/ miércoles 21 de abril de 2021

Autorretratos de hielo | El deber del “palabrero”

Antes que nada, conviene recordar que Tampico, Tamaulipas, México y Latinoamérica es una ciudad, estado, país y hemisferio dominado por los desplazamientos demográficos.

Sí, y llueve tanto ahora mismo en la isla de Montreal, y la primavera casi ha concluido sus deshielos…, y acaba de morir Alix Renaud, poeta de la diáspora haitiana en Quebec. En un mundo rebasado por las crisis migratorias, el fallecimiento de un alma hecha de letras, refugiada en el Polo Norte desde hacía más de cincuenta años, provoca reflexiones de colores diferentes: sobre todo, hace pensar que los escritores del exilio construyen nostalgias y elaboran melancolías con dialectos de una ensoñación distinta. En suma, inventan voces mucho más íntimas para un evento que, dígase lo que se quiera, necesita comenzar a nombrarse de otro modo en nuestros días, ¿verdad que sí?

Por lo demás, la muerte de un poeta desarraigado invita también a la evocación de otros que, como él, abandonaron los códigos postales de sus juegos de infancia. En un abrir y cerrar de ojos, por desgracia son demasiados los rostros que vienen a la memoria: Vallejo, Neruda, Cortázar, Gelman, Machado, Cernuda, Benedetti, León Felipe, Ida Vitale o Vicente Huidoboro. La lista crecería muchísimo si la llevásemos a las independencias, con José Martí y Juan Montalvo a la cabeza, y lo mismo sucedería al recordar a figuras coloniales fallecidas en las periferias de sus propios acentos, como el Inca Garcilaso o el muy nuestro Ruiz de Alarcón. Más a fondo en la retrospectiva, una pequeña escala en Dante extendería el comentario hasta Ovidio, acaso el más lúcido de todos los expatriados de Roma; lo sabemos, el autor de “El arte de amar” murió consumido, hasta la última gota de su escritura, por una tristeza infinita, muy allá, en los tiempos de Cristo, durante la recóndita Rumania de hace casi dos mil años. Entre tantos más que pudieran mencionarse para el efecto, la obra de todos y cada uno de ellos confirma que nada como un verso para luchar contra el desarraigo, y que nada como el poema para reinventar las esperanzas.

Por lo demás, y no sin cierta ironía, es claro que en nuestras literaturas han florecido siempre las ortografías de la ausencia y las gramáticas de la deportación. Sin embargo, la verdad más ignorada en el escritor exiliado es la responsabilidad que asume, acaso sin saberlo, de producir lenguajes para los futuros transterrados. Dicho de otro modo, cuando Rafael Alberti, desconsolado explicador de destierros y elocuente revelador de añoranzas, escribía que “hoy las nubes me trajeron, volando el mapa de España”; o cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda se despedía de Cuba con su “adiós, patria feliz, edén querido”; o cuando Cristina Peri Rossi decía, siempre muy uruguaya y siempre tan a su manera, que “nadie te despidió en el puerto de partida, nadie te esperaba en el puerto de llegada”, ninguno se detuvo en la pura expresión de un dolor, por demás, muy comprensible: por añadidura, allanaron también el camino hacia la pronunciación de los exilios venideros.

Dicho de otro modo, todos y cada uno de tales versos han puesto a nuestro servicio frases y expresiones que permiten ilustrar las despedidas y elucidar los refugios. En efecto, crear lenguajes para aclarar los éxodos, imaginar regresos para protegernos de los inviernos de una lengua extranjera, diseñar bienvenidas a salvo de las discriminaciones, tal es quizás el deber asumido por el buen “palabrero” cuando se aleja, quizás ya sin remedio, de los espejos más cotidianos de su ciudad natal —aquí, favor de entender “palabrero” por el lado más luminoso que la muerte de Alix Renaud le insufla a dicho vocablo—… En fin, mejor seguir adelante.

