/ miércoles 10 de marzo de 2021

Autorretratos de hielo | Las infancias de la “e”

Lo sabemos, claro que sí: Ninguna política educativa puede reducir sus quehaceres al repaso de reglas gramaticales o aritméticas. Los procesos de enseñanza no se limitan, tampoco, a la aclaración de las nociones morales o de las filosofías que sostienen una identidad ciudadana.

Bernard Shaw solía decir que “mi educación se interrumpió al llegar a la escuela” … Sin duda, el autor irlandés entendía el gran error que cometemos al mirar la infancia como un lugar vacío, útil tan solo para depositar en ella los principios deseables en la edad adulta. A salvo de las falsas nociones de educación —según lo ilustran Alberto Manguel en “Cómo Pinocho aprendió a leer”, o Eduardo Galeano en “Patas arriba”—, las aptitudes creativas del menor de edad, proyectadas en el líder político o en el actor social, pueden incluso sugerir esperanzas impensadas en momentos de crisis, como los que hoy recorren el mundo. En este sentido, ¿no es cierto acaso que una de nuestras primeras críticas hacia cualquier gobernante la resumimos en su falta de imaginación o en sus excesos tecnócratas?

El tema sugiere mucha seriedad, ¿no es cierto?: En el paraíso del aula han de sembrarse los granos de ficción y las semillas de curiosidad necesarias para “caminarnos” con zapatos ajenos. Cuando alguno de nuestros maestros nos cede la voz de un buen cuento, o en el minuto expectante con que se nos invita a sospechar el futuro de un libro de Historia, allí volvemos a ser como Alicia —la del país de las maravillas, por supuesto—, arrojándonos a una experiencia mucho más trascendental de nuestros rostros del otro lado del espejo. Dicho más a las claras, la educación integral debe potenciar el ejercicio de la imaginación, pues solo así estaremos en condiciones de descifrar la imagen de nuestro propio reflejo en los nombres que nos rodean. Y seremos, por fin, el “uno para todos y el todos para uno” de ciudades cada vez más humanas.

Ahora bien, mi paso por las aulas estuvo hecho de claroscuros —cuatro primarias en una sola infancia quizás fueron demasiadas—. Las primeras experiencias estuvieron marcadas por los silabarios bilingües y un muy singular ejercicio de diccionarios enfrentados: había que ir y volver del inglés al español, estar y traducirlo todo, ser e interpretar los aburrimientos lo mismo que las Navidades. En esa dinámica de significados cruzados cualquiera se hubiera sentido deslavazado, aunque, para tranquilidad mía, tales malabarismos lingüísticos volvían a su cauce en aquellos futbolitos de palabras alegres en el parque Méndez. De dicha etapa recupero el microscopio del maestro Lara, cuando me enviaron al sexto año a causa de mis indisciplinas y él colocó un pedazo de pan en el alma de aquel aparato maravilloso; durante el viaje insólito a los laberintos de un sándwich, la vocación del maestro Lara me había heredado, qué duda cabe, el delicioso ejercicio de las curiosidades eternas.

El otro recuerdo mayor pertenece a una profesora, nunca mejor dicho, de la vieja escuela. Se llamaba Anita, y le faltaba el índice de la mano derecha: de nueva cuenta castigado, frente a la inmensidad de su ordenado escritorio, muy cerca de la Laguna del Chairel y del sol cotidiano de cada mediodía, leía como nadie las fábulas de Samaniego: “El león y la zorra” o “La lechera”, por ejemplo. No había que buscarle tres pies al gato —decía, con voz severa y claridades de matriarca escolar—, sino inventar el estudio de los gatos completos, y en sus gestos disciplinados aprendí a predecir el instante feliz de su silencio, cuando cerraba el libro y nos exigía, a mí y a los otros incorregibles del día, conjeturar el párrafo siguiente de las cosas escuchadas.

Como “trasterrado”, las aulas del Golfo de México regresaron vertiginosas a mi memoria en las heladas calles de la isla de Montreal. En efecto, sumergido en la novedad de una lengua como la francesa, tan sobrecargada de sutilezas fonéticas y ortográficas en torno a la letra “e”, el exiliado de trópico a menudo se siente de regreso en su propia niñez, y juega entonces a reconocer la “e” entre diptongos ilógicos, o entre los triptongos que la ocultan, o sumergida en sílabas finales, o altisonante y clara en los infinitivos, y etcétera. Poco a poco las cosas se corrigieron con los manuales escolares de mis hijas, pues eran ellas quienes continuaban las lúdicas explicaciones de la dichosa vocal: el acento agudo corta la “e” con voz algo discreta …; el acento grave la suspira a la manera de un sonido recién salido del sueño…; y el acento circunflejo, coronándola con sombrero ajeno, la hace cantar hacia afuera, como quien libera el aire de una bebida gaseosa —así, así era como lo ilustraban.

