/ miércoles 10 de agosto de 2022

Autorretratos de hielo | Enciclopedia de grafitis

De repente comienza el mes de agosto, con calores nuevos, con sudores diferentes, en todas las ciudades del Polo Norte. Por estas latitudes el tiempo se parece un poco a los bochornos del Golfo de México, tanto que para el expatriado de la calle Colón es natural presentir que la ciudad nórdica está haciendo acopio de soles, o que almacena mediodías, en fin, o que atesora atardeceres interminables... Diríase, y por qué no, que los habitantes de la metrópolis nórdica hacemos provisiones apresuradas de luz, pues sabemos que sólo así podremos sobrevivir al larguísimo invierno que se avecina.

Por lo demás, en la isla de Montreal este clima de tanta claridad también ilumina las nuevas soledades que renacen en sus calles. Me explico un poco: porque la urbe cosmopolita aún no se recupera de la pandemia, son demasiados los comercios de puertas cerradas en la ciudad; sí, por doquier abundan las mamparas de madera sobre los antiguos mostradores, y los anuncios del “se vende” o del “se renta” se han hecho ubicuos en muchas vitrinas. Sin pretenderlo, dicha circunstancia ha cambiado nuestra condición de transeúntes por la de nostálgicos viandantes, porque en tal o cual cafetería alguna vez fuimos amigos felices, porque en aquella zapatería solíamos comprar el calzado de temporada, porque en ese restaurante de mesas desiertas y de sillas apiñadas se ofrecían las mejores especialidades del Punjab, arroz “basmati” y curry de berenjenas y pan “nan” acompañado de un vino rosado, fresco y dulzón, ideal para las comidas de la canícula.

Sí, ya entro al tema del día…, la ciudad moderna como enciclopedia de grafitis. Frente al espectáculo de tantos aparadores en desuso asistimos hoy a la emergencia de las descuidadas escrituras que los invaden. Dejados a su suerte, los desolados escaparates se han convertido en una insólita hoja de papel, valga decir, en el espacio recuperado para la policromía de los garabatos urbanos. Tal circunstancia nos informa, entre otras cosas, que desde los dibujos rupestres del mundo prehistórico, lo nuestro han sido siempre las travesuras pictóricas y los ensayos caligráficos. Sin embargo, al mirarlos en el azar de cualquier paseo nos disgusta el atrevimiento de sus anónimos autores que, quiérase o no, irrumpen en nuestro sentido del orden con el absurdo aparente de sus trazos y de sus colores. Ahora bien, si acaso nos parece que tal o cual grafiti es algo feo, irresponsable e infantil —parafraseo aquí las ironías de Bansky en “Wall and Piece”—, se debe a que su creador ha hecho muy bien su trabajo; si no es así, la culpa no es del muro, sino del artista: al copiar modelos ajenos, o al no tener nada nuevo que decir, dichas ilustraciones se niegan el derecho a convertirse en verdadero reflejo de nuestra intimidad, o siquiera en algo digno de ser recordado.

Entre el acto vandálico y la obra de arte, o entre la iconoclastia y la fantasía, en la isla de Montreal el grafiti es siempre un instante políglota, una especie de arcoíris de sintaxis. A veces he topado con paredes clandestinas donde las curvas de la escritura arábiga han sido caricaturizadas para decir algo que me supera, y lo mismo me ha sucedido ante los ideogramas chinos —¿o eran japoneses?— sobre ladrillos adornados con lagos intranquilos, o con decadentes alfabetos de dragones, o con sílabas de pagodas imperfectas. Porque nada puedo decir de tales lenguajes murales, la ignorancia y mi imaginación los hacen más universales: son gritos de auxilio, tal vez, son llamadas de amor, pudiera ser, reproches de abrazos incumplidos, religiones de milagros nuevos, vaya uno a saber, o tan sólo ofertas de cosas imposibles de nombrar en estas líneas.

