/ miércoles 5 de enero de 2022

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo

(IV)

También es cierto que nos acercamos a un libro para encontrarnos, para verificar los nombres que llevamos encima o, por qué no, para sentirnos un poco menos solitarios —perdón por empezar con tonos de pesimismo: hay toque de queda sanitario en la isla de Montreal…, otra vez…, y qué se le va a hacer.

Permítaseme abundar. Si acaso los perfiles de la identidad tampiqueña aparecen proyectados en una novela, en un buen poema o en una película de éxito, con un orgullo mal disimulado nos levantaremos el cuello para explicar que la playa de Miramar siempre había sido así de irrefutable, y allí está la belleza de la página que la confirma, allá la sonoridad del verso que la corrobora, y acullá los filmes taquilleros que mejor la representan. Dígase lo que se quiera, es el ejercicio de la lectura lo que nos argumenta como los hijos de una ciudad en ebullición constante, es decir, como los habitantes de un destino que reinventa sus confirmaciones a toda hora del día.

Vale la pena recordar por un momento las políticas virreinales que prohibían la edición y lectura de los libros de fantasía. Al condenarlos, los censores de nuestra Nueva España reconocían la potencia creadora de la ficción, y, aunque por la espalda del espejo, celebraban el germen liberador que la imaginación siembra en quien, llegado el momento, se presentirá también como co-autor de lo leído. Trayendo lo anterior a contextos más actuales, cuando Pinochet prohibió en Chile la difusión del “Quijote” —ver Alberto Manguel y su “Historia de la lectura”—, se convirtió no sólo en su mejor crítico, sino en uno de los promotores más insólitos del poder transgresor que descubrimos en dicho libro.

Prosigo... En una de sus reflexiones más conocidas, Borges solía decir que “de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Desde tal certeza es posible afirmar que la literatura nos hace vivir al unísono en todas las nacionalidades y en todas las épocas, ¡y también en todos los destinos! Así, después de transitar por César Vallejo es muchísimo más fácil enamorarse a lo peruano, ¿no es cierto?, tanto como el desafío de comprender al gitano que todos llevamos dentro se desahoga mucho mejor entre las rimas de García Lorca, ¿o me equivoco?; lo mismo sucede con Gómez Jattin, poeta colombiano cuyos libros permiten discutir la vida como cartageneros genuinos, o con esas novelas de Mordecai Richler que confirman al transterrado como un judío errante, sí, como las almas sin domicilio fijo que todos somos en la isla de Montreal. Ah, sí, y cualquier nativo de la lengua de la Plaza de Armas aprenderá a descifrar con más desenvoltura los anhelos que lo recorren al regresar de los versos de Gloria Gómez: “yo no le canto al mar, pero es el golpe de su oleaje lo que sacude la orilla de todas mis palabras” —algo así dijo, no estoy seguro, estas cosas suelen citarse de memoria…

Ahora bien, todo esto quedaría en un aburridísimo delirio semi-filosófico sin Lyne Rajotte. Conviene repetir su nombre en el primer miércoles de enero: Lyne. No, no se trata de ninguna escritora sino de la funcionaria responsable de las lecturas infantiles en las primarias locales; gracias a su instinto literario —gracias a su audacia como lectora, quise decir—, las autoridades educativas cancelaron la compra de más de 200 libros infantiles en 72 bibliotecas escolares de la provincia de Quebec. De hecho, después de recorrer cada uno de sus contenidos, a nadie pasó desapercibida la tristeza con que Lyne informó a los medios de comunicación que la literatura para niños sigue sin representar el caleidoscopio de miradas que asiste a nuestros colegios. De los 200 títulos rechazados, por ejemplo, apenas el 18% contenían personajes que hacían pensar en la diversidad cultural, y, peor aún, de tan exiguo porcentaje sólo en el 8% de dichos títulos los protagonistas centrales venían de otras culturas o de otras religiones. ¿Gravísimo? Puede ser, sobre todo si se toma en cuenta que el número de alumnos con raíces migratorias en los pupitres del invierno es superior al 50% del total de la población estudiantil.

A más de la mitad de los niños locales parece que aún se le niega el derecho a proyectarse en un libro desde la especificidad que lo define. Dicha forma de imaginar aún es “demasiado blanca”, por no decir que perniciosa —concluyó Lyne, voz en alto, su diatriba contra la industria editorial del Polo Norte—, pues, como queda expuesto, en casi ninguno de los 200 volúmenes en cuestión había latinoamericanos, muy pocos africanos, ningún árabe, tampoco asiáticos, y mucho menos figuras autóctonas o amerindias. Por lo demás, la omisión confirma que en una sociedad tan variopinta como Quebec la convivencia pacífica de todas las culturas inicia en la página trascendental en la que cualquier chico, venga de donde venga, debe aprender a imaginarse distinto y ejemplar, a deletrearse asombroso y audaz, a pronunciarse irrepetible y también múltiple en solo golpe de voz.

Ya, ya casi termino… Convertida en la censora más inusitada de unas bibliotecas que se pretendían cosmopolitas, Lyne entendió que la infancia es el primer diálogo con el “otro” que también somos en las geografías de la imaginación. Por ello, su implacable trabajo de inquisidora exige que cada uno de nuestros hijos adquiera pronto las fantásticas herramientas —nunca, mejor dicho, creo yo— para narrarse árabe desde lo esquimal, para conjeturarse africano desde lo asiático, para leerse nórdico desde lo latinoamericano, o, en medio de tantos viceversas, para presentirse como el espejo más nítido de la calle Colón en cualquier libro de aventuras boreales.

