/ miércoles 14 de julio de 2021

Autorretratos de hielo | Haití, golpe a golpe

Ayer he vuelto a pensarlo: en las ciudades cosmopolitas el mundo viene a nuestros ojos a la menor provocación de la Historia. Para los hijos desarraigados del río Pánuco el asunto reviste una singular curiosidad, pues en las calles del Polo Norte pareciera imposible vivir desinformado.

Es más, cualquier vagabundeo urbano contiene los azares de una protesta colombiana, o el accidente de una reivindicación palestina, o la coincidencia de una marcha que informa del último “coup d’État” allá en Birmania, o la casualidad de unos altavoces bramando en ucraniano la restitución de Crimea frente al Consulado de Rusia —al menos eso creí entender, no estoy seguro-..., esto me sucedió hace algunos años.

En efecto, en las sociedades abiertas a la migración las aflicciones internacionales suelen estar inscritas en el rostro de sus transterrados. Don DeLillo, en el mosaico étnico de las calles de su novela “Cosmópolis”, decía que en Nueva York “basta coger un taxi para enterarse de cuáles son los países donde reina el malestar y el descontento”. Y lo mismo podría pensarse de la isla de Montreal, una “ciudad de ciudades”, una metrópoli de patrias superpuestas donde la historia universal sucede a cada rato. Dicho con mayor claridad, cualquier rutina boreal puede terminar convertida en el anuncio de un magnicidio del otro lado de las ventanillas del autobús, tal y como me sucedió el último fin de semana en el parque Lafontaine —cuyo lago de artificio se parece tanto a la laguna del Chairel en el verano—: allí, en el mediodía más triste de su evidente desconsuelo, un grupo de haitianos, banderas azulgranas, gesto apagado, como de frustración luctuosa, manifestaba su rabia por el asesinato.

Sí, han matado a su presidente en el mar Caribe, Jovenel Moïse, y otra vez presentimos el horizonte desatado de un nuevo “Macondo” en América Latina. Con palabras de estar en varios sitios al mismo tiempo, es decir, con voces de Tampico en un Montreal desbordado ahora mismo de acentos haitianos, de inmediato evoco mi primer paso por Puerto Príncipe, los barrios destruidos de la capital tras el terremoto de 2010, los cientos de miles de muertos —dije bien: cientos de miles de muertos—, aquellos llantos de muros caídos y las vidas que se vinieron abajo... Para colmo de males, al año siguiente se desató una epidemia de cólera de la que nadie quiso continuar la cuenta desbordada de víctimas.

Aunque cualquier caminata era un espectáculo del desasosiego, aquellas tragedias enlazadas también servían de contrapunto en la tarea de resanar las heridas del momento. Para los habitantes de la isla tales desgracias no solo permitían reinventarse de promesas, sino que, por añadidura, restauraban los proverbios de la perseverancia mientras renovaban los contenidos de todas las canciones que hablasen del porvenir —y también del amor, claro está, pues nada como el ritmo de “konpa” para recuperar la confianza en el destino, ¿no es cierto?—. Sobre todo, impresionaba la honesta curiosidad de la gente, en el hotel, en las pocas tiendas abiertas, en los escasos paseos por el sol anaranjadísimo de los ocasos antillanos: lo suyo no era una indagación vacía sobre los exotismos del forastero, sino el íntegro anhelo de acumular descubrimientos. Sin duda, el haitiano es alguien que vive al acecho de nuevas formas del ser, e incluso podría decirse que vino al mundo para enriquecerse con las palabras encontradas en el azar de los rostros ajenos.

Cinco años después pude regresar, otra vez por cuestiones de trabajo, ahora a Cabo Haitiano, escala en Gonaïves, muy al norte de la isla. Los largos días de labores me confirmaron el espíritu de una sociedad que, desde su innegable pobreza, exigía ser recuperada sin paternalismos. Por lo demás, esa segunda visita también se vio marcada por el conjugar de verbos que en Haití se han hecho instintivos: “descubrir”, “indagar”, “comprobar”, “preguntar”, “explorar”, y algunos más de semánticas emparentadas con la instrucción. De todas las anécdotas que ejemplifican tales afanes de conocimiento, rescato el ascenso a la Citadelle Henri y el palacio de Sans-Souci, esto es, a la fortaleza decimonónica del rey místico Henri Christophe, en el municipio de Milot; por cierto, fue allí donde Alejo Carpentier echó a andar la noción de lo “real maravilloso americano”, germen de nuestro ya muy manoseado concepto de “realismo mágico” —al respecto, ver su prólogo a “El reino de este mundo”; en muchos sentidos, dicha lectura nos hace a todos tributarios de lo haitiano.