Recuerdo otro que, desde la lengua francesa, fue pintado con tonos rojiazules en los muelles del río Saint-Laurent. Traducido al español de la Plaza de Armas, en el último piso de aquel abandonado galpón se leían los perfiles ovoides de un “Lo hice por ti”; nunca pude olvidarlo, aún era estudiante, y en ocasiones aventuraba viajes al viejo puerto con el objeto de contemplar esa tipografía tan suya, abecedarios como de gotas de lluvia, sílabas como chubascos de cristal, muy cerca del Metro Bonaventure donde mil tardes imaginé una historia de amor entre ladrillos, letras y tempestades que me concernían. Por otra parte, en el sector más inglés de la ciudad, en los alrededores de la Universidad McGill alguna vez hubo un grafiti coronado de banderas y de exigencias, por la emancipación del Tíbet, por la liberación de Palestina, también por la independencia de Cachemira…; hoy en día, estoy seguro, si acaso sobrevive en ese callejoncito que nunca he vuelto a encontrar durante mis andanzas por el centro de la ciudad, aquella pinta de protestas empalmadas sin duda habrá comenzado a demandar la paz allá en Ucrania.

Ya, ya casi concluyo. El mejor de todos —o por lo menos el más memorable— es uno que fue borroneado en la trastienda de un taller de reparaciones electrónicas, en las callejuelas aledañas a mi edificio, sobre la avenida Mont-Royal. Entre mariposas amarillas y un fondo azul celeste, en lengua española decía tan sólo esto: “¿Sueñas?”… De inmediato recordé haber visto algo similar en una barda de Barranquilla, durante mis andanzas por las bibliotecas colombianas, hace algunos años. Diseñado con grafías exageradas, como globos de azúcar a punto de estallar en los tabiques que le servían de lienzo, aquel grafiti siempre me hizo sentir bien, ¿sueñas?, como si Latinoamérica hubiese aprendido a suceder con una gran economía de voces en la isla de Montreal de todos los murales del mundo. Al observarlo sentía que el clima de la ciudad boreal quería ofrecernos a los transterrados hijos de nuestro idioma un respiro hecho de palabras y de utopías, un remanso de verbos y de anhelos. ¿Sueñas?, y hace años lo borraron, y no importa, tampoco he vuelto a Barranquilla, porque también hace mucho tiempo que lo busco en todos los rostros de agosto.

A veces he topado con paredes clandestinas donde las curvas de la escritura arábiga han sido caricaturizadas para decir algo que me supera, y lo mismo me ha sucedido ante los ideogramas chinos —¿o eran japoneses?- sobre ladrillos adornados con lagos intranquilos, o con decadentes alfabetos de dragones, o con sílabas de pagodas imperfectas.

De repente comienza el mes de agosto, con calores nuevos, con sudores diferentes, en todas las ciudades del Polo Norte. Por estas latitudes el tiempo se parece un poco a los bochornos del Golfo de México, tanto que para el expatriado de la calle Colón es natural presentir que la ciudad nórdica está haciendo acopio de soles, o que almacena mediodías, en fin, o que atesora atardeceres interminables... Diríase, y por qué no, que los habitantes de la metrópolis nórdica hacemos provisiones apresuradas de luz, pues sabemos que sólo así podremos sobrevivir al larguísimo invierno que se avecina.

Por lo demás, en la isla de Montreal este clima de tanta claridad también ilumina las nuevas soledades que renacen en sus calles. Me explico un poco: porque la urbe cosmopolita aún no se recupera de la pandemia, son demasiados los comercios de puertas cerradas en la ciudad; sí, por doquier abundan las mamparas de madera sobre los antiguos mostradores, y los anuncios del “se vende” o del “se renta” se han hecho ubicuos en muchas vitrinas. Sin pretenderlo, dicha circunstancia ha cambiado nuestra condición de transeúntes por la de nostálgicos viandantes, porque en tal o cual cafetería alguna vez fuimos amigos felices, porque en aquella zapatería solíamos comprar el calzado de temporada, porque en ese restaurante de mesas desiertas y de sillas apiñadas se ofrecían las mejores especialidades del Punjab, arroz “basmati” y curry de berenjenas y pan “nan” acompañado de un vino rosado, fresco y dulzón, ideal para las comidas de la canícula.

