/ miércoles 27 de enero de 2021

Autorretratos de hielo | El cine (entre paréntesis)

Aunque parezca lugar común uno debe decirlo con todas sus letras: el cine es el espejo donde la ciudad, alma de mil efervescencias, se limpia la cara de sus monotonías y se maquilla los sueños con colores nuevos.

Sí, nacer en la zona centro significaba eso, graduarse a temprana edad en la lógica de los espejismos. El primer cuadro de Tampico era un sinfín de taquillas, y así, tan a la distancia, evoco el cine Variedades y sus isópticas inexplicables, con la pantalla en lo más alto del cielo raso y las butacas en un plano exagerado por horizontal. Con los otros hijos de mi calle a veces aventurábamos escapadas a las matinés del Plaza, o nos inscribíamos en el aire acondicionado a todo pulmón de un “Santo contra las momias de Guanajuato” en el Alameda, allá por el Canal de La Cortadura. Durante las infancias de los años setenta ninguno de nosotros llegó a conocer el cine Alcázar o el “Chabelito”, para entonces jubilados sin remedio en las ensoñaciones del puerto; en cambio, al deambular por la Obregón, aprendíamos a esconder nuestras furtivas adolescencias frente a los atrevidos afiches del Hilda, ese cuyo nombre era una pecadora evocación de aquel ciclón homónimo y fundamental en la historia del Golfo de México. Cada una de aquellas salas fortalecía nuestra identidad de hijos naturales de la ficción, pues, aunque aún no entendíamos mucho que “la realidad, sin imaginación, es mitad de realidad” —según decía Buñuel—, gracias a ellas sabíamos ser posibles en otros mundos, soñar en otras lenguas y ejercitarnos en otras soledades.

Del viejo edificio del cine Tampico rescato dos convicciones hoy perdidas. Primero, la certeza de sus marquesinas anunciando, a transeúntes y automovilistas, la frontera de un distrito dominado por la fantasía; en efecto, desembocar en la calle Altamira era como penetrar en un territorio donde lo impensable podía dar inicio a cualquier hora de una cartelera, ¿no es cierto? En segundo lugar, añoro el tranquilo desenfado de comentar una cinta en el momento de su proyección, lo cual, además de hacernos comentaristas autorizados de cada fotograma, nos reintegraba a una mirada colectiva que sólo he vuelto a ver en los cines cubanos —en las butacas del Yara, frente al Coppelia, los espectadores habaneros todavía susurran escenas con amable desparpajo.

Sin embargo, algo distinto sucedió el día de “La selva blanca” … Filmada en 1972, aquella cinta representaba la sorpresa de una novedad diferente al haber sido rodada muy lejos del repertorio de nuestras reacciones tropicales. Trasvase fílmico del relato clásico de Jack London, “The Call of the Wild” —traído al español como “La llamada de la selva”—, diríase que en aquellas praderas titiritábamos a tropezones. Aunque hubiésemos realizado mil viajes a los confines más increíbles, al fondo del mar, a las estrellas o al centro de la tierra, junto al Charlton Heston de la gran pantalla éramos la primera vez de palabras boreales como “Yellowknife”, “Yukón”, “Klondike”, “Alaska” o “Canadá”. Por ello, en la gramática más glacial del celuloide, guardábamos silencio, todos, mi hermano mayor y yo, un gran silencio, los hijos de los vecinos, y ni qué decir de los demás habitantes de aquel minuto.

Era, si pudiera explicarse, un silencio absorto de sincronías. Ante la imposibilidad de reflejarnos en las páginas visuales de “La selva blanca”, aquel perro con alma de lobo —¿Buck…, se llamaba Buck? —, o el espectáculo de los gambusinos tragados por un río quebradizo, o las facciones de barbas cubiertas con estalactitas, o el horizonte de un vaho sin nombre entre las pulmonías más conocidas de la calle Colón…, en fin, todo se revelaba como un paréntesis hecho de pedagogías. Nos hacíamos aprendices de unos temblores recién adquiridos mientras, a trasmano, nos apropiábamos también de la ciencia de los destinos congelados. Asimismo, la palpable ilusión de aquel filme proveía un manual de instrucciones, pues a mí y a quien hubiese pagado el mismo boleto aquello nos permitiría triunfar sobre la estupefacción de todas las nevadas en todas las cintas venideras. Por añadidura, muchísimos años antes de conocer los bosques de coníferas y las praderas del Ártico, el cine Tampico ya me había instruido en la posibilidad de los témpanos fluviales o en la increíble realidad de las miradas escarchadas. Dicho de otro modo, nada prepara tanto como la ficción para vivir las vidas que quizás nunca seremos, o para resfriarnos como Dios manda en los inviernos del Polo Norte.

