/ miércoles 8 de septiembre de 2021

Autorretratos de hielo | Jeanette a la distancia

Había nacido en Aguascalientes y hablaba un español emparentado con nuestra forma de rumiar lo incomprensible. Telediarios y boletines en la isla de Montreal no dejan en paz el tema de su fallecimiento, porque la boxeadora mexicana era tan joven, casi adolescente, así lo dicen, Jeannette se llamaba, y junto a los amigos del Caribe, conocedores de beisbol y pugilismo, he escuchado comentarios meditabundos, algo cavilosos, también filosóficos, porque los migrantes entendemos tantas cosas en silencio cuando alguien muere cubierto de distancias.

Por la noche miraré las escenas en la televisión pública, pensando, recordando, confirmando que a mí nunca me gustó el boxeo. Parece que la mantuvieron varios días en un coma inducido, y su nombre completo era Jeanette Zacarías Zapata. Murió muy cerca de aquí, a unas cuantas calles de todas estas palabras, en el hospital Sacré-Coeur de la isla de Montreal, tan al alcance de mis tropiezos para escribirla sin irrespetarla, aquí mismo y ahora mismo. Ningún pariente pudo estar junto a ella: lo sabemos, el apocalipsis clínico ha cerrado las fronteras a piedra y lodo, a cal y canto, y aunque su padre estaba por subirse a un avión, al final ya no hubo tiempo de llegar a tiempo.

A pesar de todo, entremos en materia. Quiérase o no, su deceso informa sobre uno de los aspectos más ignorados en la vida del desarraigo, a saber, la (in)certidumbre de que al salir del terruño nos alejamos poco a poco, y a menudo ya sin vuelta de hoja, de las dos caras de los adioses definitivos. Dicho de otro modo, el migrante presiente una doble sustancia cuando habla de la muerte en la isla de Montreal, y es dicha dualidad lo que el fallecimiento de Jeanette ha venido a recordarnos en estos días: por un lado, nos confirma que el transterrado es el eterno ausente en todas las exequias, en los velorios de los padres de mis amigos en la calle Colón, en los funerales de la insuficiencia renal de Jaime a quien ya no volví a ver, acaso en las misas de réquiem de una hermana luminosa que se muere sin remedio; en sentido inverso, sospechamos que nuestra propia partida estará vacía de los compañeros más honestos de la escuela secundaria —Miguel, Andrés, René…—, o de las cuñadas más entrañables, e incluso de los rezos infinitos de alguna tía centenaria. Y mientras camino por las dos caras de todo esto descubro que aquel poema de Sabines adquiere un color insólito al aplicarle el matiz de los exilios: “morir es retirarse, hacerse a un lado, ocultarse un momento, estarse quieto, pasar el aire de una orilla a nado, y estar en todas partes en secreto”… Ya, ya sigo adelante.

Era su primera pelea internacional, su primer aeropuerto fuera de casa, y sin duda su primera mirada al mundo de otro mundo. A su manera, Jeanette también era una expatriada, es decir, una más en la comunidad de los viajeros sin fecha señalada para el regreso. Dicen que venía feliz, que andaba en busca de algo distinto, del sueño de otra vida, quizás, del ideal del estrellato, tal vez, o de la posibilidad económica de abrirse paso en el destino cuando su rostro adolescente, publicado en las portadas de todos los diarios locales, ilustra con claridad lo mucho que sus facciones se parecen a las melancolías del exiliado en el parque Jeanne-Mance —sol cansado y bufandas primerizas en todas las bancas, por cierto—: como cualquier desterrado, Jeanette imaginaba vivir una historia diferente, quería escribirse de otro modo, acaso deletrearse como alma de puño en alto, o siquiera pronunciarse como mujer sin cortapisas.

