/ miércoles 30 de marzo de 2022

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo

(V)

A veces ocurre que nuestra ciudad aparece entre las líneas de una novela. Estamos allí, es increíble, en cada una de las letras de un “Tampico” hecho de papel y de tinta, y entonces nos tallamos la cara mientras celebramos la vida que nos llega desde la fantasía. Es más, cuando una obra de ficción visita los códigos postales de nuestras rutinas, incluso nos entregamos a la entretenida vanidad de presentir que muchos otros lectores, ajenos quizás a las ortografías de la Plaza de Armas —donde la sabiduría aconseja jamás desentenderse de las palomas—, nos están deletreando desde ciudades muy lejanas, y acaso también en idiomas que nunca conoceremos.

Ocurre lo mismo cuando la ciudad adoptiva, esa que el migrante tampiqueño se ve forzado a elegir para continuar el destino, aparece en nuestras lecturas. Ensayados en cada una de las páginas felices en que descubrimos el nombre de “Tampico”, nos lanzamos de inmediato al festejo de ese otro sitio porque la isla de Montreal, con todas sus gramáticas y con todos sus bulevares, ha sido pronunciada ante nuestros ojos. Si “en las letras de ‘rosa’ está la rosa, y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’ ” —según decía Borges, y prometo no citarlo en un buen rato—, en el interior de las sílabas de la palabra “Montreal” somos la lectura de muchas cosas al mismo tiempo: somos las banquetas escarchadas en los paraderos de autobuses, por ejemplo, o las primaveras tardías en los jardines públicos, o la nieve que ya se retira de las melancolías y de los ventanales. Es más, gracias a las manifestaciones diarias contra la guerra en Ucrania, el topónimo de “Montreal” sin duda debe haberse nutrido con definiciones pacifistas durante las últimas semanas…, aunque lo mejor es no complicar más el asunto, y seguir adelante.

Ahora bien, para el transterrado hay una magia mayor que se produce cuando sus dos mundos esenciales convergen en una sola jornada de lectura. Dicho en términos climáticos, resulta maravilloso descubrir que los calores más cotidianos de Tampico pueden enlazarse a las nieves de marzo de la isla de Montreal en un mismo libro, y viceversa. Al descubrir ante nuestros ojos que las borrascas del Polo Norte están a unas cuantas páginas de distancia de las sudorosas esquinas de la calle Colón, para nuestro beneplácito comprobamos algo que siempre hemos sabido, es decir, que en la literatura nada es imposible, y que, muy a pesar de la incompatibilidad de ciudadanías que define a cualquier migrante —por cierto, el otro día conocí en francés a un chino-italiano…, Gabriele Chang se llamaba—, lo innato y lo adquirido, las expatriaciones y los destierros, las lenguas heredadas tanto como los idiomas aprendidos, todo eso y más puede conjugarse en un único flujo verbal.

Por increíble que parezca, tan singular coincidencia se produce en “El hombre que amaba a los perros” (2009), del escritor cubano Leonardo Padura. Al abordar el asesinato de León Trotski a manos de Ramón Mercader del Río, dicho libro es una obra que honra el oficio de los buenos contadores de historias, pues informa y entretiene muchísimo a lo largo de sus casi ochocientas páginas. Por lo demás, ningún episodio llegará tanto al corazón de los lectores del Golfo de México como el desembarco de Trotski en el Tampico que fuimos hace ya casi un siglo. Resulta muy intenso recorrer las frases que describen el arribo del mercante “Ruth” a nuestros muelles, constatar que Lázaro Cárdenas había enviado a la guardia presidencial para proteger al exiliado, recordar asimismo el cálido recibimiento que Frida Kahlo dispensó al ilustre personaje frente a la Aduana Marítima. Después vinieron los paseos de la comitiva por la zona centro en autos vigiladísimos, y sin duda también la admiración de los Trotski ante las palmeras gigantes de la Plaza de la Libertad. Respecto a la comilona ofrecida al recién llegado y a su esposa, vale la pena recordar las palabras de Padura: “Los vinos franceses y el tequila mexicano ayudaron a Liev Davídovich y a Natalia en el empeño de saltar del mole poblano a las puntas de filete a la tampiqueña, del pescado a la veracruzana a la consistencia rugosa de las tortillas, coloreadas y enriquecidas con pollo, guacamole, ajíes, jitomates, frijoles refritos, cebollas y cerdo asado al carbón”... Y porque nada se dijo del agua de jobito, de la horchata o el tepache —ideales en ocasiones parecidas—, mejor obviar el carnaval de frutas que aquel párrafo puso sobre la mesa del histórico recibimiento.

