/ miércoles 28 de diciembre de 2022

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo

Tantas cosas es diciembre cuando la semana ha estado hecha de celliscas. Fue, por ejemplo, la alegría tan argentina en el parque Mont-Royal, banderas y tamboras, ¡campe-o-nes, campe-o-nes!, coreaban más allá del frío, y fue además el anuncio de que Serrat jubilaba sus canciones en Barcelona, “paraules d’amor senzilles i tendres”, y además fue Perú derrocando un presidente, increíble, y también una tempestad de nieves históricas que dejó varados a miles de pasajeros navideños en los aeropuertos (y en los noticieros) del Polo Norte.

Tantas cosas hemos sido en estos días, además de la conciencia cotidiana de todos los mundos que se abren y se cierran en isla de Montreal. En la ciudad cosmopolita cualquiera se toma un café en la Pequeña Italia, almuerza un ajiaco colombiano en el barrio latino, o sólo entretiene la tarde con películas japonesas en la cineteca municipal antes de regresar a casa en un vagón del Metro donde varias adolescentes hablaban una lengua eslava…, serbocroata tal vez…, sí, porque el ruso suena diferente. Y entonces diciembre es, también y sobre todo, la memoria de Xhevdet Bajraj, porque hace seis meses, seis meses ya, que aquel poeta kosovar (de origen albanés) fallecía en la Ciudad de México de todos nosotros.

Así son los vericuetos de la retentiva, enlazando las últimas noticias con el postergado anhelo de escribir sobre Xhevdet. Lo conocí en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, y un par de veranos en su Academia de Creación Literaria me enseñaron a evocarlo hablando un español muy íntimo, hermano, porque cada palabra suya parecía meditada con ternura, hermano, y así era como él coronaba cada una de sus frases: hermano... Nacido en Kosovo en 1960, fumaba como chimenea, en él la guerra de los Balcanes comenzó a nombrarse diferente; en efecto, aquel conflicto había echado raíces insólitas en la dura lucidez de sus poemas, y durante nuestras charlas de ocasión se declaraba siempre “yugonostálgico”: antes de derrumbarse bajo el peso de los bandos enemigos, la antigua Yugoslavia era un mosaico sociocultural que convivía con sus diferencias, así me decía, hermano, y al hojear “El tamaño del dolor” (Era-Conaculta-UACM, 2005), en aquel libro suyo he vuelto a sospechar que los poetas vienen al mundo para cambiar el rostro que nuestros espejos nos devuelven cuando ignoramos los sufrimientos ajenos.

Asilado en México desde 1999, vivió un par de años en la Casa Refugio de Citlaltépetl. El programa de apoyo a autores perseguidos del Parlamento Internacional de Escritores lo trajo desde Europa, y entonces se hizo habitante paulatino de la lengua castellana, y le gustaba decir que había elegido el sueño mexicano para leer a Octavio Paz en el original, o para convertirse en ciudadano ilustre de García Márquez. Como escritor, estoy seguro, se tuteaba con lo eterno, porque el poeta es un ángel “que tiene miedo de soñar algo humano”; por añadidura, como exiliado también aprendió a codearse con la certeza de que, dicho siempre desde sus cigarros, todos hemos sido “expulsados de algún paraíso”. Y sabía apurar los tragos como Dios manda, hermano: “a veces bebo tequila, fuerte como lágrimas, para quitarle la sed a mis versos”, reza otro de sus poemas, cuando en casa de Rosina, amiga y narradora, también catedrática, pasamos una noche de brindis amenos al amparo de Iván y Hugo (el Maese) y Óscar y Tere y Daniel y Adriana y Armando, Paco vino desde Sonora, y antes de despedirme concluí que Xhevdet había descubierto la palabra que mejor lo definía como poeta, porque pronunciaba las sílabas del “dolor” como quien regresa de un viaje infinito para compartir con el mundo el hallazgo de un vocablo, gracias a él, mucho más universal.