Tenía dieciocho años, apenas, y su pareja, Jovanni Martínez —también era su manejador— permaneció junto a ella en el hospital. Ahora mismo me queda claro lo que pudieron sentir al pasear por las aceras de la víspera, el último suspiro de agosto, caminando entre las horas y los bulevares sobrecargados de viento. Es probable que oyesen hablar de las jornadas increíbles del invierno tan temido, los mil metros de nieve de cada año, y enseguida debieron preguntarse por los anuncios y los letreros en francés, sospecharse en la sonoridad juguetona de un idioma desconocido, incluso ensayar con labios juguetones alguna carcajada intraducible: en los lenguajes ajenos, qué duda cabe, subyace la insólita explicación de los otros que también somos al mudar nuestras sonrisas. Además, irían a conocer la ciudad subterránea en el centro de la isla, y entre las inevitables mascarillas y las precauciones sanitarias, habrían encontrado tan curioso, y a lo mejor muy aburrido, ese paseo por centros comerciales durante muchos kilómetros de subsuelos bien iluminados.

En una sola jornada, quizás la única que dedicaron al asueto, los dos abordarían el metro y escucharían el anuncio de las estaciones. Minutos después ambos descenderían en la parada Pío IX antes de subir a la torre inclinada del Estadio Olímpico, y mirarían juntos el río Saint-Laurent, las calles cuadriculadas, los complejos habitacionales, los colores indecisos de los árboles, los parques como remiendos naturales en el asfalto, la colina Mont-Royal con esa cruz gigantesca sosteniendo los mil collares de las avenidas. Y por la noche cenarían tranquilos, cosas saludables pero también típicas, y pensarían en los regalos del regreso, las botellitas del jarabe de arce sobre todo —miel de maple, según decimos en la Plaza de Armas, y qué más da…—, sin perder nunca de vista la pelea, su rival tan experimentada, ¡catorce años de diferencia!, y además visitarían el auditorio donde al día siguiente Jeanette recorrió cuatro asaltos antes de perder el conocimiento para siempre.

Al final, claro, la inquietud resulta inevitable: ¿venir a morir en una ciudad de hielos prematuros y alejada de los alientos familiares? Y de repente, ya casi para concluir la reflexión de un miércoles tan desasosegado, como un fogonazo de certezas, la convicción de que el país de una muerte extranjera no triunfará nunca —es imposible— sobre la lengua del estar en nuestras últimas palabras. En fin…

Y por la noche cenarían tranquilos, cosas saludables pero también típicas, y pensarían en los regalos del regreso, las botellitas del jarabe de arce sobre todo —miel de maple, según decimos en la plaza de Armas-

Había nacido en Aguascalientes y hablaba un español emparentado con nuestra forma de rumiar lo incomprensible. Telediarios y boletines en la isla de Montreal no dejan en paz el tema de su fallecimiento, porque la boxeadora mexicana era tan joven, casi adolescente, así lo dicen, Jeannette se llamaba, y junto a los amigos del Caribe, conocedores de beisbol y pugilismo, he escuchado comentarios meditabundos, algo cavilosos, también filosóficos, porque los migrantes entendemos tantas cosas en silencio cuando alguien muere cubierto de distancias.

Por la noche miraré las escenas en la televisión pública, pensando, recordando, confirmando que a mí nunca me gustó el boxeo. Parece que la mantuvieron varios días en un coma inducido, y su nombre completo era Jeanette Zacarías Zapata. Murió muy cerca de aquí, a unas cuantas calles de todas estas palabras, en el hospital Sacré-Coeur de la isla de Montreal, tan al alcance de mis tropiezos para escribirla sin irrespetarla, aquí mismo y ahora mismo. Ningún pariente pudo estar junto a ella: lo sabemos, el apocalipsis clínico ha cerrado las fronteras a piedra y lodo, a cal y canto, y aunque su padre estaba por subirse a un avión, al final ya no hubo tiempo de llegar a tiempo.

A pesar de todo, entremos en materia. Quiérase o no, su deceso informa sobre uno de los aspectos más ignorados en la vida del desarraigo, a saber, la (in)certidumbre de que al salir del terruño nos alejamos poco a poco, y a menudo ya sin vuelta de hoja, de las dos caras de los adioses definitivos. Dicho de otro modo, el migrante presiente una doble sustancia cuando habla de la muerte en la isla de Montreal, y es dicha dualidad lo que el fallecimiento de Jeanette ha venido a recordarnos en estos días: por un lado, nos confirma que el transterrado es el eterno ausente en todas las exequias, en los velorios de los padres de mis amigos en la calle Colón, en los funerales de la insuficiencia renal de Jaime a quien ya no volví a ver, acaso en las misas de réquiem de una hermana luminosa que se muere sin remedio; en sentido inverso, sospechamos que nuestra propia partida estará vacía de los compañeros más honestos de la escuela secundaria —Miguel, Andrés, René…—, o de las cuñadas más entrañables, e incluso de los rezos infinitos de alguna tía centenaria. Y mientras camino por las dos caras de todo esto descubro que aquel poema de Sabines adquiere un color insólito al aplicarle el matiz de los exilios: “morir es retirarse, hacerse a un lado, ocultarse un momento, estarse quieto, pasar el aire de una orilla a nado, y estar en todas partes en secreto”… Ya, ya sigo adelante.