En la isla de Montreal he asistido al despliegue de las expresiones poéticas más diversas en torno a la migración. Con una mirada de balbucear proverbios, en las sobremesas de mis amigos de Senegal —legumbres de dicciones difíciles y arroz sazonado en “wólof”— se suele repetir que todos somos hijos de alguna expulsión, desde Adán y Eva hasta nuestros días, y, con acentos de estómago feliz, se concluye siempre que haberse ido es iniciar en secreto la jornada del regreso. En otras ocasiones, también he compartido autobuses de larga distancia con gente del Magreb, almas cuya cortesía señala que en la isla de Montreal todos somos viajeros, y que los hielos de la ciudad sólo pueden transitarse con cálidos verbos de bienvenida; para lo que ocupa decir aquí, en la musicalidad de tales frases se presienten fuertes esencias poéticas, pues ellas se alojan en el caletre sin mediar grandes ejercicios de retención.

Ya, ya prosigo… Tal y como sucedía durante las semanas anteriores a la pandemia que hoy recorre nuestras confusiones, hoy extraño muchísimo la oficina de una colega austriaca, mujer de estaturas inalcanzables cuya puerta exhibe unos renglones de Bertolt Brecht capaces de hacer sentir alemán al más alejado de los descendientes del Golfo de México: “No pongas ningún clavo y tira tu abrigo en el diván. No hagas planes para más de cuatro días, mañana mismo estarás de regreso”. En la Plaza de Portugal, donde los soles indecisos de abril animan mis intrusiones en las charlas ajenas y además tan sanitarias, a menudo he escuchado a Camoens en la boca de doña Larisa, una jubilada lisboeta de metáforas peregrinas, pues, según remata ella en muchas de sus frases, “la vida son los cielos diferentes”. Al final de sus travesías, la tarea del poeta de cualquier diáspora es sembrar palabras donde no las hay, colmar los labios vacíos y entonces hacer más breve la pronunciación de las distancias. Asimismo, y sin otro afán que el de enseñarnos a nombrar los desarraigos —y siempre muy ajeno a los dramatismos de papel, dicho sea de paso—, el deber del “palabrero” también es predecirnos, esto es, hacernos sospechar las patrias verbales que a todos nos habitan al salir fuera de casa.

Con una mirada de balbucear proverbios, en las sobremesas de mis amigos de Senegal —legumbres de dicciones difíciles y arroz sazonado en “wólof”— se suele repetir que todos somos hijos de alguna expulsión, desde Adán y Eva hasta nuestros días, y, con acentos de estómago feliz, se concluye siempre que haberse ido es iniciar en secreto la jornada del regreso.

Antes que nada, conviene recordar que Tampico, Tamaulipas, México y Latinoamérica es una ciudad, estado, país y hemisferio dominado por los desplazamientos demográficos.

Sí, y llueve tanto ahora mismo en la isla de Montreal, y la primavera casi ha concluido sus deshielos…, y acaba de morir Alix Renaud, poeta de la diáspora haitiana en Quebec. En un mundo rebasado por las crisis migratorias, el fallecimiento de un alma hecha de letras, refugiada en el Polo Norte desde hacía más de cincuenta años, provoca reflexiones de colores diferentes: sobre todo, hace pensar que los escritores del exilio construyen nostalgias y elaboran melancolías con dialectos de una ensoñación distinta. En suma, inventan voces mucho más íntimas para un evento que, dígase lo que se quiera, necesita comenzar a nombrarse de otro modo en nuestros días, ¿verdad que sí?

Por lo demás, la muerte de un poeta desarraigado invita también a la evocación de otros que, como él, abandonaron los códigos postales de sus juegos de infancia. En un abrir y cerrar de ojos, por desgracia son demasiados los rostros que vienen a la memoria: Vallejo, Neruda, Cortázar, Gelman, Machado, Cernuda, Benedetti, León Felipe, Ida Vitale o Vicente Huidoboro. La lista crecería muchísimo si la llevásemos a las independencias, con José Martí y Juan Montalvo a la cabeza, y lo mismo sucedería al recordar a figuras coloniales fallecidas en las periferias de sus propios acentos, como el Inca Garcilaso o el muy nuestro Ruiz de Alarcón. Más a fondo en la retrospectiva, una pequeña escala en Dante extendería el comentario hasta Ovidio, acaso el más lúcido de todos los expatriados de Roma; lo sabemos, el autor de “El arte de amar” murió consumido, hasta la última gota de su escritura, por una tristeza infinita, muy allá, en los tiempos de Cristo, durante la recóndita Rumania de hace casi dos mil años. Entre tantos más que pudieran mencionarse para el efecto, la obra de todos y cada uno de ellos confirma que nada como un verso para luchar contra el desarraigo, y que nada como el poema para reinventar las esperanzas.

