/ miércoles 24 de noviembre de 2021

Autorretratos de hielo | La imaginación al banquillo

Nieva en la isla de Montreal…, y el migrante de la calle Colón reacciona siempre con voces de otro mundo.

Qué frío, y los copos son como confetis escarchados, las celliscas arrojan glaciares de azúcar blanca, las borrascas parecen velos de novia a muchos grados bajo cero… Así, así es como lo piensa el transterrado. Para qué nos engañamos —me dijo el primer chileno que conocí por estos andurriales, refugiado político, de los desplazados por Pinochet—: el invierno es una palabra de ocho meses, uno por cada una de sus letras. Sólo hasta finales de abril, o tras las tardías neviscas de mayo, los jardines públicos volverán a traernos las conjugaciones de verbos en reposo, quise decir, verbos como “florecer” y “germinar” y “brotar” y “despuntar”, y también “renacer”.

Como puede verse, el migrante es un autorretrato de descripciones exóticas. Diríase que la experiencia del destierro nos impone la condición de oriundos y también la de forasteros en nuestro propio destino. Allí, entre memorias trastocadas y países empalmados, pronto desarrollaremos un instinto de analogías, o, si se prefiere, pronto seremos la irremediable manía de las confusiones: ¿cómo explicar las cosas del ártico con términos del Golfo de México?, o, para lo que hoy quisiera discutir, ¿cómo iniciar una reflexión tampiqueña sobre ese juez boreal que recién dictó sentencia a favor de los dramaturgos?

En efecto, en días pasados una corte local decidió proteger a los autores teatrales que hagan fumar a sus personajes en escena. El dictamen señalaba que, así como los actores estaban autorizados para amar o para odiar en el interior de los proscenios —perdón por el tecnicismo, quise decir tablados—, ese mismo criterio debía seguirse al hablar del tabaco.

Al levantarse el telón, expuso el magistrado del caso, a cualquier figura le estará permitido encender un pitillo durante los minutos eternos de la representación, más allá de las leyes federales que prohíben fumar en parques, edificios públicos y lugares cerrados. Con el objeto de argumentar mejor la severidad de las normas antitabaco en la provincia de Quebec, vale la pena recordar aquí las disposiciones que prohíben la venta de cigarrillos cerca de instituciones educativas; de hecho, la exhibición de marcas ha sido vetada en toda la ciudad, incluidos los supermercados, los bares y las estaciones de servicio.

Prosigo. Quienquiera que haya sido el espectador que llevó a juicio a las empresas teatrales del Polo Norte, a muchos de nosotros el asunto nos hizo filosofar un buen rato. Resultaban curiosas nuestras sobremesas, ¿dónde termina la ficción?, o los saludos mañaneros en la puerta del edificio, ¿hay tanta distancia entre la fantasía y el destino?, o las charlas en el metro detrás de las mascarillas sanitarias, ¿cuándo comienza la verdadera existencia? Aun las jubiladas portuguesas del café sobre la calle Saint-Laurent osaron posicionarse, y, aunque casi nunca van al teatro, era cosa de oír la cuadriculada contundencia de sus juicios, porque la ley no hace distingos entre realidad y “desrealidad”, señor mío. Sí, tales fueron sus palabras al hablar del momento en que lo tangible se confunde con lo imaginario, y viceversa, porque fumar en escena no sólo contamina a los otros miembros del elenco —insistían—, también daña a los espectadores que pagan su boleto esperando regresar a casa con los pulmones intactos, y ni qué decir de los empleados del sitio, víctimas obligatorias del desplante.

En su fuero más interno, aquel juez concluyó que el teatro —la literatura en general— trastoca las reglas del tiempo tanto como las de la (in)felicidad. Por la vía de aquel cigarrillo, su sentencia determinó que nada debe obstaculizar ese instante liberador que, desde hace más de veinticinco siglos, nos permite salir de nuestra realidad histórica para entrar en el mundo de lo simbólico, tal y como hizo Alicia al perseguir aquel conejo detrás del espejo.