El exotismo con que Padura describe el Tampico de los años treinta parece sostener, en el interior de la novela, la sorpresa de Trotski. Diríase que ambas extrañezas, la del escritor tanto como la del personaje, se acompañan en el relato, y lo mismo sucede cuando se habla del invierno, pues, según nos informa el libro al pasar por Rusia, Noruega o Canadá, el trópico está en cualquier sitio donde uno no deba vivir seis meses al año muriéndose de frío. Ese soñar con tardes soleadas y ese detestar las mangas largas son dos de las actitudes que mejor definen a Ramón Mercader durante su estadía en la isla de Montreal, porque fue aquí, aquí mismo, en las avenidas bajo cero de todos estos autorretratos de hielo, donde el asesino catalán se procuró el falso pasaporte que le permitiría aterrizar en las páginas de la Ciudad de México sin levantar sospechas.

Al final, entretejido de exilios y de persecuciones, tal pareciera que el siglo XX relatado por Leonardo Padura sigue vigente. Sí, “El hombre que amaba a los perros” es una obra que actualiza la bipolaridad de un mundo dominado por los belicismos y los destierros. Y los hijos naturales de cualquier paraíso perdido, tanto como los habitantes extranjeros de cualquier tierra prometida, estamos allí, estamos aquí, buscándonos, leyéndonos, descifrándonos en el espejo de cualquier libro que, redundancias aparte, nos permita entender el tiempo que somos desde hace tanto tiempo...

(V)

A veces ocurre que nuestra ciudad aparece entre las líneas de una novela. Estamos allí, es increíble, en cada una de las letras de un “Tampico” hecho de papel y de tinta, y entonces nos tallamos la cara mientras celebramos la vida que nos llega desde la fantasía. Es más, cuando una obra de ficción visita los códigos postales de nuestras rutinas, incluso nos entregamos a la entretenida vanidad de presentir que muchos otros lectores, ajenos quizás a las ortografías de la Plaza de Armas —donde la sabiduría aconseja jamás desentenderse de las palomas—, nos están deletreando desde ciudades muy lejanas, y acaso también en idiomas que nunca conoceremos.

Ocurre lo mismo cuando la ciudad adoptiva, esa que el migrante tampiqueño se ve forzado a elegir para continuar el destino, aparece en nuestras lecturas. Ensayados en cada una de las páginas felices en que descubrimos el nombre de “Tampico”, nos lanzamos de inmediato al festejo de ese otro sitio porque la isla de Montreal, con todas sus gramáticas y con todos sus bulevares, ha sido pronunciada ante nuestros ojos. Si “en las letras de ‘rosa’ está la rosa, y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’ ” —según decía Borges, y prometo no citarlo en un buen rato—, en el interior de las sílabas de la palabra “Montreal” somos la lectura de muchas cosas al mismo tiempo: somos las banquetas escarchadas en los paraderos de autobuses, por ejemplo, o las primaveras tardías en los jardines públicos, o la nieve que ya se retira de las melancolías y de los ventanales. Es más, gracias a las manifestaciones diarias contra la guerra en Ucrania, el topónimo de “Montreal” sin duda debe haberse nutrido con definiciones pacifistas durante las últimas semanas…, aunque lo mejor es no complicar más el asunto, y seguir adelante.

