/ miércoles 22 de junio de 2022

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo

(VI)

La última vez que recorrí la calle Altamira, hace algunos meses, esquina exacta con mis tropiezos en las aceras de la Colón, me levanté del pavimento con la rodilla triste. Del otro lado del semáforo que organiza las tardes del centro, la cúpula de catedral como telón de fondo, había un tendedero de libros viejos donde, entre otras cosas, se ofrecían cigarrillos por unidad, chicles de menta, golosinas de colores, galletas para hijos inquietos, bombones y gomitas y chocolates, cacahuates japoneses y también garapiñados, y etcétera.

Y allí estaba el puesto —allí seguirá, supongo—, con su enrejado portátil y sus títulos amenos, a la vista de los acalorados transeúntes del primer cuadro de la ciudad. Disimulando el gesto de mis cojeras, y qué mas podía hacer, en el repaso veloz sobre la estantería recuerdo haber concluido que la familia de alguna lectora local, acaso de muerte reciente, acababa de deshacerse de sus libros de cabecera. Sí, en los títulos dominaban las escritoras: allí estaban, por ejemplo, Catherine Hermary-Vielle y “Una loca de amor”, y me ha dado gusto saber que en algún sillón del Golfo de México alguien se había sentado a reinventar la historia de Juana la loca, la viuda más célebre, y sin duda también la más literaria, que ha dado Castilla. Después he tomado notas mentales de “La cuna caerá”, de Mary Higgins Clark, y de “Los cuatro vientos del cielo”, de Monique Raphel High, ambas americanas, ambas neoyorquinas y ambas leídas entre nuestros calores de puerto, increíble, y más allá de aquellas portadas de “best-sellers” o de su apariencia de libros de poca importancia, cualquier autor es capaz de iniciarnos en la eternidad de la fantasía, ¿no es cierto?, y hay que celebrarlos, siempre, festejarlos sin aparatos críticos y sin afanes eruditos, porque poco importa la profundidad de un relato que se transforma en eslabón de nuevas ensoñaciones, creo yo…

Mientras no quise comprar el “Café Nostalgia” de la cubana Zoé Valdés, no sé por qué, la vendedora, humilde y maternal, sonriente y curiosa, ha reparado en mi rodilla. Un poco de sangre sobre la piel, nada grave, no se preocupe usted, y se llamaba Socorro; con su gesto de afecto y sus bromas oportunas, ¿dónde fue usted a meter la pata, señor?, puso en mis manos el papel higiénico, muchas gracias, algo de agua y unos algodoncitos. Y porque mi disfraz de turista la confundía muchísimo —en todas las aceras del mundo, incluso en las más nativas, un par de bermudas nos convierte en otra cosa—, me he esforzado para revivir en los acentos del parque Méndez, para ser y estar en mis tonos heredados, y enseguida le he preguntado por el origen de todos estos libros, señora Socorro… Es la gente la que se los va dejando en herencia, cajas llenas, de verdad, no era ella quien los buscaba sino todo lo contrario, y así fue como aprendió a comerciar con libros “ya vividos”, así lo dijo, en esa esquina tan sobrepoblada de dulces y mazapanes, de tamarindos y mangos de caramelo.

Colocados con cuidado sobre la rejilla de aluminio, cada libro había sido atado con cintas elásticas. Como podía verse, el aire los abría de golpe, a las páginas se las llevaba el viento —nunca mejor dicho—, y me enterneció escuchar el verbo “papalotear” cuando la señora Socorro lo conjugaba con soltura para describir la agitación de las portadas y el ramalazo de los taxistas. Fue allí mismo, allí y entonces, con la herida desinfectada y los coches doblando rumbo a la Plaza de Armas, que me vendió la traducción española de “La piel del zorro”, de Herta Müller, premio Nobel en el 2009, de origen rumano, aunque lo suyo más suyo fue siempre escribir en alemán. Y al pagar el precio convenido, ¿cincuenta pesos?, déjemelo en cuarenta, gracias, sobre la calle Altamira he comenzado a ensamblar los instantes tan femeninos que acompañarían siempre mi memoria de aquel ejemplar: la herida y la caída, las portadas y las golosinas, la mexicanidad de nuestras conjugaciones, la señora Socorro curándome la rodilla y la escritura de Herta Müller cambiando de lengua en una historia construida en clave de escapatorias, de fronteras y de muchas soledades.