Ya, ya prosigo… Decía, pues, que cuesta arriba de la Citadelle Henri varios muchachos de edades indescifrables y de origen campesino se ofrecían como guías en cinco lenguas distintas. Con el alma más firme de sus oídos atentos, cada uno de ellos se había multiplicado de idiomas desde una vivacidad casi analfabeta. Su español era correcto, casi altivo, sobre todo en la voz de Max, aquel chico inolvidable, un adolescente de vaivenes continuos al inglés, de giros y volteretas al francés de su mirada tan despierta, y aunque a veces se atropellaba con palabras italianas, su orgullo infantil le hacía retomar el aire del camino con frases alemanas aprendidas sin escrituras de por medio. ¿Cómo decirlo?..., Max era la copia viva de un manuscrito invisible, una enciclopedia políglota de definiciones orales, en fin, algo así como un libro abierto a todas las maravillas lingüísticas. Muchas cosas se daban cita en ese Haití de Max que hoy a todos nos alcanza: genio y olvido, florecimiento y rezago, inteligencia y abandono, empeño y atraso, magia y relegamiento, instinto creador y sueños negados.

Al final, quizás Haití siempre ha sido eso: una más de nuestras repúblicas adolescentes, un paisaje humano que, a golpe de crisis institucionales, de magnicidios, de hambrunas, de dictaduras, de asonadas militares y de catástrofes naturales, ha naturalizado las incertidumbres en la pronunciación de su destino —lo cual, si se piensa bien, equivale asimismo a señalar que en la isla se ha hecho innato el ejercicio de las esperanzas.

Ayer he vuelto a pensarlo: en las ciudades cosmopolitas el mundo viene a nuestros ojos a la menor provocación de la Historia. Para los hijos desarraigados del río Pánuco el asunto reviste una singular curiosidad, pues en las calles del Polo Norte pareciera imposible vivir desinformado.

Es más, cualquier vagabundeo urbano contiene los azares de una protesta colombiana, o el accidente de una reivindicación palestina, o la coincidencia de una marcha que informa del último “coup d’État” allá en Birmania, o la casualidad de unos altavoces bramando en ucraniano la restitución de Crimea frente al Consulado de Rusia —al menos eso creí entender, no estoy seguro-..., esto me sucedió hace algunos años.

En efecto, en las sociedades abiertas a la migración las aflicciones internacionales suelen estar inscritas en el rostro de sus transterrados. Don DeLillo, en el mosaico étnico de las calles de su novela “Cosmópolis”, decía que en Nueva York “basta coger un taxi para enterarse de cuáles son los países donde reina el malestar y el descontento”. Y lo mismo podría pensarse de la isla de Montreal, una “ciudad de ciudades”, una metrópoli de patrias superpuestas donde la historia universal sucede a cada rato. Dicho con mayor claridad, cualquier rutina boreal puede terminar convertida en el anuncio de un magnicidio del otro lado de las ventanillas del autobús, tal y como me sucedió el último fin de semana en el parque Lafontaine —cuyo lago de artificio se parece tanto a la laguna del Chairel en el verano—: allí, en el mediodía más triste de su evidente desconsuelo, un grupo de haitianos, banderas azulgranas, gesto apagado, como de frustración luctuosa, manifestaba su rabia por el asesinato.

