/ miércoles 10 de febrero de 2021

Autorretratos de hielo | Faunas por sorpresa

Cuando Gregorio Samsa, el personaje más ilustre de Kafka, amanece convertido en escarabajo —o en cucaracha, al decir de algunos lectores de “La metamorfosis”—, ignoramos el contenido que complementa la metáfora. No solo estamos ante la desgracia de un hombre cuyas mediocridades lo transforman en insecto; estamos, además y sobre todo, frente a la representación literaria de un olvido: la ciudad también es mundo animal.

Para Kafka somos frontera constante, punto intermedio, vaivén de lo racional en lo salvaje, y viceversa. A ello se debe que podamos reconocernos tan olvidadizos como los jumentos, o que madruguemos con la puntualidad apresurada de los gallos, o que seamos capaces de transitar por los secretos con gestos de lechuza o de tecolote. Además, somos tornadizos, como los camaleones, o flemáticos, como las iguanas, y, según se nos juzgue, tenemos memoria de chorlito o de elefante, deseamos la sagacidad del gato, buscamos chivos expiatorios, lloramos corderos pascuales o nos resignamos a la crueldad humana citando a Plauto desde Hobbes, porque “el hombre es el lobo del hombre”... Al declararnos instintivos lo mismo que cerebrales, en silencio confirmamos que la ciudad nunca ha sido epicentro del mundo, sino, tan solo, uno más entre los muchos rincones de la naturaleza.

De la calle Canseco recuerdo los canarios en las jaulas de cuántas cocinas. Muy cerca, sobre la Colón, evoco a una tía postiza cuyo loro, magia mayor si las había en el mundo de las impunidades, siempre fue inocente de sus palabrotas. También, las mitologías porteñas establecían que las familias asmáticas debían evitar a los gatos, y, si se pudiera, procurar la curativa compañía de los perros chihuahueños. Los pelajes festivos nos desconcertaban con sorpresas honestas —se llamaba Cuco el rojísimo setter irlandés en el último piso del edificio…— mientras algún husky de fantasía nos asustaba con sus ojos distintos allá por la Cruz Roja. Las lluvias traían, en un santiamén de zancudos y salamanquesas, a cucarachas de genética voladora en los techos de todas las tardes. Y mucho antes de los cocodrilos del Perimetral y de la familia de mapaches en las escolleras, durante la escuela secundaria participé, ante el ojo avizor del padre Mora, de una excursión a las granjas piscícolas de Tancol; allí, por fin, asistí a la palabra “nutria”, para entonces raíz ya casi extinta en la etimología de “Tampico”. Lo olvidaba: de Andrés, amigo y maderense a toda prueba, poseo la memoria feliz de las carreras de trote largo sobre su caballo Chamizal, contadas siempre con sinónimos alegres, como cuaco, penco y jamelgo.

Nada como la noche del toro escurridizo, prófugo del antiguo rastro y libre para sembrar sorpresas en el primer cuadro de la ciudad. Descendió en la contravía de la calle Carpintero, entre gritos que yo no vi y desconciertos que tampoco escuché. Después, desembocó en la Canseco donde sentí la espesura de mi propio miedo al salir de la vecindad; regresé volando a casa, por supuesto, y tenían que creerme, ahora sí, mi padre y mis hermanos, tenían que dar crédito a esa verdad mayor en las memorias del barrio…: ¡un toro en la banqueta de todas nuestras infancias! El balcón del tercer piso miraba hacia el horizonte de la calle Tamaulipas, y cuando el animal subió hacia los rumbos de la escuela Altamirano, mugiendo asustadizo, ya era larguísima la multitud de alaridos que lo perseguía. De todos los hijos de mi edad, lo recuerdo bien, fuimos los únicos ausentes de aquel gentío afortunado, porque mi padre, con su voz de barítono asombrado, sentenció permanecer en casa hasta nueva orden. A mi hermano mayor, eso sí, le dio por construir cancioncillas que hablaban de Tampico allá en Pamplona, versos de rima fácil donde los “toros sueltos” del parque Méndez armonizaban con la posibilidad de los “varios muertos” que nunca vimos.

