/ miércoles 29 de septiembre de 2021

Autorretratos de hielo | La elección de su elección

Las últimas semanas en la isla de Montreal estuvieron marcadas por las elecciones federales. Y aunque la política nunca está para generalizaciones, digamos que ganaron los liberales con las justas, o que todos los demás partidos perdieron por un suspiro…, y al expresarlo así caigo en la cuenta de la gran dificultad que significa para el migrante, venga de donde venga —de Tampico o de Borneo, y qué más da—, tener una opinión sobre las contiendas electorales en su ciudad adoptiva. Aclaro: el problema no está en asimilar las ideologías en pugna, sino en la expresión misma de un punto de vista.

Al paso de las elecciones, el dilema se me ha ido aclarando poco a poco. De hecho, y porque en los ojos del migrante muchas cosas suceden más allá de las palabras, en silencio he descubierto que el escrúpulo para dar rienda suelta a nuestras preferencias en el Polo Norte no es ni de orden ideológico ni lingüístico, sino tan sólo de carácter existencial. En efecto, nuestro aparente desinterés por las campañas electorales en una ciudad extranjera tiene que ver con otro tipo de cicatrices: en tanto que hijos extraviados de calles y avenidas donde la vida política se vino abajo —expulsados de Haití, desterrados de Colombia, desplazados de Centroamérica, y etcétera—, a los desarraigados de cualquier libro de Historia nos inquieta la herida venidera. Por ello, el transterrado es y será siempre un alma al acecho, algo así como el votante más precavido en todos los comicios del mundo.

Respecto a la historia de mi voto, el asunto sucedió más o menos así durante la mañana del lunes electoral, la semana pasada. Al salir rumbo a la casilla, con las primeras hojarascas del otoño en las aceras, allá venían mis vecinos, y qué sorpresa, Jacques y Véronique, ¿y cómo los salva la pandemia? —cosas así nos ofrecemos como saludo desde hace más de un año—; enseguida hemos caminado por un viento ya muy frío, seis grados centígrados, y son tan parlanchines, sobre todo él, qué bárbaro... Gracias a ellos he aprendido que por estos andurriales nadie revela nunca sus candidatos favoritos, y el asunto tiene gracia, también algo de sabiduría, inspirarse en las contiendas políticas para regresar al silencio, sobre todo Jacques, un merolico, un tarabilla, así les decíamos a los caudalosos de verbos en el parque Méndez, aunque muy amable, eso sí, casi entrañable. Por lo demás, en la isla de Montreal lo suyo es moneda común: ni siquiera los enamorados se comparten la intención de su voto en la mesa de noche, y hasta mañana.

También me han preguntado por las campañas electorales allá en México, ¿cómo eran?, ¿a qué se parecen? Tan distintas, tan desgarradoras, les he dicho, porque en todas las Plazas de Armas de mi memoria los discursos y las promesas duraban meses que duraban años que duraban siglos —así fue como quizás no supe explicarlo—. Por el contrario, en el sistema parlamentario canadiense, donde no se votan candidatos sino partidos, la ley marca un límite de seis semanas para las campañas, sean estas federales, provinciales o municipales, y está muy bien que así sea, cuarenta y dos días de proselitismo, ni un minuto más, porque sólo así se inhiben los enconos, ¿no es cierto?, o porque sólo así se atajan los revanchismos, ¿o me equivoco?, y porque sólo así yo nunca he perdido amigos por cuestiones políticas en la isla de Montreal. Algo hay en tal organización que apuesta por la sabiduría de guardarse las convicciones hasta nuevo aviso, o que busca dejarlas en remojo mientras la vida vuelve a sus cauces más cotidianos: las idas al supermercado, por ejemplo, los cumpleaños de mis hijas, sobre todo, o la cita con el dentista, lo había olvidado... Aunque esto no es un paraíso terrenal, ¡por supuesto que no!, en las calles boreales la polarización ideológica nunca tiene tiempo de arraigarse en la mirada de nadie, y mis vecinos siempre serán buenos vecinos, sólo eso, una conversación desbordada de amabilidad, sobre todo Jacques, qué bárbaro, mientras caminábamos hacia esa iglesia ortodoxa al fondo del bulevar, la catedral de san Nicolás, donde fueron instaladas las casillas distritales.

