/ miércoles 13 de enero de 2021

Autorretratos de hielo | Lápices de puerto

Al contrastar la noción de país con la idea de ciudad, descubrimos sin dificultad que una se alimenta de reflexiones mientras la otra se nutre de sudores. Cualquier acercamiento a los perfiles de la nación deriva pronto en la conceptualización de sus discursos fundamentales; en contraparte, las definiciones de nuestras avenidas son hijas del percance o del regocijo, de la contrariedad lo mismo que de nuestros platos favoritos. Catálogo de vivencias y galería de miradas, la ciudad es cicatriz elemental, y, por sobre todas las cosas, es nuestra forma de estar en la historia.

Ahora bien, hablemos de los puertos... Como en ningún otro sitio, en ellos se aprende a transformar en insólita la experiencia del destino. Desde las certidumbres de una identidad de voces tan altas como la mexicana, las costas convierten los refugios en tradición, los éxodos en costumbre, las esperanzas en monotonía y los mestizajes en leyenda cotidiana. Por ello, al nacer en Miramar, uno quisiera molestarse con Aristóteles, o, cuando menos, recorrer algunos de sus párrafos sin torcer el gesto de tristeza; confusos por el púdico desencanto que provoca su “Política”, los hijos de cualquier puerto nos tallamos los ojos antes de poner en entredicho aquello de que las ciudades costeras —y “los extranjeros educados en otras leyes” que en ellas arraigan, agrega el maestro griego— impiden la construcción de sociedades ideales. En este sentido, tal vez Tampico jamás ha sido muy aristotélico, pues, qué duda cabe, tiempos hubo cuando la zona centro nos convertía en espectadores naturales de otro tipo de felicidades.

Sin distancias olfativas y también sin falsos exotismos, en la Canseco casi esquina con calle Tamaulipas tocábamos con la mano las diásporas de otros mundos. Eran los años setenta en el edificio “Assad”, y, junto a los Ibargüengoitia, jugábamos a ser hijos de un mismo país, muy a pesar de que sus padres nunca dejaron de hablar de Burgos mientras reconciliaban la tortilla de patatas con los tepaches de cada verano. En el primer piso vivían los Guerra, aferrados a la traducción castellana de su apellido original —“Harb” o algo parecido, no lo recuerdo— para conjurar los dolores vividos en la lengua de Beirut. Y en mis primeros días de escuela un hijo de jamaicanos, descendiente de los Spooner, comenzaba a triunfar con su amistad excepcional sobre todas las ocasiones en que Tampico reinventaba el calor con pieles multiculturales en sus rutinas.

Los ejemplos de una vida de continentes enlazados abundaban en las casas porteñas. Antes de familiarizarme con la raíz inglesa de las colonias Campbell o Martock, y mucho, mucho antes de descubrir que Kovacevich era un taller pronunciado con acentos eslavos por los rumbos del Perimetral y el parque Kehoe la posibilidad de una serie mundial de beisbol allá en Madero, ya era moneda común la mixtura de orígenes en la lista de asistencia del quinto año. Para dar cuenta de ello, allí estaban los amables ojos rasgados de los Alcalá Murayama, los sorpresivos pasteles de cumpleaños de los Vázquez Dimoupulos, los Robles Goetsch de los que ahora mismo solo puedo evocar una timidez monumental, los históricos Cruz Van Lugenhagen o los olvidadizos McKinon García de los que nunca volví a saber nada, o las hijas de los Gossio Hernández presumiendo en la evidencia de sus nombres heteróclitos las caras más bellas del colegio —mención aparte exigiría mi peregrinar por los métodos Montessori o Pestalozzi en las primarias del Anglo-Mexicano, Froebel o Motolinia…, sí, mejor seguir adelante.

