/ miércoles 6 de octubre de 2021

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo


(III)

Sí, hace un par de semanas murió Orlando Ortiz, el escritor tampiqueño, en la Ciudad de México de todos nosotros.

Nacido en 1945, lo suyo debe haber sido un Tampico sobrepoblado de ensoñaciones diferentes.

Entonces los paseos aún eran viajes en tranvía, y el cine “Chabelito” ofrecía programas dobles, y la Plaza de la Libertad preparaba la nostalgia de comenzar a recordar al eterno Humphrey Bogart paseando por nuestras calles, y los muelles del Pánuco recibían, entre noches complicadas de mosquitos, la llegada constante de nuevos exiliados: los desplazados de la España franquista, los sobrevivientes de una guerra en las ciudades libanesas —Beirut, Baalbek, Trípoli, Sidón, y etcétera—, o los hijos de Cantón huyendo a toda prisa del régimen de Mao... Dígase lo que se quiera, de seguro Orlando aprendió a solucionar los calores de agosto entre las marquesinas de un puerto que se había transformado, acaso sin saberlo y quizás hasta nuestros días, en un mapamundi de trashumancias.

Aquel Tampico era otra cosa, qué duda cabe, y a Orlando Ortiz lo conocí a inicios de los noventa, durante un evento literario en los salones del Camino Real. “Letras del estío”, tal era el nombre de aquel encuentro estatal —si la memoria no se me despeña…—. Entre otros, la ocasión congregó a los hijos locales del taller de Gloria Gómez Guzmán así como a los discípulos maderenses de Arturo Castillo Alva; además, muchos escritores noveles hicieron el viaje desde Mante y Nuevo Laredo, de Cd. Victoria y de Reynosa, de Jaumave y también de Matamoros.

Por cierto, varios de aquellos participantes serían incluidos después en esa investigación monumental de Orlando, una enciclopedia de voces congregadas en el interior de cuatro extensos volúmenes, a cuál más erudito y luminoso: “Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas”, editados por el ITCA hace más o menos una década.

Metidos a recordar, los tres días de aquel guateque resultaron especiales. Él permanecía allí, siempre allí, cruzando la pierna de su cuerpo gigantesco frente a la mesa de nuestras palabras, inclinando el rostro de su piocha inolvidable ante la timidez de los participantes: en efecto, para muchos de nosotros aquella era la primera vez de un texto sufrido en voz alta en un salón abarrotado de murmullos, y quizás también de críticas implacables.

Con el gesto juicioso de una camisa a cuadros y la parsimonia de unos anteojos como antifaz de generosidades, su cabeza inclinada nos aseguraba que un poema iniciático requiere calistenias de sonrojos, y, sobre todo, exige aprender a morir de vergüenza —los peores escritores son los más seguros de sí mismos, diría con toda razón el irrazonable Bukowski…

Vecino de la zona centro, al paso de nuestros intercambios pude descubrir su infancia, y acaso también su adolescencia, en la otrora calle Carpintero, hoy José de Escandón. De hecho, esa fue su tarjeta de presentación desde nuestra primera charla, cuando, inevitables, recordábamos a dos voces aquel bar que años después fue movido de su lugar; “Los Pescadores”, así se llamaba el lugar, y cómo olvidarlo, porque yo mismo había nacido a media cuadra de las borracheras más ilustres en época de aguinaldos, en la mismísima Canseco esquina con Tamaulipas.

Además, le aseguraba, fueron muchas las ocasiones en que mi niñez se detuvo a leer los letreros en el vaivén de unas puertas de péndulo que evocaban las cantinas del salvaje oeste: “se negará el consumo a menores y mujeres, a vendedores de lo que sea, a limpiabotas extraviados, a uniformados sin oficio, y también a cobradores…”.

Gracias a esa complicidad a toda prueba que se instala pronto entre los nacidos bajo el gentilicio del parque Méndez, y aun sin haber sido amigos muy cercanos, estoy seguro de que Orlando hubiera aceptado mi invitación para presentirnos como vecinos traslapados, esto es, como almas capaces de entreverar los casi veinticinco años de recuerdos paralelos que separaban nuestras edades. Dicho de otro modo, si habíamos nacido en el mismo centro del mundo, ¿por qué no prestarnos la nostalgia para explicarnos al unísono como hijos inevitables de los ciclones, o como habitantes eméritos del sudor?

