/ miércoles 3 de noviembre de 2021

Autorretratos de hielo | Jornada de gerundios

Para cualquier expatriado peregrinar por los barrios de su infancia significa andar conjeturando —a mañana, tarde y noche— la posibilidad del nunca haberse ido. Es más, cada una de sus banquetas congénitas le ofrece una jornada de gerundios, esto es, la experiencia de recorrerlas sospechándose, deduciéndose, evocándose, descifrándose, diluyéndose, y a veces también profetizándose: de no haberse marchado de los acentos de sus calles primigenias, sin duda él o ella se hubiesen convertido en otra cosa.

En efecto, regresar a su ciudad natal le impone al migrante —hoy por hoy tristeza cotidiana de nuestros noticieros— un andar pronunciándose distinto. Visitante transitorio de los bulevares de su memoria, una semana de desayunos nacionales con Emilio y Andrés, amigos de la secundaria, o de antojitos mexicanos sazonados en familia, es suficiente para percibirse como un ser incompleto sobre la avenida Hidalgo, es decir, para presentirse en sus camellones como alma a salto de mata entre lo heredado y lo perdido, o entre lo innato y lo adquirido.

En resumidas cuentas, para el tránsfuga de la playa de Miramar el regreso al terruño le rebela las intersecciones y los abismos existentes entre los tampiqueños cotidianos que alguna vez fuimos y los tampiqueños tan extraños que acaso ya nunca dejaremos de ser.

Por todo ello, en los labios del transterrado las palabras “regresar” y “permanecer” ya no están donde la gente suele dejarlas al salir de casa. Y lo mismo podría decirse de los verbos “llegar” y “abandonar”.

Sin saber cómo ni cuándo un buen día el desarraigado se rinde a la evidencia de estar empalmando los contenidos de tales conjugaciones, y con renovada convicción ha de continuar respondiendo a todos los saludos con gestos que contaminan los adioses con las acogidas y las bienvenidas con las separaciones.

A la sazón, aquel texto de Octavio Paz —prometo dejar de citarlo hasta nuevo aviso— viene aquí como anillo al dedo cuando llega la hora de la partida y el migrante ya se va de nueva cuenta, ya vuelve a dejar para mejor ocasión el malecón de las toninas o los cafés de la Plaza de Armas donde Arturo y Olivia, ya casi bisabuelos de puerto, invitan charlas cargadas de ternura: “Voy y vuelvo, me revuelvo y me revuelco, salgo y entro, me asomo, oigo música, me rasco, medito, me digo, maldigo, cambio de traje, digo adiós al que fui, me demoro en el que seré. Nada me detiene. Tengo prisa, me voy. ¿A dónde? No sé, nada sé excepto que no estoy en mi sitio”…

En fin, estos y otros desasosiegos parecidos dominaron en mí penúltima mañana de resolanas antes de acudir a la cita para obtener un certificado de salud. Después de salir del laboratorio especializado, servicios rápidos y confiables, así los anunciaban, he sacado la cuenta de las horas venideras porque las líneas aéreas hoy sólo admiten verdades a corto plazo.

A lo mejor es esa la enseñanza oculta que nos va dejando la pandemia y hoy somos pobladores más honestos de lo inmediato, inquilinos transparentes del gerundio —otra vez—, a saber, personas del “estar siendo” o gente del “ser estando”. Sí, eso ya es muy nuestro gracias al apocalipsis, ¿no es cierto?, aunque lo mejor es no seguir filosofando: y pasado mañana, en el aeropuerto, he de explicar que no poseo las formas migratorias correspondientes, señorita, porque al terruño entro siempre como mexicano, señorita, y porque al extranjero sólo puedo volver como extranjero.

Llegué como lo que soy y me voy como lo que fui, con todos los viceversas del caso, señorita…, así, así es como me hubiera gustado decírselo en aquel mostrador mientras intuía que quizás el acto migratorio confunde las identidades y nos libera de formas preestablecidas del ser. Tal vez por eso nos deleitan tanto los viajes a las calles de idiomas que ignoramos, porque allí nos sospechamos como palabras sin atavismos, o siquiera como voces un poco menos prejuiciosas.

