/ miércoles 1 de diciembre de 2021

Autorretratos de hielo | El invierno recorre las citas

Y te levantas así, en la última mañana de noviembre, hablándole al espejo con acentos de nieve, de tanta nieve del otro lado de vida. Buscas en la memoria alguna cita, una frase cuajada por la sabiduría local, algo que ofrezca contundencias para decir, como lo haría William Carlos Williams, que “ahora habitamos un invierno tanto más invernal cuanto más ordenado”. Es verdad, a menudo la organización de las calles en la isla de Montreal hace más palpable el vacío de los transeúntes.

Y elaboras a borbotones la certeza de que las bajas temperaturas nos reconcentran, nos reducen a la mínima expresión de nuestros nombres. Poco a poco volvemos a convertirnos en seres de frases únicas, ¿cómo decirlo?, en labios que ahorran calor mediante oraciones concisas, de las que dan en el blanco sin puntos y sin apartes.

Por lo demás, las ventanas dicen que ya no hay vuelta de hoja en los mantos blanquísimos que cubren las calles cuando pasa un camión con un anuncio que se te parece, “Alimentos y Bebidas Morales”, escrito en francés, todo salvo ese apellido que te devuelve al ejercicio de tu acento natal.

En silencio has buscado otra sentencia que resuma el instante en que aquel vehículo bilingüe siguió su camino sin mirar hacia el balcón donde citaste de memoria a María Zambrano: “ser exiliada es la única forma que he tenido de ser española”, decía ella, y tú también, porque ser tampiqueño es la única forma que has conocido de tener frío —perseguida por el franquismo, debieron ser tan nostálgicas las clases de doña María en la Universidad Nicolaita, allá en Morelia, según recuerdas…

Y sales a la calle con botas de vikingo. ¿Cuándo fue que aprendiste a calzártelas sin sorpresa? En el viaje cotidiano al periódico del día, la última tormenta ha borrado el parecido de la avenida Laurier con el bulevar López Mateos, porque sólo en verano Tampico se refleja en los pavimentos boreales. De repente, estás seguro de haber encontrado en las aceras congeladas la razón para escribir la columna del miércoles con este tono de desvarío que las nevadas nos imponen a todos.

Aún hay tiempo para decidir si tendrás o no el arrojo de redactarte en sentido contrario a los pronombres, y después has entrado a la pequeña librería del barrio. Como de soslayo miraste al empleado, su forma de esquivarte con modales de apocalipsis, porque todos somos distancia social, otra vez, prudencia sanitaria en la isla de Montreal, otra vez, la cuarta ola, el regreso al confinamiento, los muertos por venir, otra vez. Pero cuánta falta te hacía mirarte en el rostro de la gente, acéptalo, a pesar de las mascarillas y del idioma extranjero de tu silencio.

Al pagar recordarás otra cita, ahora de Juan Carlos Onetti, y nadie sabrá que la calle Colón sigue vigente en las cavilaciones de tu billetera: “cada uno acepta lo que va descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás”. Quizás todos callamos en invierno porque la nieve nos aleja de los proverbios del otro, nos aísla de sus axiomas y de sus aforismos…, en fin, mejor seguir adelante.

Y, además, hoy ha sido día de paga. Crees merecer una buena cerveza en ese bar madrileño tan acogedor. “La Barraca”, así se llama el sitio donde pides una rubia con mirada triunfadora, y el mesero te reconoce, charlan un buen rato en lengua cristiana, él con dejes de madre patria, tío, tú con requiebros de río Pánuco, compadre. En el antepenúltimo trago evocas una cita de Camus en voz alta, porque hay mucho bullicio en la barra y así no se puede pensar como Dios manda. “Ningún hombre es hipócrita en el ejercicio de sus gustos”.

Sea como sea, en aquel minuto de la noche te has sentido bien detrás de tus adagios, hablando tropical, aun pensando que quizás nunca te atreverías a buscar una escritura diferente para decir que el invierno nos comprime, nos sedimenta, nos envía muy al fondo de lo que somos. Sin embargo, acaso sólo así, con sintaxis tergiversadas, se puedan describir los surcos de azúcar glas en las banquetas de tu regreso a casa.