La última vez que la coincidencia nos permitió cruzar una charla literaria, él era un gran helado de fresa en el Elite y yo un café expreso en nuestra mesa. Entretenidísimo. Hablamos de las muchas veces que Tampico se había convertido en novela, y pasamos rápido por autores más bien canónicos.

Aunque, de repente, lo mejor era guardar silencio porque Orlando, con ese acento de quien ha dedicado su vida a reinventar melancolías, se había lanzado ya a disertar sobre narradores como Joseph Hergesheiner, no lo conocía, o Manuel Puig Casauranc, lo leeré, te lo prometo, y por último Toby Olson... Enseguida le hablé de una extrañeza parecida en la ciudad de mis desarraigos, en la isla de Montreal, cuando a menudo me sorprenden tanto mis propios festejos ante la mención de las lluvias congeladas o de las auroras boreales en los libros que me salen al paso en el Polo Norte.

Y, claro, le prometí escribir al respecto, algún día, no sé, algo que se titulara, y por qué no, “El libro en el espejo”: allí reflexionaría sobre los parpadeos que se producen en cualquier lector cuando descubre su calle natal transformada en personaje de ficción.

Ya, ya casi concluyo... Decía, pues, que en la sorpresa de leer la palabra “Tampico” en un relato —o en el sobresalto que provocan las sílabas de la “isla de Montreal” en cualquier novela— subyace la sospecha de que nuestro paso por el mundo ya no es tan efímero.

Y Orlando Ortiz lo sabía, claro que lo sabía, pues si bien es cierto que no acudimos a la literatura en busca de eternidades, vemos en ella un arma para triunfar sobre la soledad, ¿o me equivoco? Quizás por eso le gustaba tanto regresar al terruño, para que alguien pudiera imaginarlo acompañado en un texto venidero, o, siquiera, para que alguien siguiera deletreando su parsimoniosa honestidad del otro lado del tiempo.


(III)

Sí, hace un par de semanas murió Orlando Ortiz, el escritor tampiqueño, en la Ciudad de México de todos nosotros.

Nacido en 1945, lo suyo debe haber sido un Tampico sobrepoblado de ensoñaciones diferentes.

Entonces los paseos aún eran viajes en tranvía, y el cine “Chabelito” ofrecía programas dobles, y la Plaza de la Libertad preparaba la nostalgia de comenzar a recordar al eterno Humphrey Bogart paseando por nuestras calles, y los muelles del Pánuco recibían, entre noches complicadas de mosquitos, la llegada constante de nuevos exiliados: los desplazados de la España franquista, los sobrevivientes de una guerra en las ciudades libanesas —Beirut, Baalbek, Trípoli, Sidón, y etcétera—, o los hijos de Cantón huyendo a toda prisa del régimen de Mao... Dígase lo que se quiera, de seguro Orlando aprendió a solucionar los calores de agosto entre las marquesinas de un puerto que se había transformado, acaso sin saberlo y quizás hasta nuestros días, en un mapamundi de trashumancias.

Aquel Tampico era otra cosa, qué duda cabe, y a Orlando Ortiz lo conocí a inicios de los noventa, durante un evento literario en los salones del Camino Real. “Letras del estío”, tal era el nombre de aquel encuentro estatal —si la memoria no se me despeña…—. Entre otros, la ocasión congregó a los hijos locales del taller de Gloria Gómez Guzmán así como a los discípulos maderenses de Arturo Castillo Alva; además, muchos escritores noveles hicieron el viaje desde Mante y Nuevo Laredo, de Cd. Victoria y de Reynosa, de Jaumave y también de Matamoros.

Por cierto, varios de aquellos participantes serían incluidos después en esa investigación monumental de Orlando, una enciclopedia de voces congregadas en el interior de cuatro extensos volúmenes, a cuál más erudito y luminoso: “Ensayo panorámico de la literatura en Tamaulipas”, editados por el ITCA hace más o menos una década.