Ya en el aire he escuchado la exigencia del cubrebocas sanitario, y además evitar los baños a miles de metros de altura. Tiene su lado socarrón, digo yo, contagiarse a punto de llegar al cielo, y en silencio he sonreído de mis divagaciones tan desmañadas.

Por lo demás, expresados en varias lenguas —y sin ironías políglotas ni vanidades de gran traductor—, tales mensajes me reintegran a la certeza de mi dispersión verbal, pues, quiérase o no, en ellos es posible comprobar que los desterrados ya siempre seremos una especie de diáspora vivida con frases de doble fondo, y enseguida he mirado con nostalgia prematura el amanecer del Pánuco, las plataformas petroleras, el puente agigantado, las olas de un mar atiborrado de auroras, los navíos de juguete en el muelle de metales.

De inmediato he comenzado a despedirme de todas las cosas que nutren mi sentido de pertenencia a la calle Colón: la iglesia catedral, la biblioteca municipal, el kiosco de brazos moriscos y piedra rosada, las bolsitas de semillas para palomas felices, los lustrabotas de charlas revolucionarias, la tristeza de niños vendiendo lo que sea con sonrisa fracturada.

Al llegar al Polo Norte me descubriré muriéndome de frío en la terminal aérea, y al salir caeré en la cuenta de que otra vez vuelvo a pensarlo todo con la forma futura de los verbos.

enetraré la oscuridad de una ciudad brumosa, y desde el autobús seguiré mirando los arces amarillísimos de la isla de Montreal, las ventiscas del otoño, las mangas largas del mundo, y comprobaré que la hora de mi reloj, que nunca quise ajustar durante mis jornadas de gerundio allá en Tampico, ha vuelto a la exactitud de sus manecillas al subir las escaleras de casa. Entonces, sentado en el desayunador de la cocina, escribiré letras a toda prisa, a la familia que se quedó atrás, a la ciudad de mi adolescencia, a los amigos de siempre: siendo las doce de la noche menos un minuto, me declaro de regreso de todos mis regresos. Y hasta pronto.

Para cualquier expatriado peregrinar por los barrios de su infancia significa andar conjeturando —a mañana, tarde y noche— la posibilidad del nunca haberse ido. Es más, cada una de sus banquetas congénitas le ofrece una jornada de gerundios, esto es, la experiencia de recorrerlas sospechándose, deduciéndose, evocándose, descifrándose, diluyéndose, y a veces también profetizándose: de no haberse marchado de los acentos de sus calles primigenias, sin duda él o ella se hubiesen convertido en otra cosa.

En efecto, regresar a su ciudad natal le impone al migrante —hoy por hoy tristeza cotidiana de nuestros noticieros— un andar pronunciándose distinto. Visitante transitorio de los bulevares de su memoria, una semana de desayunos nacionales con Emilio y Andrés, amigos de la secundaria, o de antojitos mexicanos sazonados en familia, es suficiente para percibirse como un ser incompleto sobre la avenida Hidalgo, es decir, para presentirse en sus camellones como alma a salto de mata entre lo heredado y lo perdido, o entre lo innato y lo adquirido.

En resumidas cuentas, para el tránsfuga de la playa de Miramar el regreso al terruño le rebela las intersecciones y los abismos existentes entre los tampiqueños cotidianos que alguna vez fuimos y los tampiqueños tan extraños que acaso ya nunca dejaremos de ser.

Por todo ello, en los labios del transterrado las palabras “regresar” y “permanecer” ya no están donde la gente suele dejarlas al salir de casa. Y lo mismo podría decirse de los verbos “llegar” y “abandonar”.

Sin saber cómo ni cuándo un buen día el desarraigado se rinde a la evidencia de estar empalmando los contenidos de tales conjugaciones, y con renovada convicción ha de continuar respondiendo a todos los saludos con gestos que contaminan los adioses con las acogidas y las bienvenidas con las separaciones.