Era su primera pelea internacional, su primer aeropuerto fuera de casa, y sin duda su primera mirada al mundo de otro mundo. A su manera, Jeanette también era una expatriada, es decir, una más en la comunidad de los viajeros sin fecha señalada para el regreso. Dicen que venía feliz, que andaba en busca de algo distinto, del sueño de otra vida, quizás, del ideal del estrellato, tal vez, o de la posibilidad económica de abrirse paso en el destino cuando su rostro adolescente, publicado en las portadas de todos los diarios locales, ilustra con claridad lo mucho que sus facciones se parecen a las melancolías del exiliado en el parque Jeanne-Mance —sol cansado y bufandas primerizas en todas las bancas, por cierto—: como cualquier desterrado, Jeanette imaginaba vivir una historia diferente, quería escribirse de otro modo, acaso deletrearse como alma de puño en alto, o siquiera pronunciarse como mujer sin cortapisas.

Tenía dieciocho años, apenas, y su pareja, Jovanni Martínez —también era su manejador— permaneció junto a ella en el hospital. Ahora mismo me queda claro lo que pudieron sentir al pasear por las aceras de la víspera, el último suspiro de agosto, caminando entre las horas y los bulevares sobrecargados de viento. Es probable que oyesen hablar de las jornadas increíbles del invierno tan temido, los mil metros de nieve de cada año, y enseguida debieron preguntarse por los anuncios y los letreros en francés, sospecharse en la sonoridad juguetona de un idioma desconocido, incluso ensayar con labios juguetones alguna carcajada intraducible: en los lenguajes ajenos, qué duda cabe, subyace la insólita explicación de los otros que también somos al mudar nuestras sonrisas. Además, irían a conocer la ciudad subterránea en el centro de la isla, y entre las inevitables mascarillas y las precauciones sanitarias, habrían encontrado tan curioso, y a lo mejor muy aburrido, ese paseo por centros comerciales durante muchos kilómetros de subsuelos bien iluminados.

En una sola jornada, quizás la única que dedicaron al asueto, los dos abordarían el metro y escucharían el anuncio de las estaciones. Minutos después ambos descenderían en la parada Pío IX antes de subir a la torre inclinada del Estadio Olímpico, y mirarían juntos el río Saint-Laurent, las calles cuadriculadas, los complejos habitacionales, los colores indecisos de los árboles, los parques como remiendos naturales en el asfalto, la colina Mont-Royal con esa cruz gigantesca sosteniendo los mil collares de las avenidas. Y por la noche cenarían tranquilos, cosas saludables pero también típicas, y pensarían en los regalos del regreso, las botellitas del jarabe de arce sobre todo —miel de maple, según decimos en la Plaza de Armas, y qué más da…—, sin perder nunca de vista la pelea, su rival tan experimentada, ¡catorce años de diferencia!, y además visitarían el auditorio donde al día siguiente Jeanette recorrió cuatro asaltos antes de perder el conocimiento para siempre.

Al final, claro, la inquietud resulta inevitable: ¿venir a morir en una ciudad de hielos prematuros y alejada de los alientos familiares? Y de repente, ya casi para concluir la reflexión de un miércoles tan desasosegado, como un fogonazo de certezas, la convicción de que el país de una muerte extranjera no triunfará nunca —es imposible— sobre la lengua del estar en nuestras últimas palabras. En fin…

Y por la noche cenarían tranquilos, cosas saludables pero también típicas, y pensarían en los regalos del regreso, las botellitas del jarabe de arce sobre todo —miel de maple, según decimos en la plaza de Armas-