Resultaría incierto asegurar que las aceras de la calle Colón nos preparaban para el desarraigo. Dicho de otro modo, la realidad de los semáforos que van a dar al océano no representaba una invitación al destierro ni, mucho menos, expresaba descrédito hacia quien hubiera decidido permanecer en los distritos nativos de su lengua. Lo que vale decir, en todo caso, es que al crecer entre los códigos postales de una ola el espíritu se condiciona para los hallazgos y también para los extravíos. Los malecones de cualquier litoral ofrecen una especie de educación integral que acelera los procesos de adaptación, pues al llegar a Quebec yo no me había ido del todo de ningún lado: si había sido Burgos en Miramar, Beirut en la Plaza de Armas y Jamaica en las esquinas de la colonia Americana, en el viejo puerto de Montreal sin duda sería posible reinventar las neviscas con gramáticas de parque Méndez.

Al día de hoy aún espero con ansia el mes de abril, pues al concluir los deshielos del río Saint-Laurent vuelvo a evocar los muelles del Pánuco. De tal tipo de reflejos cruzados extraigo la certeza de que en Montreal prosiguen los desembarcos sobre la calle Tamaulipas: en la Pequeña Italia o en el Chinatown, en los bares irlandeses o en el barrio latino por el rumbo del mercado Jean Talon, en la mezquita de la estación Du Parc o en la catedral ortodoxa de San Jorge a diez minutos de casa, en la Plaza de Portugal frente al olvidado domicilio de Leonard Cohen o en la librería española especializada en turrones de Alicante —cerrada en estos días por culpa del apocalipsis, qué se le va a hacer, así va el mundo—… En fin, las riberas y tajamares de Montreal confirman que un puerto es un mundo hecho de mundos, una ciudad de ciudades, una lengua de mezcladas etimologías, o, si acaso fuera posible, una viva colección de lápices cuyas caligrafías ensayan trazos y colores sobre páginas un poco más universales.

La mejor definición de las geografías emparentadas con los rompeolas y las escolleras es esa: un puerto es la posibilidad de imaginarse de otro modo. Aquí y allá, en Tampico a las orillas de Montreal, se entreteje un provechoso sentido de “(im)pertenencia” que estimula la fantasía de los domicilios polimorfos. Y a la mitad de tales ensoñaciones el habitante de cualquier playa sabe —y lo sabe a pesar de Aristóteles— que nada como las mareas para triunfar sobre las escrituras unívocas de cualquier destino.

Al contrastar la noción de país con la idea de ciudad, descubrimos sin dificultad que una se alimenta de reflexiones mientras la otra se nutre de sudores. Cualquier acercamiento a los perfiles de la nación deriva pronto en la conceptualización de sus discursos fundamentales; en contraparte, las definiciones de nuestras avenidas son hijas del percance o del regocijo, de la contrariedad lo mismo que de nuestros platos favoritos. Catálogo de vivencias y galería de miradas, la ciudad es cicatriz elemental, y, por sobre todas las cosas, es nuestra forma de estar en la historia.

Ahora bien, hablemos de los puertos... Como en ningún otro sitio, en ellos se aprende a transformar en insólita la experiencia del destino. Desde las certidumbres de una identidad de voces tan altas como la mexicana, las costas convierten los refugios en tradición, los éxodos en costumbre, las esperanzas en monotonía y los mestizajes en leyenda cotidiana. Por ello, al nacer en Miramar, uno quisiera molestarse con Aristóteles, o, cuando menos, recorrer algunos de sus párrafos sin torcer el gesto de tristeza; confusos por el púdico desencanto que provoca su “Política”, los hijos de cualquier puerto nos tallamos los ojos antes de poner en entredicho aquello de que las ciudades costeras —y “los extranjeros educados en otras leyes” que en ellas arraigan, agrega el maestro griego— impiden la construcción de sociedades ideales. En este sentido, tal vez Tampico jamás ha sido muy aristotélico, pues, qué duda cabe, tiempos hubo cuando la zona centro nos convertía en espectadores naturales de otro tipo de felicidades.