En contraparte, tantas especies imposibles es el Golfo de México en la fauna del Polo Norte. En la isla de Montreal, por ejemplo, todo es eventual, y hoy sé predecir las temporadas de arañas refugiadas en nuestros domicilios antes de salir al aire limpio de las primaveras. En mis caminatas del verano he descubierto ardillas distintas a las de “La Victoria”, allá, en la Plaza de Armas; las laboriosas marmotas son ciudadanas transitorias de los jardines públicos, y en más de una ocasión he vuelto sobre mis pasos más preventivos ante un zorrillo en las urbanizaciones aledañas al cerro del Mont-Royal. Los zancudos viven lo que dura el mes de agosto, y he aprendido a descifrar los otoños en las formaciones de patos volando hacia el sur de otros calores. Como nadie, echo en falta los perros callejeros y los gatos perdidos, cosa impensable entre los callejones del hielo; además, en el bicolor de las mariposas monarca del otro lado de las ventanas suelo confundir la volatilidad de mis identidades, pues si a veces me presiento un poco canadiense, con ellas recupero pronto mi condición de mexicano migratorio.

Y, otra vez, nada como la tarde inolvidable de un caribú —para el caso, reno, alce o venado infinito— entrando a saco al campus de la universidad. Cundieron los mensajes de alarma y las advertencias de la rectoría: que nadie saliera de sus oficinas, que permaneciéramos en los edificios, que había peligro de muerte en los senderos de aquel día. Extranjero de tantos animales, decidí encontrarlo, allí, del otro lado de una puerta vidriera, con su pelaje pardo grisáceo y el pecho blanco, él también muerto de miedo a tres metros de distancia, perdido bajo una cornamenta de tallas inefables. Cada paso suyo provocaba la sorpresa de un temblor concentrado, y en el frente a frente de su mirada había un ser confundido, acaso el espejo de un exiliado. Cuando los zootecnistas y veterinarios de algún ministerio lo rescataron horas después, previa cacería con dardos de adormecerlo todo, aquella forma suya de mirar hacia Tampico a través de mi rostro ya se había convertido en axioma inevitable: hasta las bestias reconocen mejor la soledad cuando están fuera de casa…

Hasta las bestias reconocen mejor la soledad cuando están fuera de casa

Cuando Gregorio Samsa, el personaje más ilustre de Kafka, amanece convertido en escarabajo —o en cucaracha, al decir de algunos lectores de “La metamorfosis”—, ignoramos el contenido que complementa la metáfora. No solo estamos ante la desgracia de un hombre cuyas mediocridades lo transforman en insecto; estamos, además y sobre todo, frente a la representación literaria de un olvido: la ciudad también es mundo animal.

Para Kafka somos frontera constante, punto intermedio, vaivén de lo racional en lo salvaje, y viceversa. A ello se debe que podamos reconocernos tan olvidadizos como los jumentos, o que madruguemos con la puntualidad apresurada de los gallos, o que seamos capaces de transitar por los secretos con gestos de lechuza o de tecolote. Además, somos tornadizos, como los camaleones, o flemáticos, como las iguanas, y, según se nos juzgue, tenemos memoria de chorlito o de elefante, deseamos la sagacidad del gato, buscamos chivos expiatorios, lloramos corderos pascuales o nos resignamos a la crueldad humana citando a Plauto desde Hobbes, porque “el hombre es el lobo del hombre”... Al declararnos instintivos lo mismo que cerebrales, en silencio confirmamos que la ciudad nunca ha sido epicentro del mundo, sino, tan solo, uno más entre los muchos rincones de la naturaleza.

De la calle Canseco recuerdo los canarios en las jaulas de cuántas cocinas. Muy cerca, sobre la Colón, evoco a una tía postiza cuyo loro, magia mayor si las había en el mundo de las impunidades, siempre fue inocente de sus palabrotas. También, las mitologías porteñas establecían que las familias asmáticas debían evitar a los gatos, y, si se pudiera, procurar la curativa compañía de los perros chihuahueños. Los pelajes festivos nos desconcertaban con sorpresas honestas —se llamaba Cuco el rojísimo setter irlandés en el último piso del edificio…— mientras algún husky de fantasía nos asustaba con sus ojos distintos allá por la Cruz Roja. Las lluvias traían, en un santiamén de zancudos y salamanquesas, a cucarachas de genética voladora en los techos de todas las tardes. Y mucho antes de los cocodrilos del Perimetral y de la familia de mapaches en las escolleras, durante la escuela secundaria participé, ante el ojo avizor del padre Mora, de una excursión a las granjas piscícolas de Tancol; allí, por fin, asistí a la palabra “nutria”, para entonces raíz ya casi extinta en la etimología de “Tampico”. Lo olvidaba: de Andrés, amigo y maderense a toda prueba, poseo la memoria feliz de las carreras de trote largo sobre su caballo Chamizal, contadas siempre con sinónimos alegres, como cuaco, penco y jamelgo.

