciopelada, rojísima, imposible ignorarla en la solapa de muchos abrigos o en el cuello de nuestras chaquetas, siempre a la vista para que a nadie le quepa duda de que noviembre llega puntual al recuerdo de las guerras.

Se trata de una insignia por el "Día de la Memoria", también "Día del Armisticio", y a veces lo llaman el "Día de los Veteranos". Previa contribución voluntaria, la escarapela se distribuye en las farmacias o en los centros comerciales, y en ocasiones basta una mesa con un cacharrito de monedas para saber que están a nuestro alcance sin que nadie vigile el monto de nuestras dádivas.

A menudo se puede mirar un cuaderno abierto con sobriedad, allí mismo, donde la gente inscribe mensajes de ternura solidaria, palabras de gratitud hacia todos los soldados de nuestros libros de Historia, letras mínimas que recuerdan al bisabuelo combatiente o recados de caligrafía erudita y pacifista entre los que ayer mismo descubrí una cita de Víctor Hugo que, si la memoria no se me va de los renglones, decía lo siguiente: "la guerra, es la guerra de los hombres; la paz, es la guerra de las ideas" —o algo así, porque mis traducciones saben tan imperfectas a la hora de compartirlas.

Mejor seguir adelante… Mañana mismo, el día once del onceavo mes del año, sí, a las 11 de la mañana, la ciudad al completo y el país al unísono guardarán un poco de silencio. Imposible olvidar la sincronía de los días y de las memorias, ¿no es cierto?, aunque la coincidencia no es premeditada ni artificiosa, claro que no, pues fue así como se firmó la paz que concluía la Primera Guerra Mundial, allá por 1918, en el bosque de Compiègne, a unos cien kilómetros al norte de París, cerca de la frontera con Bélgica.

En casi todo el viejo continente, y muy en especial en ciudades como la isla de Montreal pertenecientes a los países de la Commonwealth —la comunidad británica de naciones—, la ocasión traerá salvas de honor con uniformes impecables; por lo demás, hace tiempo que la ceremonia había sido trasladada a los centros comunitarios, también a los parques conmemorativos, sobre todo a los colegios de otra época, quise decir, a las escuelas anteriores a la epidemia, cuando aún había niños en todos los patios de recreo y los adolescentes de gritos intranquilos eran posibles en los liceos de mis caminatas por el barrio latino.

En este escenario, el migrante de la calle Colón tarde o temprano descubrirá la insólita necesidad de integrarse a unas fiestas oficiales que quizás no lo conmueven demasiado. Para los transterrados de cualquier siglo —quise decir, para quien ha pronunciado alguna vez la vivencia del exilio—, las efemérides ajenas son como un examen anual de integraciones, un desafío existencial que nos rebela el grado de adaptación, y también de aceptación, en la ciudad cosmopolita donde reinventamos nuestros destinos. ¿Cómo explicarlo?...: se trata de un ejercicio que nos enseña a empalmar los calendarios heredados con las festividades recién descubiertas.

Es más, valdría la pena decir que, debido a nuestras trashumancias, los desarraigados somos habitantes de un tiempo de dos caras, una especie de almanaques ambidiestros por cuanto nuestros nuevos días feriados son conmemoraciones vividas con lenguas de doble fondo o con reacciones de palabras bifocales.

Ya, ya casi voy de salida... Un antropólogo de primer año sin duda nos confirmaría que cualquier sociedad aprovecha siempre las efemérides para ofrecerle a sus habitantes vínculos mucho más sólidos con una forma de estar en el mundo. En tal sentido, el transterrado —Elías y yo y cientos de miles de almas en la isla de Montreal— siempre podrá ofrecerse como el mejor de los ejemplos de nuestra innata necesidad de pertenecer a una geografía cultural, y en silencio incluso explicará que cualquier ser humano es, al salir de casa, un buscador natural de los festejos que lo arraiguen al tiempo cambiado de su destino.

Dicho de otro modo, así como resulta mucho más fácil ser mexicano en las horas de septiembre que en cualquier otro momento de la vida, de esa misma manera las auroras boreales nos prestan el 11 de noviembre para convertirnos, desde nuestra condición de peregrinos atentos al reloj de las distancias, en ciudadanos un poco menos confusos de nuestros propios exilios.

Porque las lluvias nocturnas ya se convierten en escarcha, el otoño en la isla de Montreal amanece casi siempre bajo cero. Resulta singular el cambio tan repentino en los rostros del mundo; ahora, las calles arrojan facciones hechas de resignación, y parecería que abundan los semblantes apresurados entre las brumas de noviembre.

Pocas horas de sol le van quedando a los días —aquí nunca clarea, dirían los personajes más Jaliscos de Juan Rulfo—, pero así es esto, cuando ya casi se acaba el año y en el Polo Norte las rutinas son ocasos permanentes en todas las miradas…

Y sirva, pues, toda esta divagación socio-climática para introducir un comentario sobre mi última charla con Elías, conserje del edificio, muy cerca del deshojado parque Jeanne-Mance. Ocupadísimo en la tarea de cubrir las jardineras de la fachada, me lo he topado enrollando matorrales con cintas adhesivas y amortajando arbustos con redes especializadas; el invierno nos pisa los talones y se impone proteger las plantas de la ciudad, cada quien las suyas, por supuesto, cubrirlas con esos conos invertidos sobre los que resbalarán las nevadas de aquí hasta bien entrado el mes de abril.