Por lo demás, y no sin cierta ironía, es claro que en nuestras literaturas han florecido siempre las ortografías de la ausencia y las gramáticas de la deportación. Sin embargo, la verdad más ignorada en el escritor exiliado es la responsabilidad que asume, acaso sin saberlo, de producir lenguajes para los futuros transterrados. Dicho de otro modo, cuando Rafael Alberti, desconsolado explicador de destierros y elocuente revelador de añoranzas, escribía que “hoy las nubes me trajeron, volando el mapa de España”; o cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda se despedía de Cuba con su “adiós, patria feliz, edén querido”; o cuando Cristina Peri Rossi decía, siempre muy uruguaya y siempre tan a su manera, que “nadie te despidió en el puerto de partida, nadie te esperaba en el puerto de llegada”, ninguno se detuvo en la pura expresión de un dolor, por demás, muy comprensible: por añadidura, allanaron también el camino hacia la pronunciación de los exilios venideros.

Dicho de otro modo, todos y cada uno de tales versos han puesto a nuestro servicio frases y expresiones que permiten ilustrar las despedidas y elucidar los refugios. En efecto, crear lenguajes para aclarar los éxodos, imaginar regresos para protegernos de los inviernos de una lengua extranjera, diseñar bienvenidas a salvo de las discriminaciones, tal es quizás el deber asumido por el buen “palabrero” cuando se aleja, quizás ya sin remedio, de los espejos más cotidianos de su ciudad natal —aquí, favor de entender “palabrero” por el lado más luminoso que la muerte de Alix Renaud le insufla a dicho vocablo—… En fin, mejor seguir adelante.

En la isla de Montreal he asistido al despliegue de las expresiones poéticas más diversas en torno a la migración. Con una mirada de balbucear proverbios, en las sobremesas de mis amigos de Senegal —legumbres de dicciones difíciles y arroz sazonado en “wólof”— se suele repetir que todos somos hijos de alguna expulsión, desde Adán y Eva hasta nuestros días, y, con acentos de estómago feliz, se concluye siempre que haberse ido es iniciar en secreto la jornada del regreso. En otras ocasiones, también he compartido autobuses de larga distancia con gente del Magreb, almas cuya cortesía señala que en la isla de Montreal todos somos viajeros, y que los hielos de la ciudad sólo pueden transitarse con cálidos verbos de bienvenida; para lo que ocupa decir aquí, en la musicalidad de tales frases se presienten fuertes esencias poéticas, pues ellas se alojan en el caletre sin mediar grandes ejercicios de retención.

Ya, ya prosigo… Tal y como sucedía durante las semanas anteriores a la pandemia que hoy recorre nuestras confusiones, hoy extraño muchísimo la oficina de una colega austriaca, mujer de estaturas inalcanzables cuya puerta exhibe unos renglones de Bertolt Brecht capaces de hacer sentir alemán al más alejado de los descendientes del Golfo de México: “No pongas ningún clavo y tira tu abrigo en el diván. No hagas planes para más de cuatro días, mañana mismo estarás de regreso”. En la Plaza de Portugal, donde los soles indecisos de abril animan mis intrusiones en las charlas ajenas y además tan sanitarias, a menudo he escuchado a Camoens en la boca de doña Larisa, una jubilada lisboeta de metáforas peregrinas, pues, según remata ella en muchas de sus frases, “la vida son los cielos diferentes”. Al final de sus travesías, la tarea del poeta de cualquier diáspora es sembrar palabras donde no las hay, colmar los labios vacíos y entonces hacer más breve la pronunciación de las distancias. Asimismo, y sin otro afán que el de enseñarnos a nombrar los desarraigos —y siempre muy ajeno a los dramatismos de papel, dicho sea de paso—, el deber del “palabrero” también es predecirnos, esto es, hacernos sospechar las patrias verbales que a todos nos habitan al salir fuera de casa.

Con una mirada de balbucear proverbios, en las sobremesas de mis amigos de Senegal —legumbres de dicciones difíciles y arroz sazonado en “wólof”— se suele repetir que todos somos hijos de alguna expulsión, desde Adán y Eva hasta nuestros días, y, con acentos de estómago feliz, se concluye siempre que haberse ido es iniciar en secreto la jornada del regreso.