Casi al final de su vida, en aquel suyo libro de memorias tan dispares, "Confieso que he vivido", Pablo Neruda sentía que nuestra lengua exageraba el uso de la palabra "esperanza".
Puede ser cierto. Es más, también cabe admitir que su pronunciación haya penetrado muchas de nuestras frases en calidad sonsonete o amable muletilla, e incluso que se haya constituido en recurso inconsciente del buen conversador, a saber, en ese automatismo que hace respirar la palabra venidera con el ritmo adecuado para armonizar las charlas del día. De hecho, en el interior de los mil acentos de la lengua castellana la palabreja de marras se ha transformado en una especie de instinto verbal que mantiene vigentes nuestros optimismos, sea cual sea el lugar y el tema de nuestras discusiones, ¿o me equivoco? Y por eso, sólo por eso, está muy bien que su retintín trascienda como una de nuestras coletillas más encantadoras, pues, acaso sin darnos cuenta, la cantinela nos confirma como los habitantes de un idioma de subsuelos abonados de promesas —dicho sea con perdón de Neruda, quien, ironías aparte, al juzgar los excesos discursivos de la "esperanza" tenía que volver a pronunciarla.
Pero, entremos en materia ahora que junio es toda una realidad y las brisas templadas del río Saint-Laurent recuerdan el color de Miramar cuando es otoño. Concluidas las nevadas y derretidos los carámbanos de nuestros tejados, la isla de Montreal se reviste ya de nuevas actitudes; sin ignorar la fuerza que la pandemia ha infundido en nuestras reacciones de prisioneros recién puestos en libertad, solo quien ha vivido nueve meses de mangas largas sabe celebrar como Dios manda el regreso del verano boreal. Sin metáforas forzadas ni alegorías impertinentes, después de un lapso así, tan desbordado de fríos y de añoranzas —"hielo y más hielo recogí en la vida: yo necesito un sol que me disuelva", diría, para el caso, Alfonsina Storni—, hemos conquistado el derecho a explicar la forma en que la luz procede por acumulación en todas las esperanzas del Polo Norte.
Sí, para los hijos naturales de la calle Colón el asunto provocará siempre parpadeos de milagro inesperado —como el de Josué, allá, durante el sol más largo del Antiguo Testamento—. Lo sabemos, en su paulatino vaivén cósmico nuestro planeta extiende y encoge la duración de la luz en las regiones polares; para el caso, el verano en la isla de Montreal gana siempre un par de nuevos minutos en los relojes del día, o, si se prefiere asumir el extremo contrario de la misma perspectiva, diríase que las noches se hacen cada vez más efímeras en las manecillas de nuestros insomnios. Permítaseme, pues, insistir que para el desarraigado del parque Méndez, insólito transeúnte de un clima cuyas estaciones desdicen la ortografía de sus apellidos, hay en ello una suerte de maravilla in crescendo; es más, al asistir a tan luminoso acopio de claridades, cualquier migrante tropical, venga de la playa que venga, de un Tampico hecho de arenas en La Habana, o de aquella Cartagena de Indias explicada con acentos de Algeciras, ha de entregarse a la bella confusión de nunca saber cómo calcular ni las alboradas ni los ocasos del septentrión.
Por añadidura, el trasterrado en Canadá también ajusta sus cuentas pendientes con el invierno. Dicho de otro modo, nos ponemos al día de todas las ocasiones en que los guantes y las bufandas nos han impedido tocar la vida con las manos, y deambulamos incansables entre jornadas de quince, dieciséis, a menudo diecisiete, incluso dieciocho, ¡a veces casi veinte horas de luz!, y entonces reinventamos el sentimiento de estar viviendo muchos meses en un mismo atardecer, ¿cómo decirlo?, de estar existiendo en el unísono de cien mediodías empalmados en la misma banca de cualquier parque. Y porque los madrugones y los desvelos no dejarán nunca de moverse de su lugar, la experiencia nos hace sentir satisfechos, algo así como los hijos más asiduos de las alamedas y los bronceadores.
Tal es el juego de los solsticios al acercarse el 21 de junio —y viceversa en la Tierra del Fuego, allá donde mi amiga Mimí vive casi a oscuras en los ciclos cambiados del cono sur—. Las auroras casi no anochecen y las tardes se resisten a morir a cada rato; asimismo, en los calendarios de un sol nombrado con rayos mucho más extensos impera la filosofía del "ahora o nunca", del "¿quién dijo miedo?", porque "to be or not to be", y entonces alargamos los días de campo hasta la medianoche mientras asistimos a desayunos imposibles por la madrugada. Asimismo, las terrazas de los bares y los parterres de los jardines públicos y los abrazos a cielo abierto reconocen su parentesco con la eternidad de las resolanas, y en la parsimonia que nos sirve de espejo en todas las aceras confirmamos que no hay luz que perder, esto se acaba porque se acaba, porque cada verano es un regalo fugaz a prueba de lóbregos desaires.
Ya, ya casi concluyo… Al final, todos y cada uno de los habitantes de la isla de Montreal guarda la esperanza de que el día más largo del año, el 21 de junio que ya se acerca —además fiesta de san Luis Gonzaga, nos enseñaban los jesuitas en la escuela secundaria—, demore un poco más en llegar, porque después ya todo será cuesta abajo, horizonte de nostalgias apresuradas, en fin, algo así como inminencia de pulmonías o como borrascas al acecho. Y allí, sumergido en la reverberación de tales jornadas, el migrante tampiqueño entenderá que la brevedad de los veranos boreales es como el ensayo de un destino que urge a decirlo todo, a no dejar nada en el tintero de los afectos…: "habla hoy o calla para siempre", nos sugiere la canícula, porque no tardará en volver, el invierno, qué duda cabe, y con él sus amenazas de silencios bajo cero y también de abrigadoras soledades.