Metidos a recordar, los tres días de aquel guateque resultaron especiales. Él permanecía allí, siempre allí, cruzando la pierna de su cuerpo gigantesco frente a la mesa de nuestras palabras, inclinando el rostro de su piocha inolvidable ante la timidez de los participantes: en efecto, para muchos de nosotros aquella era la primera vez de un texto sufrido en voz alta en un salón abarrotado de murmullos, y quizás también de críticas implacables.

Con el gesto juicioso de una camisa a cuadros y la parsimonia de unos anteojos como antifaz de generosidades, su cabeza inclinada nos aseguraba que un poema iniciático requiere calistenias de sonrojos, y, sobre todo, exige aprender a morir de vergüenza —los peores escritores son los más seguros de sí mismos, diría con toda razón el irrazonable Bukowski…

Vecino de la zona centro, al paso de nuestros intercambios pude descubrir su infancia, y acaso también su adolescencia, en la otrora calle Carpintero, hoy José de Escandón. De hecho, esa fue su tarjeta de presentación desde nuestra primera charla, cuando, inevitables, recordábamos a dos voces aquel bar que años después fue movido de su lugar; “Los Pescadores”, así se llamaba el lugar, y cómo olvidarlo, porque yo mismo había nacido a media cuadra de las borracheras más ilustres en época de aguinaldos, en la mismísima Canseco esquina con Tamaulipas.

Además, le aseguraba, fueron muchas las ocasiones en que mi niñez se detuvo a leer los letreros en el vaivén de unas puertas de péndulo que evocaban las cantinas del salvaje oeste: “se negará el consumo a menores y mujeres, a vendedores de lo que sea, a limpiabotas extraviados, a uniformados sin oficio, y también a cobradores…”.

Gracias a esa complicidad a toda prueba que se instala pronto entre los nacidos bajo el gentilicio del parque Méndez, y aun sin haber sido amigos muy cercanos, estoy seguro de que Orlando hubiera aceptado mi invitación para presentirnos como vecinos traslapados, esto es, como almas capaces de entreverar los casi veinticinco años de recuerdos paralelos que separaban nuestras edades. Dicho de otro modo, si habíamos nacido en el mismo centro del mundo, ¿por qué no prestarnos la nostalgia para explicarnos al unísono como hijos inevitables de los ciclones, o como habitantes eméritos del sudor?

La última vez que la coincidencia nos permitió cruzar una charla literaria, él era un gran helado de fresa en el Elite y yo un café expreso en nuestra mesa. Entretenidísimo. Hablamos de las muchas veces que Tampico se había convertido en novela, y pasamos rápido por autores más bien canónicos.

Aunque, de repente, lo mejor era guardar silencio porque Orlando, con ese acento de quien ha dedicado su vida a reinventar melancolías, se había lanzado ya a disertar sobre narradores como Joseph Hergesheiner, no lo conocía, o Manuel Puig Casauranc, lo leeré, te lo prometo, y por último Toby Olson... Enseguida le hablé de una extrañeza parecida en la ciudad de mis desarraigos, en la isla de Montreal, cuando a menudo me sorprenden tanto mis propios festejos ante la mención de las lluvias congeladas o de las auroras boreales en los libros que me salen al paso en el Polo Norte.

Y, claro, le prometí escribir al respecto, algún día, no sé, algo que se titulara, y por qué no, “El libro en el espejo”: allí reflexionaría sobre los parpadeos que se producen en cualquier lector cuando descubre su calle natal transformada en personaje de ficción.

Ya, ya casi concluyo... Decía, pues, que en la sorpresa de leer la palabra “Tampico” en un relato —o en el sobresalto que provocan las sílabas de la “isla de Montreal” en cualquier novela— subyace la sospecha de que nuestro paso por el mundo ya no es tan efímero.

Y Orlando Ortiz lo sabía, claro que lo sabía, pues si bien es cierto que no acudimos a la literatura en busca de eternidades, vemos en ella un arma para triunfar sobre la soledad, ¿o me equivoco? Quizás por eso le gustaba tanto regresar al terruño, para que alguien pudiera imaginarlo acompañado en un texto venidero, o, siquiera, para que alguien siguiera deletreando su parsimoniosa honestidad del otro lado del tiempo.