(IV)

También es cierto que nos acercamos a un libro para encontrarnos, para verificar los nombres que llevamos encima o, por qué no, para sentirnos un poco menos solitarios —perdón por empezar con tonos de pesimismo: hay toque de queda sanitario en la isla de Montreal…, otra vez…, y qué se le va a hacer.

Permítaseme abundar. Si acaso los perfiles de la identidad tampiqueña aparecen proyectados en una novela, en un buen poema o en una película de éxito, con un orgullo mal disimulado nos levantaremos el cuello para explicar que la playa de Miramar siempre había sido así de irrefutable, y allí está la belleza de la página que la confirma, allá la sonoridad del verso que la corrobora, y acullá los filmes taquilleros que mejor la representan. Dígase lo que se quiera, es el ejercicio de la lectura lo que nos argumenta como los hijos de una ciudad en ebullición constante, es decir, como los habitantes de un destino que reinventa sus confirmaciones a toda hora del día.

Vale la pena recordar por un momento las políticas virreinales que prohibían la edición y lectura de los libros de fantasía. Al condenarlos, los censores de nuestra Nueva España reconocían la potencia creadora de la ficción, y, aunque por la espalda del espejo, celebraban el germen liberador que la imaginación siembra en quien, llegado el momento, se presentirá también como co-autor de lo leído. Trayendo lo anterior a contextos más actuales, cuando Pinochet prohibió en Chile la difusión del “Quijote” —ver Alberto Manguel y su “Historia de la lectura”—, se convirtió no sólo en su mejor crítico, sino en uno de los promotores más insólitos del poder transgresor que descubrimos en dicho libro.

Prosigo... En una de sus reflexiones más conocidas, Borges solía decir que “de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Desde tal certeza es posible afirmar que la literatura nos hace vivir al unísono en todas las nacionalidades y en todas las épocas, ¡y también en todos los destinos! Así, después de transitar por César Vallejo es muchísimo más fácil enamorarse a lo peruano, ¿no es cierto?, tanto como el desafío de comprender al gitano que todos llevamos dentro se desahoga mucho mejor entre las rimas de García Lorca, ¿o me equivoco?; lo mismo sucede con Gómez Jattin, poeta colombiano cuyos libros permiten discutir la vida como cartageneros genuinos, o con esas novelas de Mordecai Richler que confirman al transterrado como un judío errante, sí, como las almas sin domicilio fijo que todos somos en la isla de Montreal. Ah, sí, y cualquier nativo de la lengua de la Plaza de Armas aprenderá a descifrar con más desenvoltura los anhelos que lo recorren al regresar de los versos de Gloria Gómez: “yo no le canto al mar, pero es el golpe de su oleaje lo que sacude la orilla de todas mis palabras” —algo así dijo, no estoy seguro, estas cosas suelen citarse de memoria…

Ahora bien, todo esto quedaría en un aburridísimo delirio semi-filosófico sin Lyne Rajotte. Conviene repetir su nombre en el primer miércoles de enero: Lyne. No, no se trata de ninguna escritora sino de la funcionaria responsable de las lecturas infantiles en las primarias locales; gracias a su instinto literario —gracias a su audacia como lectora, quise decir—, las autoridades educativas cancelaron la compra de más de 200 libros infantiles en 72 bibliotecas escolares de la provincia de Quebec. De hecho, después de recorrer cada uno de sus contenidos, a nadie pasó desapercibida la tristeza con que Lyne informó a los medios de comunicación que la literatura para niños sigue sin representar el caleidoscopio de miradas que asiste a nuestros colegios. De los 200 títulos rechazados, por ejemplo, apenas el 18% contenían personajes que hacían pensar en la diversidad cultural, y, peor aún, de tan exiguo porcentaje sólo en el 8% de dichos títulos los protagonistas centrales venían de otras culturas o de otras religiones. ¿Gravísimo? Puede ser, sobre todo si se toma en cuenta que el número de alumnos con raíces migratorias en los pupitres del invierno es superior al 50% del total de la población estudiantil.

A más de la mitad de los niños locales parece que aún se le niega el derecho a proyectarse en un libro desde la especificidad que lo define. Dicha forma de imaginar aún es “demasiado blanca”, por no decir que perniciosa —concluyó Lyne, voz en alto, su diatriba contra la industria editorial del Polo Norte—, pues, como queda expuesto, en casi ninguno de los 200 volúmenes en cuestión había latinoamericanos, muy pocos africanos, ningún árabe, tampoco asiáticos, y mucho menos figuras autóctonas o amerindias. Por lo demás, la omisión confirma que en una sociedad tan variopinta como Quebec la convivencia pacífica de todas las culturas inicia en la página trascendental en la que cualquier chico, venga de donde venga, debe aprender a imaginarse distinto y ejemplar, a deletrearse asombroso y audaz, a pronunciarse irrepetible y también múltiple en solo golpe de voz.

Ya, ya casi termino… Convertida en la censora más inusitada de unas bibliotecas que se pretendían cosmopolitas, Lyne entendió que la infancia es el primer diálogo con el “otro” que también somos en las geografías de la imaginación. Por ello, su implacable trabajo de inquisidora exige que cada uno de nuestros hijos adquiera pronto las fantásticas herramientas —nunca, mejor dicho, creo yo— para narrarse árabe desde lo esquimal, para conjeturarse africano desde lo asiático, para leerse nórdico desde lo latinoamericano, o, en medio de tantos viceversas, para presentirse como el espejo más nítido de la calle Colón en cualquier libro de aventuras boreales.