Sin distancias olfativas y también sin falsos exotismos, en la Canseco casi esquina con calle Tamaulipas tocábamos con la mano las diásporas de otros mundos. Eran los años setenta en el edificio “Assad”, y, junto a los Ibargüengoitia, jugábamos a ser hijos de un mismo país, muy a pesar de que sus padres nunca dejaron de hablar de Burgos mientras reconciliaban la tortilla de patatas con los tepaches de cada verano. En el primer piso vivían los Guerra, aferrados a la traducción castellana de su apellido original —“Harb” o algo parecido, no lo recuerdo— para conjurar los dolores vividos en la lengua de Beirut. Y en mis primeros días de escuela un hijo de jamaicanos, descendiente de los Spooner, comenzaba a triunfar con su amistad excepcional sobre todas las ocasiones en que Tampico reinventaba el calor con pieles multiculturales en sus rutinas.

Los ejemplos de una vida de continentes enlazados abundaban en las casas porteñas. Antes de familiarizarme con la raíz inglesa de las colonias Campbell o Martock, y mucho, mucho antes de descubrir que Kovacevich era un taller pronunciado con acentos eslavos por los rumbos del Perimetral y el parque Kehoe la posibilidad de una serie mundial de beisbol allá en Madero, ya era moneda común la mixtura de orígenes en la lista de asistencia del quinto año. Para dar cuenta de ello, allí estaban los amables ojos rasgados de los Alcalá Murayama, los sorpresivos pasteles de cumpleaños de los Vázquez Dimoupulos, los Robles Goetsch de los que ahora mismo solo puedo evocar una timidez monumental, los históricos Cruz Van Lugenhagen o los olvidadizos McKinon García de los que nunca volví a saber nada, o las hijas de los Gossio Hernández presumiendo en la evidencia de sus nombres heteróclitos las caras más bellas del colegio —mención aparte exigiría mi peregrinar por los métodos Montessori o Pestalozzi en las primarias del Anglo-Mexicano, Froebel o Motolinia…, sí, mejor seguir adelante.

Resultaría incierto asegurar que las aceras de la calle Colón nos preparaban para el desarraigo. Dicho de otro modo, la realidad de los semáforos que van a dar al océano no representaba una invitación al destierro ni, mucho menos, expresaba descrédito hacia quien hubiera decidido permanecer en los distritos nativos de su lengua. Lo que vale decir, en todo caso, es que al crecer entre los códigos postales de una ola el espíritu se condiciona para los hallazgos y también para los extravíos. Los malecones de cualquier litoral ofrecen una especie de educación integral que acelera los procesos de adaptación, pues al llegar a Quebec yo no me había ido del todo de ningún lado: si había sido Burgos en Miramar, Beirut en la Plaza de Armas y Jamaica en las esquinas de la colonia Americana, en el viejo puerto de Montreal sin duda sería posible reinventar las neviscas con gramáticas de parque Méndez.

Al día de hoy aún espero con ansia el mes de abril, pues al concluir los deshielos del río Saint-Laurent vuelvo a evocar los muelles del Pánuco. De tal tipo de reflejos cruzados extraigo la certeza de que en Montreal prosiguen los desembarcos sobre la calle Tamaulipas: en la Pequeña Italia o en el Chinatown, en los bares irlandeses o en el barrio latino por el rumbo del mercado Jean Talon, en la mezquita de la estación Du Parc o en la catedral ortodoxa de San Jorge a diez minutos de casa, en la Plaza de Portugal frente al olvidado domicilio de Leonard Cohen o en la librería española especializada en turrones de Alicante —cerrada en estos días por culpa del apocalipsis, qué se le va a hacer, así va el mundo—… En fin, las riberas y tajamares de Montreal confirman que un puerto es un mundo hecho de mundos, una ciudad de ciudades, una lengua de mezcladas etimologías, o, si acaso fuera posible, una viva colección de lápices cuyas caligrafías ensayan trazos y colores sobre páginas un poco más universales.

La mejor definición de las geografías emparentadas con los rompeolas y las escolleras es esa: un puerto es la posibilidad de imaginarse de otro modo. Aquí y allá, en Tampico a las orillas de Montreal, se entreteje un provechoso sentido de “(im)pertenencia” que estimula la fantasía de los domicilios polimorfos. Y a la mitad de tales ensoñaciones el habitante de cualquier playa sabe —y lo sabe a pesar de Aristóteles— que nada como las mareas para triunfar sobre las escrituras unívocas de cualquier destino.