Con capítulos que recuerdan el derrocamiento del dictador Ceasescu, Herta Müller aplicó una gran fuerza poética para describir la desesperanza del Bucarest de los ochentas. Sin embargo, instalado en el aire acondicionado de mi café sobre la calle Díaz Mirón, lo que de verdad me inquietaba era la imposibilidad de comenzar a leer ese libro en esa tarde, pues el ruido de las mesas vecinas se diluía entre los párrafos del relato, o, desde el otro extremo de la misma perspectiva, diríase que las frases de “La piel del zorro” se entreveraban con las conversaciones circundantes. No, no era una simple y molesta irrupción de lo cotidiano en los oídos, sino algo mucho más trascendental, cuando una y otra vez caminaba en círculos por páginas saturadas de todas las charlas de aquel minuto.

Aunque del otro lado del espejo, es entonces que lo he comprendido… Después de tantos años de desarraigo en el Polo Norte, allá, en cualquier cafetería de la isla de Montreal, las intromisiones son poco menos que imposibles, pues las lenguas de la ciudad boreal ni se reflejan ni se traspapelan con el idioma más natural de mis lecturas. Diríase, por lo tanto, que los migrantes somos como islas lectoras, remansos lingüísticos donde una escritora como Herta Müller es capaz de contarnos mil vidas sin treguas y sin interrupciones, sin cesuras y sin obstáculos —aquí una de las líneas más memorables del texto: “quien conoce un río ha visto el cielo desde adentro”…—. Y camino de regreso a la casa familiar he comenzado a sospechar, entre tantas otras cosas, que los expatriados de la Plaza de Armas siempre entenderemos mejor que nadie la doble soledad tan necesaria para recorrer nuestros libros más entretenidos.

(VI)

La última vez que recorrí la calle Altamira, hace algunos meses, esquina exacta con mis tropiezos en las aceras de la Colón, me levanté del pavimento con la rodilla triste. Del otro lado del semáforo que organiza las tardes del centro, la cúpula de catedral como telón de fondo, había un tendedero de libros viejos donde, entre otras cosas, se ofrecían cigarrillos por unidad, chicles de menta, golosinas de colores, galletas para hijos inquietos, bombones y gomitas y chocolates, cacahuates japoneses y también garapiñados, y etcétera.

Y allí estaba el puesto —allí seguirá, supongo—, con su enrejado portátil y sus títulos amenos, a la vista de los acalorados transeúntes del primer cuadro de la ciudad. Disimulando el gesto de mis cojeras, y qué mas podía hacer, en el repaso veloz sobre la estantería recuerdo haber concluido que la familia de alguna lectora local, acaso de muerte reciente, acababa de deshacerse de sus libros de cabecera. Sí, en los títulos dominaban las escritoras: allí estaban, por ejemplo, Catherine Hermary-Vielle y “Una loca de amor”, y me ha dado gusto saber que en algún sillón del Golfo de México alguien se había sentado a reinventar la historia de Juana la loca, la viuda más célebre, y sin duda también la más literaria, que ha dado Castilla. Después he tomado notas mentales de “La cuna caerá”, de Mary Higgins Clark, y de “Los cuatro vientos del cielo”, de Monique Raphel High, ambas americanas, ambas neoyorquinas y ambas leídas entre nuestros calores de puerto, increíble, y más allá de aquellas portadas de “best-sellers” o de su apariencia de libros de poca importancia, cualquier autor es capaz de iniciarnos en la eternidad de la fantasía, ¿no es cierto?, y hay que celebrarlos, siempre, festejarlos sin aparatos críticos y sin afanes eruditos, porque poco importa la profundidad de un relato que se transforma en eslabón de nuevas ensoñaciones, creo yo…