Nada como la noche del toro escurridizo, prófugo del antiguo rastro y libre para sembrar sorpresas en el primer cuadro de la ciudad. Descendió en la contravía de la calle Carpintero, entre gritos que yo no vi y desconciertos que tampoco escuché. Después, desembocó en la Canseco donde sentí la espesura de mi propio miedo al salir de la vecindad; regresé volando a casa, por supuesto, y tenían que creerme, ahora sí, mi padre y mis hermanos, tenían que dar crédito a esa verdad mayor en las memorias del barrio…: ¡un toro en la banqueta de todas nuestras infancias! El balcón del tercer piso miraba hacia el horizonte de la calle Tamaulipas, y cuando el animal subió hacia los rumbos de la escuela Altamirano, mugiendo asustadizo, ya era larguísima la multitud de alaridos que lo perseguía. De todos los hijos de mi edad, lo recuerdo bien, fuimos los únicos ausentes de aquel gentío afortunado, porque mi padre, con su voz de barítono asombrado, sentenció permanecer en casa hasta nueva orden. A mi hermano mayor, eso sí, le dio por construir cancioncillas que hablaban de Tampico allá en Pamplona, versos de rima fácil donde los “toros sueltos” del parque Méndez armonizaban con la posibilidad de los “varios muertos” que nunca vimos.

En contraparte, tantas especies imposibles es el Golfo de México en la fauna del Polo Norte. En la isla de Montreal, por ejemplo, todo es eventual, y hoy sé predecir las temporadas de arañas refugiadas en nuestros domicilios antes de salir al aire limpio de las primaveras. En mis caminatas del verano he descubierto ardillas distintas a las de “La Victoria”, allá, en la Plaza de Armas; las laboriosas marmotas son ciudadanas transitorias de los jardines públicos, y en más de una ocasión he vuelto sobre mis pasos más preventivos ante un zorrillo en las urbanizaciones aledañas al cerro del Mont-Royal. Los zancudos viven lo que dura el mes de agosto, y he aprendido a descifrar los otoños en las formaciones de patos volando hacia el sur de otros calores. Como nadie, echo en falta los perros callejeros y los gatos perdidos, cosa impensable entre los callejones del hielo; además, en el bicolor de las mariposas monarca del otro lado de las ventanas suelo confundir la volatilidad de mis identidades, pues si a veces me presiento un poco canadiense, con ellas recupero pronto mi condición de mexicano migratorio.

Y, otra vez, nada como la tarde inolvidable de un caribú —para el caso, reno, alce o venado infinito— entrando a saco al campus de la universidad. Cundieron los mensajes de alarma y las advertencias de la rectoría: que nadie saliera de sus oficinas, que permaneciéramos en los edificios, que había peligro de muerte en los senderos de aquel día. Extranjero de tantos animales, decidí encontrarlo, allí, del otro lado de una puerta vidriera, con su pelaje pardo grisáceo y el pecho blanco, él también muerto de miedo a tres metros de distancia, perdido bajo una cornamenta de tallas inefables. Cada paso suyo provocaba la sorpresa de un temblor concentrado, y en el frente a frente de su mirada había un ser confundido, acaso el espejo de un exiliado. Cuando los zootecnistas y veterinarios de algún ministerio lo rescataron horas después, previa cacería con dardos de adormecerlo todo, aquella forma suya de mirar hacia Tampico a través de mi rostro ya se había convertido en axioma inevitable: hasta las bestias reconocen mejor la soledad cuando están fuera de casa…

Hasta las bestias reconocen mejor la soledad cuando están fuera de casa