En consecuencia, al tomar asiento, los fumadores y los no fumadores del invierno aún podremos sospechar que la imaginación es el arma secreta que, entre otras cosas, nos hace triunfar sobre los prejuicios y los atavismos que nos habitan. Y, lo que resulta aún más trascendental, aquel togado defendió nuestro derecho inalienable para molestarnos por el humo de un cigarrillo que, sin forzar el análisis, nos permite identificarnos mejor con la intimidad de un personaje, estar en él, encarnarlo por completo sin dejar de ser lo que somos.

Yo no sé si es esta condición de desterrado de la Plaza de Armas lo que me hace parpadear de asombro ante noticias así en América del Norte. Lo que sí puedo decir es que, como hijo de las pocas representaciones teatrales a las que asistí durante mi adolescencia, fueron el Aula Magna de la UAT o el teatro del Tec. de Tampico, alguna vez las gradas del Auditorio Municipal o las candilejas de El Farol allá en el IRBA, los que me adiestraron para reconocer la magia del instante en que el arte se “con-funde” con la gran realidad de la vida a través de cosas tan anodinas como un cigarrillo. Idealismos aparte, al hacer que la creación suceda en nuestros sentidos —como en los cines modernísimos donde las butacas tiemblan, los incendios huelen a desgracia o el mar agita nuestro cabello frente a la pantalla—, lo que se busca no es tan sólo cautivar al espectador, sino capacitarlo para la fantasía, ejercitarlo de sueños, nutrirlo de utopías, y, según vengo diciendo, prepararlo para vivir en el “otro”.

Ya, ya casi voy de salida… En un mundo como el nuestro, desbordado de migrantes en cualquier frontera —bielorrusos, haitianos, sirios, tampiqueños, o que cada quien escoja la nacionalidad que prefiera en el noticiero—, acaso una buena dosis de teatro nos sensibilizaría ante ese “otro” que, obligado a dejar su calle natal, se refugia en otra lengua, busca trabajo en climas ajenos, cambia de soles para salvar el aliento. Ironías aparte, al hacer nuestro el acto migratorio, ese “otro” que seremos pronto aprenderá el arte de regresar a casa al escuchar la tercera llamada.

Nieva en la isla de Montreal…, y el migrante de la calle Colón reacciona siempre con voces de otro mundo.

Qué frío, y los copos son como confetis escarchados, las celliscas arrojan glaciares de azúcar blanca, las borrascas parecen velos de novia a muchos grados bajo cero… Así, así es como lo piensa el transterrado. Para qué nos engañamos —me dijo el primer chileno que conocí por estos andurriales, refugiado político, de los desplazados por Pinochet—: el invierno es una palabra de ocho meses, uno por cada una de sus letras. Sólo hasta finales de abril, o tras las tardías neviscas de mayo, los jardines públicos volverán a traernos las conjugaciones de verbos en reposo, quise decir, verbos como “florecer” y “germinar” y “brotar” y “despuntar”, y también “renacer”.

Como puede verse, el migrante es un autorretrato de descripciones exóticas. Diríase que la experiencia del destierro nos impone la condición de oriundos y también la de forasteros en nuestro propio destino. Allí, entre memorias trastocadas y países empalmados, pronto desarrollaremos un instinto de analogías, o, si se prefiere, pronto seremos la irremediable manía de las confusiones: ¿cómo explicar las cosas del ártico con términos del Golfo de México?, o, para lo que hoy quisiera discutir, ¿cómo iniciar una reflexión tampiqueña sobre ese juez boreal que recién dictó sentencia a favor de los dramaturgos?

En efecto, en días pasados una corte local decidió proteger a los autores teatrales que hagan fumar a sus personajes en escena. El dictamen señalaba que, así como los actores estaban autorizados para amar o para odiar en el interior de los proscenios —perdón por el tecnicismo, quise decir tablados—, ese mismo criterio debía seguirse al hablar del tabaco.