En el traspatio de su nombre extranjero me gusta imaginar el esfuerzo de su voz escribiendo que “donde quiera que sea de noche, va un pedacito de mí como destino”... Y al correr de los años y de las coincidencias un día pasó rápido por mi desayuno en la colonia Roma; junto a los amigos del gremio, allí conocí a su esposa, pequeñita, cabello blanquísimo, médica según entendí, en fin, mujer cuya sonrisa cabía en todos los países porque parecía haber aprendido a querer en todas las lenguas, y se llamaba Vjollça, no estoy seguro, y me dio gusto escuchar a Xhevdet pidiéndome que le contara otra vez mis anécdotas de viajero, a saber, la memoria de aquel miedo que alguna vez sentí al entrar por tierra a Serbia desde Hungría, y luego pasé por Belgrado rumbo a congresos universitarios en Atenas. Aquella mañana en la colonia Roma, y debido a la profundidad de su mirada, yo podía sentirme menos cobarde durante el domingo agitado en que me detuvieron en Macedonia, insuficiencias de mi pasaporte tampiqueño (entiéndase mexicano), y me bajaron del autobús, y regresé caminando a Serbia donde un automovilista bosnio me depositó en la ciudad de Niš, o Nish, o algo así.

La última vez que nuestros caminos se cruzaron fue durante un encuentro de poetas, en Iztapalapa. Invitado por Rosina, viajé desde Canadá, conocí a Ruth y a Inés, almas tan francas, y en el estrado de un cine venido a menos (quizás era un teatro envejecido, no lo recuerdo) Xhevdet explicaba que sus poemas habían comenzado a llegar sin filtros al español. Y porque él estaba al tanto de mi propia condición de transterrado, en voz alta me dedicó sus lecturas detrás de aquellos anteojos audaces con que solía repetir, una y otra vez, hermano, que “no me da miedo la muerte, la vida es la que me espanta”… Era verdad, sonaba ya muy mexicano, y es eso lo que diciembre me ha traído del otro lado de sus actualidades: la seguridad de que Xhevdet Bajraj buscó siempre “zurcir el cielo allá donde se cuela la añoranza del paraíso”, un paraíso que, a pesar de los amigos perdidos y de las ciudades lejanas, se hizo nuestro y luminoso, y también mucho más humano, en cada uno de sus versos. En fin…

A veces bebo tequila, fuerte como lágrimas, para quitarle la sed a mis versos

Tantas cosas es diciembre cuando la semana ha estado hecha de celliscas. Fue, por ejemplo, la alegría tan argentina en el parque Mont-Royal, banderas y tamboras, ¡campe-o-nes, campe-o-nes!, coreaban más allá del frío, y fue además el anuncio de que Serrat jubilaba sus canciones en Barcelona, “paraules d’amor senzilles i tendres”, y además fue Perú derrocando un presidente, increíble, y también una tempestad de nieves históricas que dejó varados a miles de pasajeros navideños en los aeropuertos (y en los noticieros) del Polo Norte.

Tantas cosas hemos sido en estos días, además de la conciencia cotidiana de todos los mundos que se abren y se cierran en isla de Montreal. En la ciudad cosmopolita cualquiera se toma un café en la Pequeña Italia, almuerza un ajiaco colombiano en el barrio latino, o sólo entretiene la tarde con películas japonesas en la cineteca municipal antes de regresar a casa en un vagón del Metro donde varias adolescentes hablaban una lengua eslava…, serbocroata tal vez…, sí, porque el ruso suena diferente. Y entonces diciembre es, también y sobre todo, la memoria de Xhevdet Bajraj, porque hace seis meses, seis meses ya, que aquel poeta kosovar (de origen albanés) fallecía en la Ciudad de México de todos nosotros.

Así son los vericuetos de la retentiva, enlazando las últimas noticias con el postergado anhelo de escribir sobre Xhevdet. Lo conocí en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, y un par de veranos en su Academia de Creación Literaria me enseñaron a evocarlo hablando un español muy íntimo, hermano, porque cada palabra suya parecía meditada con ternura, hermano, y así era como él coronaba cada una de sus frases: hermano... Nacido en Kosovo en 1960, fumaba como chimenea, en él la guerra de los Balcanes comenzó a nombrarse diferente; en efecto, aquel conflicto había echado raíces insólitas en la dura lucidez de sus poemas, y durante nuestras charlas de ocasión se declaraba siempre “yugonostálgico”: antes de derrumbarse bajo el peso de los bandos enemigos, la antigua Yugoslavia era un mosaico sociocultural que convivía con sus diferencias, así me decía, hermano, y al hojear “El tamaño del dolor” (Era-Conaculta-UACM, 2005), en aquel libro suyo he vuelto a sospechar que los poetas vienen al mundo para cambiar el rostro que nuestros espejos nos devuelven cuando ignoramos los sufrimientos ajenos.