Y entras al puesto de los chinos, a dos calles de tu edificio, en el último suspiro de noviembre. Te decides por una sopa tonkinesa, sólo legumbres, por favor y para llevar, es lo que apetece, caldos a punto de ebullición, salsas casi volcánicas, y en la mesa del comedor le sonríes al crucero de naciones de tu apetito, porque has acompañado aquel guiso vietnamita con vino chileno; por si fuera poco, escuchabas a Compay Segundo cantando el guantanamera, guajira guantamera, y lo demás.

Casi estás seguro, ahora, mientras recoges el plato y limpias las huellas de tus descuidos en el pequeño mantel de Oaxaca, sí, el migrante está sobrepoblado de mundos, vive en todos lados desde la patria fija de su idioma, permanece parado en la puerta de sus palabras viendo pasar las otras lenguas del tiempo, y por más que te esfuerzas no puedes recordar la ciencia cierta de aquella cita de Knut Hamsun, el noruego…, ¿o era sueco?..., para el caso, escritor escandinavo: “qué no inventarán nuestros sentimientos cuando nos aprieta el hambre”.

Y casi amaneces en diciembre escribiendo a los amigos de adolescencia, ciudadanos de la juventud más ilustre del parque Méndez. El invierno es tan indescriptible, produce tiriteras sin diccionarios posibles. Bromeas un poco más con ellos, porque “escalofriar” es un verbo inventado por esquimales, vieran nomás, y ya no dudas sobre la mejor forma de hablar del invierno, porque sólo así, dicharachero, es posible triunfar en la explicación de los glaciares.

Además, no has podido quitarte de la cabeza el guantanamera de Compay Segundo que te ha hecho pensar muchísimo en José Martí, también cubano, muy migrante, siempre poeta —tantas cosas era Martí en el subsuelo de aquella cita—: “todo está dicho ya, pero las cosas cada vez que son sinceras son nuevas”.

Y te levantas así, en la última mañana de noviembre, hablándole al espejo con acentos de nieve, de tanta nieve del otro lado de vida. Buscas en la memoria alguna cita, una frase cuajada por la sabiduría local, algo que ofrezca contundencias para decir, como lo haría William Carlos Williams, que “ahora habitamos un invierno tanto más invernal cuanto más ordenado”. Es verdad, a menudo la organización de las calles en la isla de Montreal hace más palpable el vacío de los transeúntes.

Y elaboras a borbotones la certeza de que las bajas temperaturas nos reconcentran, nos reducen a la mínima expresión de nuestros nombres. Poco a poco volvemos a convertirnos en seres de frases únicas, ¿cómo decirlo?, en labios que ahorran calor mediante oraciones concisas, de las que dan en el blanco sin puntos y sin apartes.

Por lo demás, las ventanas dicen que ya no hay vuelta de hoja en los mantos blanquísimos que cubren las calles cuando pasa un camión con un anuncio que se te parece, “Alimentos y Bebidas Morales”, escrito en francés, todo salvo ese apellido que te devuelve al ejercicio de tu acento natal.

En silencio has buscado otra sentencia que resuma el instante en que aquel vehículo bilingüe siguió su camino sin mirar hacia el balcón donde citaste de memoria a María Zambrano: “ser exiliada es la única forma que he tenido de ser española”, decía ella, y tú también, porque ser tampiqueño es la única forma que has conocido de tener frío —perseguida por el franquismo, debieron ser tan nostálgicas las clases de doña María en la Universidad Nicolaita, allá en Morelia, según recuerdas…

Y sales a la calle con botas de vikingo. ¿Cuándo fue que aprendiste a calzártelas sin sorpresa? En el viaje cotidiano al periódico del día, la última tormenta ha borrado el parecido de la avenida Laurier con el bulevar López Mateos, porque sólo en verano Tampico se refleja en los pavimentos boreales. De repente, estás seguro de haber encontrado en las aceras congeladas la razón para escribir la columna del miércoles con este tono de desvarío que las nevadas nos imponen a todos.