En la isla de Montreal, en contraparte, los cines han mudado la vocación de tales paréntesis. En las salas múltiples del Quartier Latin, del Forum o de la Cinemateca, suelo buscarme en la posibilidad de los reflejos cambiados, quiero decir, en las cintas de alta fidelidad con la lengua de la avenida Hidalgo. En estos meses tan propicios para la evocación —por el apocalipsis hay toque de queda y la ciudad anochece con eneros cada vez más efímeros—, recuerdo mi bautismo como cinéfilo de las nostalgias. Fue durante “Y tu mamá también”, de Alfonso Cuarón, allá por el año 2001, cuando Gael García y Diego Luna regresaban con inesperada contundencia a mis voces y groserías más instintivas. Sin necesidad de subtítulos, la cinta trascendía su simple valor de universidad de comportamientos y se exhibía, ante mí, ora como un archivero sentimental, ora como un muestrario de reflejos verbales.

Por supuesto que miro y embarco en las búsquedas de cada cinta durante los martes del dos por uno en las taquillas de Montreal. Sin embargo, y por uno de esos raros contrasentidos que solo el buen cine hace posibles, las pantallas canadienses, cuando suceden en lengua española, enlazan mi reconocimiento del “haber sido” con la lucidez del “estar siendo”. Al hacerlo, la melancolía de cualquier pasado no solo se transforma en diversión o pasatiempo, sino, sobre todo y ante todo, en paréntesis liberador de cualquier desarraigo.

Aunque parezca lugar común uno debe decirlo con todas sus letras: el cine es el espejo donde la ciudad, alma de mil efervescencias, se limpia la cara de sus monotonías y se maquilla los sueños con colores nuevos.

Sí, nacer en la zona centro significaba eso, graduarse a temprana edad en la lógica de los espejismos. El primer cuadro de Tampico era un sinfín de taquillas, y así, tan a la distancia, evoco el cine Variedades y sus isópticas inexplicables, con la pantalla en lo más alto del cielo raso y las butacas en un plano exagerado por horizontal. Con los otros hijos de mi calle a veces aventurábamos escapadas a las matinés del Plaza, o nos inscribíamos en el aire acondicionado a todo pulmón de un “Santo contra las momias de Guanajuato” en el Alameda, allá por el Canal de La Cortadura. Durante las infancias de los años setenta ninguno de nosotros llegó a conocer el cine Alcázar o el “Chabelito”, para entonces jubilados sin remedio en las ensoñaciones del puerto; en cambio, al deambular por la Obregón, aprendíamos a esconder nuestras furtivas adolescencias frente a los atrevidos afiches del Hilda, ese cuyo nombre era una pecadora evocación de aquel ciclón homónimo y fundamental en la historia del Golfo de México. Cada una de aquellas salas fortalecía nuestra identidad de hijos naturales de la ficción, pues, aunque aún no entendíamos mucho que “la realidad, sin imaginación, es mitad de realidad” —según decía Buñuel—, gracias a ellas sabíamos ser posibles en otros mundos, soñar en otras lenguas y ejercitarnos en otras soledades.

Del viejo edificio del cine Tampico rescato dos convicciones hoy perdidas. Primero, la certeza de sus marquesinas anunciando, a transeúntes y automovilistas, la frontera de un distrito dominado por la fantasía; en efecto, desembocar en la calle Altamira era como penetrar en un territorio donde lo impensable podía dar inicio a cualquier hora de una cartelera, ¿no es cierto? En segundo lugar, añoro el tranquilo desenfado de comentar una cinta en el momento de su proyección, lo cual, además de hacernos comentaristas autorizados de cada fotograma, nos reintegraba a una mirada colectiva que sólo he vuelto a ver en los cines cubanos —en las butacas del Yara, frente al Coppelia, los espectadores habaneros todavía susurran escenas con amable desparpajo.