Sí, han matado a su presidente en el mar Caribe, Jovenel Moïse, y otra vez presentimos el horizonte desatado de un nuevo “Macondo” en América Latina. Con palabras de estar en varios sitios al mismo tiempo, es decir, con voces de Tampico en un Montreal desbordado ahora mismo de acentos haitianos, de inmediato evoco mi primer paso por Puerto Príncipe, los barrios destruidos de la capital tras el terremoto de 2010, los cientos de miles de muertos —dije bien: cientos de miles de muertos—, aquellos llantos de muros caídos y las vidas que se vinieron abajo... Para colmo de males, al año siguiente se desató una epidemia de cólera de la que nadie quiso continuar la cuenta desbordada de víctimas.

Aunque cualquier caminata era un espectáculo del desasosiego, aquellas tragedias enlazadas también servían de contrapunto en la tarea de resanar las heridas del momento. Para los habitantes de la isla tales desgracias no solo permitían reinventarse de promesas, sino que, por añadidura, restauraban los proverbios de la perseverancia mientras renovaban los contenidos de todas las canciones que hablasen del porvenir —y también del amor, claro está, pues nada como el ritmo de “konpa” para recuperar la confianza en el destino, ¿no es cierto?—. Sobre todo, impresionaba la honesta curiosidad de la gente, en el hotel, en las pocas tiendas abiertas, en los escasos paseos por el sol anaranjadísimo de los ocasos antillanos: lo suyo no era una indagación vacía sobre los exotismos del forastero, sino el íntegro anhelo de acumular descubrimientos. Sin duda, el haitiano es alguien que vive al acecho de nuevas formas del ser, e incluso podría decirse que vino al mundo para enriquecerse con las palabras encontradas en el azar de los rostros ajenos.

Cinco años después pude regresar, otra vez por cuestiones de trabajo, ahora a Cabo Haitiano, escala en Gonaïves, muy al norte de la isla. Los largos días de labores me confirmaron el espíritu de una sociedad que, desde su innegable pobreza, exigía ser recuperada sin paternalismos. Por lo demás, esa segunda visita también se vio marcada por el conjugar de verbos que en Haití se han hecho instintivos: “descubrir”, “indagar”, “comprobar”, “preguntar”, “explorar”, y algunos más de semánticas emparentadas con la instrucción. De todas las anécdotas que ejemplifican tales afanes de conocimiento, rescato el ascenso a la Citadelle Henri y el palacio de Sans-Souci, esto es, a la fortaleza decimonónica del rey místico Henri Christophe, en el municipio de Milot; por cierto, fue allí donde Alejo Carpentier echó a andar la noción de lo “real maravilloso americano”, germen de nuestro ya muy manoseado concepto de “realismo mágico” —al respecto, ver su prólogo a “El reino de este mundo”; en muchos sentidos, dicha lectura nos hace a todos tributarios de lo haitiano.

Ya, ya prosigo… Decía, pues, que cuesta arriba de la Citadelle Henri varios muchachos de edades indescifrables y de origen campesino se ofrecían como guías en cinco lenguas distintas. Con el alma más firme de sus oídos atentos, cada uno de ellos se había multiplicado de idiomas desde una vivacidad casi analfabeta. Su español era correcto, casi altivo, sobre todo en la voz de Max, aquel chico inolvidable, un adolescente de vaivenes continuos al inglés, de giros y volteretas al francés de su mirada tan despierta, y aunque a veces se atropellaba con palabras italianas, su orgullo infantil le hacía retomar el aire del camino con frases alemanas aprendidas sin escrituras de por medio. ¿Cómo decirlo?..., Max era la copia viva de un manuscrito invisible, una enciclopedia políglota de definiciones orales, en fin, algo así como un libro abierto a todas las maravillas lingüísticas. Muchas cosas se daban cita en ese Haití de Max que hoy a todos nos alcanza: genio y olvido, florecimiento y rezago, inteligencia y abandono, empeño y atraso, magia y relegamiento, instinto creador y sueños negados.

Al final, quizás Haití siempre ha sido eso: una más de nuestras repúblicas adolescentes, un paisaje humano que, a golpe de crisis institucionales, de magnicidios, de hambrunas, de dictaduras, de asonadas militares y de catástrofes naturales, ha naturalizado las incertidumbres en la pronunciación de su destino —lo cual, si se piensa bien, equivale asimismo a señalar que en la isla se ha hecho innato el ejercicio de las esperanzas.