Ahora bien, para el transterrado hay una magia mayor que se produce cuando sus dos mundos esenciales convergen en una sola jornada de lectura. Dicho en términos climáticos, resulta maravilloso descubrir que los calores más cotidianos de Tampico pueden enlazarse a las nieves de marzo de la isla de Montreal en un mismo libro, y viceversa. Al descubrir ante nuestros ojos que las borrascas del Polo Norte están a unas cuantas páginas de distancia de las sudorosas esquinas de la calle Colón, para nuestro beneplácito comprobamos algo que siempre hemos sabido, es decir, que en la literatura nada es imposible, y que, muy a pesar de la incompatibilidad de ciudadanías que define a cualquier migrante —por cierto, el otro día conocí en francés a un chino-italiano…, Gabriele Chang se llamaba—, lo innato y lo adquirido, las expatriaciones y los destierros, las lenguas heredadas tanto como los idiomas aprendidos, todo eso y más puede conjugarse en un único flujo verbal.

Por increíble que parezca, tan singular coincidencia se produce en “El hombre que amaba a los perros” (2009), del escritor cubano Leonardo Padura. Al abordar el asesinato de León Trotski a manos de Ramón Mercader del Río, dicho libro es una obra que honra el oficio de los buenos contadores de historias, pues informa y entretiene muchísimo a lo largo de sus casi ochocientas páginas. Por lo demás, ningún episodio llegará tanto al corazón de los lectores del Golfo de México como el desembarco de Trotski en el Tampico que fuimos hace ya casi un siglo. Resulta muy intenso recorrer las frases que describen el arribo del mercante “Ruth” a nuestros muelles, constatar que Lázaro Cárdenas había enviado a la guardia presidencial para proteger al exiliado, recordar asimismo el cálido recibimiento que Frida Kahlo dispensó al ilustre personaje frente a la Aduana Marítima. Después vinieron los paseos de la comitiva por la zona centro en autos vigiladísimos, y sin duda también la admiración de los Trotski ante las palmeras gigantes de la Plaza de la Libertad. Respecto a la comilona ofrecida al recién llegado y a su esposa, vale la pena recordar las palabras de Padura: “Los vinos franceses y el tequila mexicano ayudaron a Liev Davídovich y a Natalia en el empeño de saltar del mole poblano a las puntas de filete a la tampiqueña, del pescado a la veracruzana a la consistencia rugosa de las tortillas, coloreadas y enriquecidas con pollo, guacamole, ajíes, jitomates, frijoles refritos, cebollas y cerdo asado al carbón”... Y porque nada se dijo del agua de jobito, de la horchata o el tepache —ideales en ocasiones parecidas—, mejor obviar el carnaval de frutas que aquel párrafo puso sobre la mesa del histórico recibimiento.

El exotismo con que Padura describe el Tampico de los años treinta parece sostener, en el interior de la novela, la sorpresa de Trotski. Diríase que ambas extrañezas, la del escritor tanto como la del personaje, se acompañan en el relato, y lo mismo sucede cuando se habla del invierno, pues, según nos informa el libro al pasar por Rusia, Noruega o Canadá, el trópico está en cualquier sitio donde uno no deba vivir seis meses al año muriéndose de frío. Ese soñar con tardes soleadas y ese detestar las mangas largas son dos de las actitudes que mejor definen a Ramón Mercader durante su estadía en la isla de Montreal, porque fue aquí, aquí mismo, en las avenidas bajo cero de todos estos autorretratos de hielo, donde el asesino catalán se procuró el falso pasaporte que le permitiría aterrizar en las páginas de la Ciudad de México sin levantar sospechas.

Al final, entretejido de exilios y de persecuciones, tal pareciera que el siglo XX relatado por Leonardo Padura sigue vigente. Sí, “El hombre que amaba a los perros” es una obra que actualiza la bipolaridad de un mundo dominado por los belicismos y los destierros. Y los hijos naturales de cualquier paraíso perdido, tanto como los habitantes extranjeros de cualquier tierra prometida, estamos allí, estamos aquí, buscándonos, leyéndonos, descifrándonos en el espejo de cualquier libro que, redundancias aparte, nos permita entender el tiempo que somos desde hace tanto tiempo...