Sin embargo, algo distinto sucedió el día de “La selva blanca” … Filmada en 1972, aquella cinta representaba la sorpresa de una novedad diferente al haber sido rodada muy lejos del repertorio de nuestras reacciones tropicales. Trasvase fílmico del relato clásico de Jack London, “The Call of the Wild” —traído al español como “La llamada de la selva”—, diríase que en aquellas praderas titiritábamos a tropezones. Aunque hubiésemos realizado mil viajes a los confines más increíbles, al fondo del mar, a las estrellas o al centro de la tierra, junto al Charlton Heston de la gran pantalla éramos la primera vez de palabras boreales como “Yellowknife”, “Yukón”, “Klondike”, “Alaska” o “Canadá”. Por ello, en la gramática más glacial del celuloide, guardábamos silencio, todos, mi hermano mayor y yo, un gran silencio, los hijos de los vecinos, y ni qué decir de los demás habitantes de aquel minuto.

Era, si pudiera explicarse, un silencio absorto de sincronías. Ante la imposibilidad de reflejarnos en las páginas visuales de “La selva blanca”, aquel perro con alma de lobo —¿Buck…, se llamaba Buck? —, o el espectáculo de los gambusinos tragados por un río quebradizo, o las facciones de barbas cubiertas con estalactitas, o el horizonte de un vaho sin nombre entre las pulmonías más conocidas de la calle Colón…, en fin, todo se revelaba como un paréntesis hecho de pedagogías. Nos hacíamos aprendices de unos temblores recién adquiridos mientras, a trasmano, nos apropiábamos también de la ciencia de los destinos congelados. Asimismo, la palpable ilusión de aquel filme proveía un manual de instrucciones, pues a mí y a quien hubiese pagado el mismo boleto aquello nos permitiría triunfar sobre la estupefacción de todas las nevadas en todas las cintas venideras. Por añadidura, muchísimos años antes de conocer los bosques de coníferas y las praderas del Ártico, el cine Tampico ya me había instruido en la posibilidad de los témpanos fluviales o en la increíble realidad de las miradas escarchadas. Dicho de otro modo, nada prepara tanto como la ficción para vivir las vidas que quizás nunca seremos, o para resfriarnos como Dios manda en los inviernos del Polo Norte.

En la isla de Montreal, en contraparte, los cines han mudado la vocación de tales paréntesis. En las salas múltiples del Quartier Latin, del Forum o de la Cinemateca, suelo buscarme en la posibilidad de los reflejos cambiados, quiero decir, en las cintas de alta fidelidad con la lengua de la avenida Hidalgo. En estos meses tan propicios para la evocación —por el apocalipsis hay toque de queda y la ciudad anochece con eneros cada vez más efímeros—, recuerdo mi bautismo como cinéfilo de las nostalgias. Fue durante “Y tu mamá también”, de Alfonso Cuarón, allá por el año 2001, cuando Gael García y Diego Luna regresaban con inesperada contundencia a mis voces y groserías más instintivas. Sin necesidad de subtítulos, la cinta trascendía su simple valor de universidad de comportamientos y se exhibía, ante mí, ora como un archivero sentimental, ora como un muestrario de reflejos verbales.

Por supuesto que miro y embarco en las búsquedas de cada cinta durante los martes del dos por uno en las taquillas de Montreal. Sin embargo, y por uno de esos raros contrasentidos que solo el buen cine hace posibles, las pantallas canadienses, cuando suceden en lengua española, enlazan mi reconocimiento del “haber sido” con la lucidez del “estar siendo”. Al hacerlo, la melancolía de cualquier pasado no solo se transforma en diversión o pasatiempo, sino, sobre todo y ante todo, en paréntesis liberador de cualquier desarraigo.