Después de subir una escalinata de piedra, la geografía del templo nos hizo descender hacia el misticismo de su nave central. Allí eran las imágenes religiosas del cristianismo griego, una galería de santos coronados por inscripciones cirílicas, columnas y capiteles blanquísimos, los muros también muy mediterráneos, y tan sólo cinco personas en la fila de los recién llegados. Detrás de sus mascarillas sanitarias, los pacientes funcionarios electorales verificaban el cartoncillo de la boleta recibida por correo —del tamaño de un cheque bancario, o más o menos—, con el nombre y nuestra dirección inscritos en el anverso: magia mayor en el ejercicio de la democracia, dicha papeleta hace su camino postal hasta nuestros domicilios, sin sembrar desconfianzas ni provocar extravíos, sin adulteraciones posibles ni mentiras por sospechar. Es más, nadie se desgarra las vestiduras cuando las descubrimos en los contenedores del reciclaje, porque siempre hay alguien que ha ejercido su derecho a la abstención antes de poner la basura en su lugar.

Camino de regreso, y con algo de asombro en los oídos, Jacques ha bromeado sobre nuestra circunscripción electoral, sin duda la más piadosa de todo el país. Por donde se les mire, las elecciones habían sido milagrosas, decía, habría que canonizarlas. Qué bárbaro. Y entonces he querido compartirles, a él y a Véronique, la dualidad de mis votos, porque algo me dice que las elecciones en el Golfo de México alcanzan con sus resultados las calles de hielo de todos estos autorretratos, y viceversa, mi sufragio de hoy quiso llegar con sus esperanzas hasta la playa de Miramar. Muy a su manera, los migrantes de la ciudad cosmopolita viven la elección de su elección: son urnas enlazadas, votos traspapelados de mundos, plebiscitos donde se superponen los tiempos y los partidos y los idiomas —y también los desencantos, claro está…

Camino de regreso, y con algo de asombro en los oídos, Jacques ha bromeado sobre nuestra circunscripción electoral, sin duda la más piadosa de todo el país.

Las últimas semanas en la isla de Montreal estuvieron marcadas por las elecciones federales. Y aunque la política nunca está para generalizaciones, digamos que ganaron los liberales con las justas, o que todos los demás partidos perdieron por un suspiro…, y al expresarlo así caigo en la cuenta de la gran dificultad que significa para el migrante, venga de donde venga —de Tampico o de Borneo, y qué más da—, tener una opinión sobre las contiendas electorales en su ciudad adoptiva. Aclaro: el problema no está en asimilar las ideologías en pugna, sino en la expresión misma de un punto de vista.

Al paso de las elecciones, el dilema se me ha ido aclarando poco a poco. De hecho, y porque en los ojos del migrante muchas cosas suceden más allá de las palabras, en silencio he descubierto que el escrúpulo para dar rienda suelta a nuestras preferencias en el Polo Norte no es ni de orden ideológico ni lingüístico, sino tan sólo de carácter existencial. En efecto, nuestro aparente desinterés por las campañas electorales en una ciudad extranjera tiene que ver con otro tipo de cicatrices: en tanto que hijos extraviados de calles y avenidas donde la vida política se vino abajo —expulsados de Haití, desterrados de Colombia, desplazados de Centroamérica, y etcétera—, a los desarraigados de cualquier libro de Historia nos inquieta la herida venidera. Por ello, el transterrado es y será siempre un alma al acecho, algo así como el votante más precavido en todos los comicios del mundo.

Respecto a la historia de mi voto, el asunto sucedió más o menos así durante la mañana del lunes electoral, la semana pasada. Al salir rumbo a la casilla, con las primeras hojarascas del otoño en las aceras, allá venían mis vecinos, y qué sorpresa, Jacques y Véronique, ¿y cómo los salva la pandemia? —cosas así nos ofrecemos como saludo desde hace más de un año—; enseguida hemos caminado por un viento ya muy frío, seis grados centígrados, y son tan parlanchines, sobre todo él, qué bárbaro... Gracias a ellos he aprendido que por estos andurriales nadie revela nunca sus candidatos favoritos, y el asunto tiene gracia, también algo de sabiduría, inspirarse en las contiendas políticas para regresar al silencio, sobre todo Jacques, un merolico, un tarabilla, así les decíamos a los caudalosos de verbos en el parque Méndez, aunque muy amable, eso sí, casi entrañable. Por lo demás, en la isla de Montreal lo suyo es moneda común: ni siquiera los enamorados se comparten la intención de su voto en la mesa de noche, y hasta mañana.