Aún hay tiempo para decidir si tendrás o no el arrojo de redactarte en sentido contrario a los pronombres, y después has entrado a la pequeña librería del barrio. Como de soslayo miraste al empleado, su forma de esquivarte con modales de apocalipsis, porque todos somos distancia social, otra vez, prudencia sanitaria en la isla de Montreal, otra vez, la cuarta ola, el regreso al confinamiento, los muertos por venir, otra vez. Pero cuánta falta te hacía mirarte en el rostro de la gente, acéptalo, a pesar de las mascarillas y del idioma extranjero de tu silencio.

Al pagar recordarás otra cita, ahora de Juan Carlos Onetti, y nadie sabrá que la calle Colón sigue vigente en las cavilaciones de tu billetera: “cada uno acepta lo que va descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás”. Quizás todos callamos en invierno porque la nieve nos aleja de los proverbios del otro, nos aísla de sus axiomas y de sus aforismos…, en fin, mejor seguir adelante.

Y, además, hoy ha sido día de paga. Crees merecer una buena cerveza en ese bar madrileño tan acogedor. “La Barraca”, así se llama el sitio donde pides una rubia con mirada triunfadora, y el mesero te reconoce, charlan un buen rato en lengua cristiana, él con dejes de madre patria, tío, tú con requiebros de río Pánuco, compadre. En el antepenúltimo trago evocas una cita de Camus en voz alta, porque hay mucho bullicio en la barra y así no se puede pensar como Dios manda. “Ningún hombre es hipócrita en el ejercicio de sus gustos”.

Sea como sea, en aquel minuto de la noche te has sentido bien detrás de tus adagios, hablando tropical, aun pensando que quizás nunca te atreverías a buscar una escritura diferente para decir que el invierno nos comprime, nos sedimenta, nos envía muy al fondo de lo que somos. Sin embargo, acaso sólo así, con sintaxis tergiversadas, se puedan describir los surcos de azúcar glas en las banquetas de tu regreso a casa.

Y entras al puesto de los chinos, a dos calles de tu edificio, en el último suspiro de noviembre. Te decides por una sopa tonkinesa, sólo legumbres, por favor y para llevar, es lo que apetece, caldos a punto de ebullición, salsas casi volcánicas, y en la mesa del comedor le sonríes al crucero de naciones de tu apetito, porque has acompañado aquel guiso vietnamita con vino chileno; por si fuera poco, escuchabas a Compay Segundo cantando el guantanamera, guajira guantamera, y lo demás.

Casi estás seguro, ahora, mientras recoges el plato y limpias las huellas de tus descuidos en el pequeño mantel de Oaxaca, sí, el migrante está sobrepoblado de mundos, vive en todos lados desde la patria fija de su idioma, permanece parado en la puerta de sus palabras viendo pasar las otras lenguas del tiempo, y por más que te esfuerzas no puedes recordar la ciencia cierta de aquella cita de Knut Hamsun, el noruego…, ¿o era sueco?..., para el caso, escritor escandinavo: “qué no inventarán nuestros sentimientos cuando nos aprieta el hambre”.

Y casi amaneces en diciembre escribiendo a los amigos de adolescencia, ciudadanos de la juventud más ilustre del parque Méndez. El invierno es tan indescriptible, produce tiriteras sin diccionarios posibles. Bromeas un poco más con ellos, porque “escalofriar” es un verbo inventado por esquimales, vieran nomás, y ya no dudas sobre la mejor forma de hablar del invierno, porque sólo así, dicharachero, es posible triunfar en la explicación de los glaciares.

Además, no has podido quitarte de la cabeza el guantanamera de Compay Segundo que te ha hecho pensar muchísimo en José Martí, también cubano, muy migrante, siempre poeta —tantas cosas era Martí en el subsuelo de aquella cita—: “todo está dicho ya, pero las cosas cada vez que son sinceras son nuevas”.