De origen griego y barba muy aristotélica, con su inglés a cuentagotas Elías ha reparado en el pequeño distintivo de mi chamarra —o de mi "anorak", para respetar la etimología tan esquimal de las mangas largas que ya dominan en estos andurriales—… A volapié me ha dicho que él aún no había comprado la suya, esa florecita de amapola inmortalizada por un médico de guerra canadiense, también poeta, John McCrae, hace más de un siglo. Como un trébol de hojas continuas, la "coquelicot" es de material sintético, aterciopelada, rojísima, imposible ignorarla en la solapa de muchos abrigos o en el cuello de nuestras chaquetas, siempre a la vista para que a nadie le quepa duda de que noviembre llega puntual al recuerdo de las guerras.

Se trata de una insignia por el "Día de la Memoria", también "Día del Armisticio", y a veces lo llaman el "Día de los Veteranos". Previa contribución voluntaria, la escarapela se distribuye en las farmacias o en los centros comerciales, y en ocasiones basta una mesa con un cacharrito de monedas para saber que están a nuestro alcance sin que nadie vigile el monto de nuestras dádivas.

A menudo se puede mirar un cuaderno abierto con sobriedad, allí mismo, donde la gente inscribe mensajes de ternura solidaria, palabras de gratitud hacia todos los soldados de nuestros libros de Historia, letras mínimas que recuerdan al bisabuelo combatiente o recados de caligrafía erudita y pacifista entre los que ayer mismo descubrí una cita de Víctor Hugo que, si la memoria no se me va de los renglones, decía lo siguiente: "la guerra, es la guerra de los hombres; la paz, es la guerra de las ideas" —o algo así, porque mis traducciones saben tan imperfectas a la hora de compartirlas.

Mejor seguir adelante… Mañana mismo, el día once del onceavo mes del año, sí, a las 11 de la mañana, la ciudad al completo y el país al unísono guardarán un poco de silencio. Imposible olvidar la sincronía de los días y de las memorias, ¿no es cierto?, aunque la coincidencia no es premeditada ni artificiosa, claro que no, pues fue así como se firmó la paz que concluía la Primera Guerra Mundial, allá por 1918, en el bosque de Compiègne, a unos cien kilómetros al norte de París, cerca de la frontera con Bélgica.

En casi todo el viejo continente, y muy en especial en ciudades como la isla de Montreal pertenecientes a los países de la Commonwealth —la comunidad británica de naciones—, la ocasión traerá salvas de honor con uniformes impecables; por lo demás, hace tiempo que la ceremonia había sido trasladada a los centros comunitarios, también a los parques conmemorativos, sobre todo a los colegios de otra época, quise decir, a las escuelas anteriores a la epidemia, cuando aún había niños en todos los patios de recreo y los adolescentes de gritos intranquilos eran posibles en los liceos de mis caminatas por el barrio latino.

En este escenario, el migrante de la calle Colón tarde o temprano descubrirá la insólita necesidad de integrarse a unas fiestas oficiales que quizás no lo conmueven demasiado. Para los transterrados de cualquier siglo —quise decir, para quien ha pronunciado alguna vez la vivencia del exilio—, las efemérides ajenas son como un examen anual de integraciones, un desafío existencial que nos rebela el grado de adaptación, y también de aceptación, en la ciudad cosmopolita donde reinventamos nuestros destinos. ¿Cómo explicarlo?...: se trata de un ejercicio que nos enseña a empalmar los calendarios heredados con las festividades recién descubiertas.

Es más, valdría la pena decir que, debido a nuestras trashumancias, los desarraigados somos habitantes de un tiempo de dos caras, una especie de almanaques ambidiestros por cuanto nuestros nuevos días feriados son conmemoraciones vividas con lenguas de doble fondo o con reacciones de palabras bifocales.

Ya, ya casi voy de salida... Un antropólogo de primer año sin duda nos confirmaría que cualquier sociedad aprovecha siempre las efemérides para ofrecerle a sus habitantes vínculos mucho más sólidos con una forma de estar en el mundo. En tal sentido, el transterrado —Elías y yo y cientos de miles de almas en la isla de Montreal— siempre podrá ofrecerse como el mejor de los ejemplos de nuestra innata necesidad de pertenecer a una geografía cultural, y en silencio incluso explicará que cualquier ser humano es, al salir de casa, un buscador natural de los festejos que lo arraiguen al tiempo cambiado de su destino.

Dicho de otro modo, así como resulta mucho más fácil ser mexicano en las horas de septiembre que en cualquier otro momento de la vida, de esa misma manera las auroras boreales nos prestan el 11 de noviembre para convertirnos, desde nuestra condición de peregrinos atentos al reloj de las distancias, en ciudadanos un poco menos confusos de nuestros propios exilios.