También me han preguntado por las campañas electorales allá en México, ¿cómo eran?, ¿a qué se parecen? Tan distintas, tan desgarradoras, les he dicho, porque en todas las Plazas de Armas de mi memoria los discursos y las promesas duraban meses que duraban años que duraban siglos —así fue como quizás no supe explicarlo—. Por el contrario, en el sistema parlamentario canadiense, donde no se votan candidatos sino partidos, la ley marca un límite de seis semanas para las campañas, sean estas federales, provinciales o municipales, y está muy bien que así sea, cuarenta y dos días de proselitismo, ni un minuto más, porque sólo así se inhiben los enconos, ¿no es cierto?, o porque sólo así se atajan los revanchismos, ¿o me equivoco?, y porque sólo así yo nunca he perdido amigos por cuestiones políticas en la isla de Montreal. Algo hay en tal organización que apuesta por la sabiduría de guardarse las convicciones hasta nuevo aviso, o que busca dejarlas en remojo mientras la vida vuelve a sus cauces más cotidianos: las idas al supermercado, por ejemplo, los cumpleaños de mis hijas, sobre todo, o la cita con el dentista, lo había olvidado... Aunque esto no es un paraíso terrenal, ¡por supuesto que no!, en las calles boreales la polarización ideológica nunca tiene tiempo de arraigarse en la mirada de nadie, y mis vecinos siempre serán buenos vecinos, sólo eso, una conversación desbordada de amabilidad, sobre todo Jacques, qué bárbaro, mientras caminábamos hacia esa iglesia ortodoxa al fondo del bulevar, la catedral de san Nicolás, donde fueron instaladas las casillas distritales.

Después de subir una escalinata de piedra, la geografía del templo nos hizo descender hacia el misticismo de su nave central. Allí eran las imágenes religiosas del cristianismo griego, una galería de santos coronados por inscripciones cirílicas, columnas y capiteles blanquísimos, los muros también muy mediterráneos, y tan sólo cinco personas en la fila de los recién llegados. Detrás de sus mascarillas sanitarias, los pacientes funcionarios electorales verificaban el cartoncillo de la boleta recibida por correo —del tamaño de un cheque bancario, o más o menos—, con el nombre y nuestra dirección inscritos en el anverso: magia mayor en el ejercicio de la democracia, dicha papeleta hace su camino postal hasta nuestros domicilios, sin sembrar desconfianzas ni provocar extravíos, sin adulteraciones posibles ni mentiras por sospechar. Es más, nadie se desgarra las vestiduras cuando las descubrimos en los contenedores del reciclaje, porque siempre hay alguien que ha ejercido su derecho a la abstención antes de poner la basura en su lugar.

Camino de regreso, y con algo de asombro en los oídos, Jacques ha bromeado sobre nuestra circunscripción electoral, sin duda la más piadosa de todo el país. Por donde se les mire, las elecciones habían sido milagrosas, decía, habría que canonizarlas. Qué bárbaro. Y entonces he querido compartirles, a él y a Véronique, la dualidad de mis votos, porque algo me dice que las elecciones en el Golfo de México alcanzan con sus resultados las calles de hielo de todos estos autorretratos, y viceversa, mi sufragio de hoy quiso llegar con sus esperanzas hasta la playa de Miramar. Muy a su manera, los migrantes de la ciudad cosmopolita viven la elección de su elección: son urnas enlazadas, votos traspapelados de mundos, plebiscitos donde se superponen los tiempos y los partidos y los idiomas —y también los desencantos, claro está…

Camino de regreso, y con algo de asombro en los oídos, Jacques ha bromeado sobre nuestra circunscripción electoral, sin duda la más piadosa de todo el país.