Sí, ya entro al tema del día…, la ciudad moderna como enciclopedia de grafitis. Frente al espectáculo de tantos aparadores en desuso asistimos hoy a la emergencia de las descuidadas escrituras que los invaden. Dejados a su suerte, los desolados escaparates se han convertido en una insólita hoja de papel, valga decir, en el espacio recuperado para la policromía de los garabatos urbanos. Tal circunstancia nos informa, entre otras cosas, que desde los dibujos rupestres del mundo prehistórico, lo nuestro han sido siempre las travesuras pictóricas y los ensayos caligráficos. Sin embargo, al mirarlos en el azar de cualquier paseo nos disgusta el atrevimiento de sus anónimos autores que, quiérase o no, irrumpen en nuestro sentido del orden con el absurdo aparente de sus trazos y de sus colores. Ahora bien, si acaso nos parece que tal o cual grafiti es algo feo, irresponsable e infantil —parafraseo aquí las ironías de Bansky en “Wall and Piece”—, se debe a que su creador ha hecho muy bien su trabajo; si no es así, la culpa no es del muro, sino del artista: al copiar modelos ajenos, o al no tener nada nuevo que decir, dichas ilustraciones se niegan el derecho a convertirse en verdadero reflejo de nuestra intimidad, o siquiera en algo digno de ser recordado.

Entre el acto vandálico y la obra de arte, o entre la iconoclastia y la fantasía, en la isla de Montreal el grafiti es siempre un instante políglota, una especie de arcoíris de sintaxis. A veces he topado con paredes clandestinas donde las curvas de la escritura arábiga han sido caricaturizadas para decir algo que me supera, y lo mismo me ha sucedido ante los ideogramas chinos —¿o eran japoneses?— sobre ladrillos adornados con lagos intranquilos, o con decadentes alfabetos de dragones, o con sílabas de pagodas imperfectas. Porque nada puedo decir de tales lenguajes murales, la ignorancia y mi imaginación los hacen más universales: son gritos de auxilio, tal vez, son llamadas de amor, pudiera ser, reproches de abrazos incumplidos, religiones de milagros nuevos, vaya uno a saber, o tan sólo ofertas de cosas imposibles de nombrar en estas líneas.

Recuerdo otro que, desde la lengua francesa, fue pintado con tonos rojiazules en los muelles del río Saint-Laurent. Traducido al español de la Plaza de Armas, en el último piso de aquel abandonado galpón se leían los perfiles ovoides de un “Lo hice por ti”; nunca pude olvidarlo, aún era estudiante, y en ocasiones aventuraba viajes al viejo puerto con el objeto de contemplar esa tipografía tan suya, abecedarios como de gotas de lluvia, sílabas como chubascos de cristal, muy cerca del Metro Bonaventure donde mil tardes imaginé una historia de amor entre ladrillos, letras y tempestades que me concernían. Por otra parte, en el sector más inglés de la ciudad, en los alrededores de la Universidad McGill alguna vez hubo un grafiti coronado de banderas y de exigencias, por la emancipación del Tíbet, por la liberación de Palestina, también por la independencia de Cachemira…; hoy en día, estoy seguro, si acaso sobrevive en ese callejoncito que nunca he vuelto a encontrar durante mis andanzas por el centro de la ciudad, aquella pinta de protestas empalmadas sin duda habrá comenzado a demandar la paz allá en Ucrania.

Ya, ya casi concluyo. El mejor de todos —o por lo menos el más memorable— es uno que fue borroneado en la trastienda de un taller de reparaciones electrónicas, en las callejuelas aledañas a mi edificio, sobre la avenida Mont-Royal. Entre mariposas amarillas y un fondo azul celeste, en lengua española decía tan sólo esto: “¿Sueñas?”… De inmediato recordé haber visto algo similar en una barda de Barranquilla, durante mis andanzas por las bibliotecas colombianas, hace algunos años. Diseñado con grafías exageradas, como globos de azúcar a punto de estallar en los tabiques que le servían de lienzo, aquel grafiti siempre me hizo sentir bien, ¿sueñas?, como si Latinoamérica hubiese aprendido a suceder con una gran economía de voces en la isla de Montreal de todos los murales del mundo. Al observarlo sentía que el clima de la ciudad boreal quería ofrecernos a los transterrados hijos de nuestro idioma un respiro hecho de palabras y de utopías, un remanso de verbos y de anhelos. ¿Sueñas?, y hace años lo borraron, y no importa, tampoco he vuelto a Barranquilla, porque también hace mucho tiempo que lo busco en todos los rostros de agosto.

A veces he topado con paredes clandestinas donde las curvas de la escritura arábiga han sido caricaturizadas para decir algo que me supera, y lo mismo me ha sucedido ante los ideogramas chinos —¿o eran japoneses?- sobre ladrillos adornados con lagos intranquilos, o con decadentes alfabetos de dragones, o con sílabas de pagodas imperfectas.