Asilado en México desde 1999, vivió un par de años en la Casa Refugio de Citlaltépetl. El programa de apoyo a autores perseguidos del Parlamento Internacional de Escritores lo trajo desde Europa, y entonces se hizo habitante paulatino de la lengua castellana, y le gustaba decir que había elegido el sueño mexicano para leer a Octavio Paz en el original, o para convertirse en ciudadano ilustre de García Márquez. Como escritor, estoy seguro, se tuteaba con lo eterno, porque el poeta es un ángel “que tiene miedo de soñar algo humano”; por añadidura, como exiliado también aprendió a codearse con la certeza de que, dicho siempre desde sus cigarros, todos hemos sido “expulsados de algún paraíso”. Y sabía apurar los tragos como Dios manda, hermano: “a veces bebo tequila, fuerte como lágrimas, para quitarle la sed a mis versos”, reza otro de sus poemas, cuando en casa de Rosina, amiga y narradora, también catedrática, pasamos una noche de brindis amenos al amparo de Iván y Hugo (el Maese) y Óscar y Tere y Daniel y Adriana y Armando, Paco vino desde Sonora, y antes de despedirme concluí que Xhevdet había descubierto la palabra que mejor lo definía como poeta, porque pronunciaba las sílabas del “dolor” como quien regresa de un viaje infinito para compartir con el mundo el hallazgo de un vocablo, gracias a él, mucho más universal.

En el traspatio de su nombre extranjero me gusta imaginar el esfuerzo de su voz escribiendo que “donde quiera que sea de noche, va un pedacito de mí como destino”... Y al correr de los años y de las coincidencias un día pasó rápido por mi desayuno en la colonia Roma; junto a los amigos del gremio, allí conocí a su esposa, pequeñita, cabello blanquísimo, médica según entendí, en fin, mujer cuya sonrisa cabía en todos los países porque parecía haber aprendido a querer en todas las lenguas, y se llamaba Vjollça, no estoy seguro, y me dio gusto escuchar a Xhevdet pidiéndome que le contara otra vez mis anécdotas de viajero, a saber, la memoria de aquel miedo que alguna vez sentí al entrar por tierra a Serbia desde Hungría, y luego pasé por Belgrado rumbo a congresos universitarios en Atenas. Aquella mañana en la colonia Roma, y debido a la profundidad de su mirada, yo podía sentirme menos cobarde durante el domingo agitado en que me detuvieron en Macedonia, insuficiencias de mi pasaporte tampiqueño (entiéndase mexicano), y me bajaron del autobús, y regresé caminando a Serbia donde un automovilista bosnio me depositó en la ciudad de Niš, o Nish, o algo así.

La última vez que nuestros caminos se cruzaron fue durante un encuentro de poetas, en Iztapalapa. Invitado por Rosina, viajé desde Canadá, conocí a Ruth y a Inés, almas tan francas, y en el estrado de un cine venido a menos (quizás era un teatro envejecido, no lo recuerdo) Xhevdet explicaba que sus poemas habían comenzado a llegar sin filtros al español. Y porque él estaba al tanto de mi propia condición de transterrado, en voz alta me dedicó sus lecturas detrás de aquellos anteojos audaces con que solía repetir, una y otra vez, hermano, que “no me da miedo la muerte, la vida es la que me espanta”… Era verdad, sonaba ya muy mexicano, y es eso lo que diciembre me ha traído del otro lado de sus actualidades: la seguridad de que Xhevdet Bajraj buscó siempre “zurcir el cielo allá donde se cuela la añoranza del paraíso”, un paraíso que, a pesar de los amigos perdidos y de las ciudades lejanas, se hizo nuestro y luminoso, y también mucho más humano, en cada uno de sus versos. En fin…

A veces bebo tequila, fuerte como lágrimas, para quitarle la sed a mis versos