Al levantarse el telón, expuso el magistrado del caso, a cualquier figura le estará permitido encender un pitillo durante los minutos eternos de la representación, más allá de las leyes federales que prohíben fumar en parques, edificios públicos y lugares cerrados. Con el objeto de argumentar mejor la severidad de las normas antitabaco en la provincia de Quebec, vale la pena recordar aquí las disposiciones que prohíben la venta de cigarrillos cerca de instituciones educativas; de hecho, la exhibición de marcas ha sido vetada en toda la ciudad, incluidos los supermercados, los bares y las estaciones de servicio.

Prosigo. Quienquiera que haya sido el espectador que llevó a juicio a las empresas teatrales del Polo Norte, a muchos de nosotros el asunto nos hizo filosofar un buen rato. Resultaban curiosas nuestras sobremesas, ¿dónde termina la ficción?, o los saludos mañaneros en la puerta del edificio, ¿hay tanta distancia entre la fantasía y el destino?, o las charlas en el metro detrás de las mascarillas sanitarias, ¿cuándo comienza la verdadera existencia? Aun las jubiladas portuguesas del café sobre la calle Saint-Laurent osaron posicionarse, y, aunque casi nunca van al teatro, era cosa de oír la cuadriculada contundencia de sus juicios, porque la ley no hace distingos entre realidad y “desrealidad”, señor mío. Sí, tales fueron sus palabras al hablar del momento en que lo tangible se confunde con lo imaginario, y viceversa, porque fumar en escena no sólo contamina a los otros miembros del elenco —insistían—, también daña a los espectadores que pagan su boleto esperando regresar a casa con los pulmones intactos, y ni qué decir de los empleados del sitio, víctimas obligatorias del desplante.

En su fuero más interno, aquel juez concluyó que el teatro —la literatura en general— trastoca las reglas del tiempo tanto como las de la (in)felicidad. Por la vía de aquel cigarrillo, su sentencia determinó que nada debe obstaculizar ese instante liberador que, desde hace más de veinticinco siglos, nos permite salir de nuestra realidad histórica para entrar en el mundo de lo simbólico, tal y como hizo Alicia al perseguir aquel conejo detrás del espejo.

En consecuencia, al tomar asiento, los fumadores y los no fumadores del invierno aún podremos sospechar que la imaginación es el arma secreta que, entre otras cosas, nos hace triunfar sobre los prejuicios y los atavismos que nos habitan. Y, lo que resulta aún más trascendental, aquel togado defendió nuestro derecho inalienable para molestarnos por el humo de un cigarrillo que, sin forzar el análisis, nos permite identificarnos mejor con la intimidad de un personaje, estar en él, encarnarlo por completo sin dejar de ser lo que somos.

Yo no sé si es esta condición de desterrado de la Plaza de Armas lo que me hace parpadear de asombro ante noticias así en América del Norte. Lo que sí puedo decir es que, como hijo de las pocas representaciones teatrales a las que asistí durante mi adolescencia, fueron el Aula Magna de la UAT o el teatro del Tec. de Tampico, alguna vez las gradas del Auditorio Municipal o las candilejas de El Farol allá en el IRBA, los que me adiestraron para reconocer la magia del instante en que el arte se “con-funde” con la gran realidad de la vida a través de cosas tan anodinas como un cigarrillo. Idealismos aparte, al hacer que la creación suceda en nuestros sentidos —como en los cines modernísimos donde las butacas tiemblan, los incendios huelen a desgracia o el mar agita nuestro cabello frente a la pantalla—, lo que se busca no es tan sólo cautivar al espectador, sino capacitarlo para la fantasía, ejercitarlo de sueños, nutrirlo de utopías, y, según vengo diciendo, prepararlo para vivir en el “otro”.

Ya, ya casi voy de salida… En un mundo como el nuestro, desbordado de migrantes en cualquier frontera —bielorrusos, haitianos, sirios, tampiqueños, o que cada quien escoja la nacionalidad que prefiera en el noticiero—, acaso una buena dosis de teatro nos sensibilizaría ante ese “otro” que, obligado a dejar su calle natal, se refugia en otra lengua, busca trabajo en climas ajenos, cambia de soles para salvar el aliento. Ironías aparte, al hacer nuestro el acto migratorio, ese “otro” que seremos pronto aprenderá el arte de regresar a casa al escuchar la tercera llamada.