Mientras no quise comprar el “Café Nostalgia” de la cubana Zoé Valdés, no sé por qué, la vendedora, humilde y maternal, sonriente y curiosa, ha reparado en mi rodilla. Un poco de sangre sobre la piel, nada grave, no se preocupe usted, y se llamaba Socorro; con su gesto de afecto y sus bromas oportunas, ¿dónde fue usted a meter la pata, señor?, puso en mis manos el papel higiénico, muchas gracias, algo de agua y unos algodoncitos. Y porque mi disfraz de turista la confundía muchísimo —en todas las aceras del mundo, incluso en las más nativas, un par de bermudas nos convierte en otra cosa—, me he esforzado para revivir en los acentos del parque Méndez, para ser y estar en mis tonos heredados, y enseguida le he preguntado por el origen de todos estos libros, señora Socorro… Es la gente la que se los va dejando en herencia, cajas llenas, de verdad, no era ella quien los buscaba sino todo lo contrario, y así fue como aprendió a comerciar con libros “ya vividos”, así lo dijo, en esa esquina tan sobrepoblada de dulces y mazapanes, de tamarindos y mangos de caramelo.

Colocados con cuidado sobre la rejilla de aluminio, cada libro había sido atado con cintas elásticas. Como podía verse, el aire los abría de golpe, a las páginas se las llevaba el viento —nunca mejor dicho—, y me enterneció escuchar el verbo “papalotear” cuando la señora Socorro lo conjugaba con soltura para describir la agitación de las portadas y el ramalazo de los taxistas. Fue allí mismo, allí y entonces, con la herida desinfectada y los coches doblando rumbo a la Plaza de Armas, que me vendió la traducción española de “La piel del zorro”, de Herta Müller, premio Nobel en el 2009, de origen rumano, aunque lo suyo más suyo fue siempre escribir en alemán. Y al pagar el precio convenido, ¿cincuenta pesos?, déjemelo en cuarenta, gracias, sobre la calle Altamira he comenzado a ensamblar los instantes tan femeninos que acompañarían siempre mi memoria de aquel ejemplar: la herida y la caída, las portadas y las golosinas, la mexicanidad de nuestras conjugaciones, la señora Socorro curándome la rodilla y la escritura de Herta Müller cambiando de lengua en una historia construida en clave de escapatorias, de fronteras y de muchas soledades.

Con capítulos que recuerdan el derrocamiento del dictador Ceasescu, Herta Müller aplicó una gran fuerza poética para describir la desesperanza del Bucarest de los ochentas. Sin embargo, instalado en el aire acondicionado de mi café sobre la calle Díaz Mirón, lo que de verdad me inquietaba era la imposibilidad de comenzar a leer ese libro en esa tarde, pues el ruido de las mesas vecinas se diluía entre los párrafos del relato, o, desde el otro extremo de la misma perspectiva, diríase que las frases de “La piel del zorro” se entreveraban con las conversaciones circundantes. No, no era una simple y molesta irrupción de lo cotidiano en los oídos, sino algo mucho más trascendental, cuando una y otra vez caminaba en círculos por páginas saturadas de todas las charlas de aquel minuto.

Aunque del otro lado del espejo, es entonces que lo he comprendido… Después de tantos años de desarraigo en el Polo Norte, allá, en cualquier cafetería de la isla de Montreal, las intromisiones son poco menos que imposibles, pues las lenguas de la ciudad boreal ni se reflejan ni se traspapelan con el idioma más natural de mis lecturas. Diríase, por lo tanto, que los migrantes somos como islas lectoras, remansos lingüísticos donde una escritora como Herta Müller es capaz de contarnos mil vidas sin treguas y sin interrupciones, sin cesuras y sin obstáculos —aquí una de las líneas más memorables del texto: “quien conoce un río ha visto el cielo desde adentro”…—. Y camino de regreso a la casa familiar he comenzado a sospechar, entre tantas otras cosas, que los expatriados de la Plaza de Armas siempre entenderemos mejor que nadie la doble soledad tan necesaria para recorrer nuestros libros más entretenidos.