A la sazón, aquel texto de Octavio Paz —prometo dejar de citarlo hasta nuevo aviso— viene aquí como anillo al dedo cuando llega la hora de la partida y el migrante ya se va de nueva cuenta, ya vuelve a dejar para mejor ocasión el malecón de las toninas o los cafés de la Plaza de Armas donde Arturo y Olivia, ya casi bisabuelos de puerto, invitan charlas cargadas de ternura: “Voy y vuelvo, me revuelvo y me revuelco, salgo y entro, me asomo, oigo música, me rasco, medito, me digo, maldigo, cambio de traje, digo adiós al que fui, me demoro en el que seré. Nada me detiene. Tengo prisa, me voy. ¿A dónde? No sé, nada sé excepto que no estoy en mi sitio”…

En fin, estos y otros desasosiegos parecidos dominaron en mí penúltima mañana de resolanas antes de acudir a la cita para obtener un certificado de salud. Después de salir del laboratorio especializado, servicios rápidos y confiables, así los anunciaban, he sacado la cuenta de las horas venideras porque las líneas aéreas hoy sólo admiten verdades a corto plazo.

A lo mejor es esa la enseñanza oculta que nos va dejando la pandemia y hoy somos pobladores más honestos de lo inmediato, inquilinos transparentes del gerundio —otra vez—, a saber, personas del “estar siendo” o gente del “ser estando”. Sí, eso ya es muy nuestro gracias al apocalipsis, ¿no es cierto?, aunque lo mejor es no seguir filosofando: y pasado mañana, en el aeropuerto, he de explicar que no poseo las formas migratorias correspondientes, señorita, porque al terruño entro siempre como mexicano, señorita, y porque al extranjero sólo puedo volver como extranjero.

Llegué como lo que soy y me voy como lo que fui, con todos los viceversas del caso, señorita…, así, así es como me hubiera gustado decírselo en aquel mostrador mientras intuía que quizás el acto migratorio confunde las identidades y nos libera de formas preestablecidas del ser. Tal vez por eso nos deleitan tanto los viajes a las calles de idiomas que ignoramos, porque allí nos sospechamos como palabras sin atavismos, o siquiera como voces un poco menos prejuiciosas.

Ya en el aire he escuchado la exigencia del cubrebocas sanitario, y además evitar los baños a miles de metros de altura. Tiene su lado socarrón, digo yo, contagiarse a punto de llegar al cielo, y en silencio he sonreído de mis divagaciones tan desmañadas.

Por lo demás, expresados en varias lenguas —y sin ironías políglotas ni vanidades de gran traductor—, tales mensajes me reintegran a la certeza de mi dispersión verbal, pues, quiérase o no, en ellos es posible comprobar que los desterrados ya siempre seremos una especie de diáspora vivida con frases de doble fondo, y enseguida he mirado con nostalgia prematura el amanecer del Pánuco, las plataformas petroleras, el puente agigantado, las olas de un mar atiborrado de auroras, los navíos de juguete en el muelle de metales.

De inmediato he comenzado a despedirme de todas las cosas que nutren mi sentido de pertenencia a la calle Colón: la iglesia catedral, la biblioteca municipal, el kiosco de brazos moriscos y piedra rosada, las bolsitas de semillas para palomas felices, los lustrabotas de charlas revolucionarias, la tristeza de niños vendiendo lo que sea con sonrisa fracturada.

Al llegar al Polo Norte me descubriré muriéndome de frío en la terminal aérea, y al salir caeré en la cuenta de que otra vez vuelvo a pensarlo todo con la forma futura de los verbos.

enetraré la oscuridad de una ciudad brumosa, y desde el autobús seguiré mirando los arces amarillísimos de la isla de Montreal, las ventiscas del otoño, las mangas largas del mundo, y comprobaré que la hora de mi reloj, que nunca quise ajustar durante mis jornadas de gerundio allá en Tampico, ha vuelto a la exactitud de sus manecillas al subir las escaleras de casa. Entonces, sentado en el desayunador de la cocina, escribiré letras a toda prisa, a la familia que se quedó atrás, a la ciudad de mi adolescencia, a los amigos de siempre: siendo las doce de la noche menos un minuto, me declaro de regreso de todos mis regresos. Y hasta pronto.