La instrucción no podía terminar en tales encrucijadas gramaticales, y muy pronto recalamos en “El principito”, en las fábulas de Lafontaine o en la magia de Julio Verne. Frente a la lengua cambiada de mis hijas, entregadas a leerme tantas horas en voz alta, aquellos autores volvían a existir con transparencia entre los parpadeos de mi rostro de avenida Hidalgo. Aunque conociera las intrigas y los desenlaces del relato en cuestión, gracias al maestro Lara y a la seño Anita resultaba tan fácil dejarse impresionar con sinceridad por las peripecias literarias en otro idioma. Por lo demás, mi gran revancha lingüística contra la “e” era suplicar, por favor, que el punto final de aquellas páginas sucediera siempre con suspiros de Plaza de Armas. Y reíamos, sí, cuánto reíamos de todo eso.

Desbordado de diccionarios, tarde o temprano el migrante mexicano en Norteamérica entiende que los idiomas extranjeros son como patios de recreo. Por ello, en el Tampico que transita por la isla de Montreal, y con espíritu infantil frente a climas y gramáticas tan hostiles, al término del día el desarraigado de la calle Colón también ha aprendido a imaginar que su lengua natal es un refugio de palabras asoleadas.

Lo sabemos, claro que sí: Ninguna política educativa puede reducir sus quehaceres al repaso de reglas gramaticales o aritméticas. Los procesos de enseñanza no se limitan, tampoco, a la aclaración de las nociones morales o de las filosofías que sostienen una identidad ciudadana.

Bernard Shaw solía decir que “mi educación se interrumpió al llegar a la escuela” … Sin duda, el autor irlandés entendía el gran error que cometemos al mirar la infancia como un lugar vacío, útil tan solo para depositar en ella los principios deseables en la edad adulta. A salvo de las falsas nociones de educación —según lo ilustran Alberto Manguel en “Cómo Pinocho aprendió a leer”, o Eduardo Galeano en “Patas arriba”—, las aptitudes creativas del menor de edad, proyectadas en el líder político o en el actor social, pueden incluso sugerir esperanzas impensadas en momentos de crisis, como los que hoy recorren el mundo. En este sentido, ¿no es cierto acaso que una de nuestras primeras críticas hacia cualquier gobernante la resumimos en su falta de imaginación o en sus excesos tecnócratas?

El tema sugiere mucha seriedad, ¿no es cierto?: En el paraíso del aula han de sembrarse los granos de ficción y las semillas de curiosidad necesarias para “caminarnos” con zapatos ajenos. Cuando alguno de nuestros maestros nos cede la voz de un buen cuento, o en el minuto expectante con que se nos invita a sospechar el futuro de un libro de Historia, allí volvemos a ser como Alicia —la del país de las maravillas, por supuesto—, arrojándonos a una experiencia mucho más trascendental de nuestros rostros del otro lado del espejo. Dicho más a las claras, la educación integral debe potenciar el ejercicio de la imaginación, pues solo así estaremos en condiciones de descifrar la imagen de nuestro propio reflejo en los nombres que nos rodean. Y seremos, por fin, el “uno para todos y el todos para uno” de ciudades cada vez más humanas.

Ahora bien, mi paso por las aulas estuvo hecho de claroscuros —cuatro primarias en una sola infancia quizás fueron demasiadas—. Las primeras experiencias estuvieron marcadas por los silabarios bilingües y un muy singular ejercicio de diccionarios enfrentados: había que ir y volver del inglés al español, estar y traducirlo todo, ser e interpretar los aburrimientos lo mismo que las Navidades. En esa dinámica de significados cruzados cualquiera se hubiera sentido deslavazado, aunque, para tranquilidad mía, tales malabarismos lingüísticos volvían a su cauce en aquellos futbolitos de palabras alegres en el parque Méndez. De dicha etapa recupero el microscopio del maestro Lara, cuando me enviaron al sexto año a causa de mis indisciplinas y él colocó un pedazo de pan en el alma de aquel aparato maravilloso; durante el viaje insólito a los laberintos de un sándwich, la vocación del maestro Lara me había heredado, qué duda cabe, el delicioso ejercicio de las curiosidades eternas.

El otro recuerdo mayor pertenece a una profesora, nunca mejor dicho, de la vieja escuela. Se llamaba Anita, y le faltaba el índice de la mano derecha: de nueva cuenta castigado, frente a la inmensidad de su ordenado escritorio, muy cerca de la Laguna del Chairel y del sol cotidiano de cada mediodía, leía como nadie las fábulas de Samaniego: “El león y la zorra” o “La lechera”, por ejemplo. No había que buscarle tres pies al gato —decía, con voz severa y claridades de matriarca escolar—, sino inventar el estudio de los gatos completos, y en sus gestos disciplinados aprendí a predecir el instante feliz de su silencio, cuando cerraba el libro y nos exigía, a mí y a los otros incorregibles del día, conjeturar el párrafo siguiente de las cosas escuchadas.

Como “trasterrado”, las aulas del Golfo de México regresaron vertiginosas a mi memoria en las heladas calles de la isla de Montreal. En efecto, sumergido en la novedad de una lengua como la francesa, tan sobrecargada de sutilezas fonéticas y ortográficas en torno a la letra “e”, el exiliado de trópico a menudo se siente de regreso en su propia niñez, y juega entonces a reconocer la “e” entre diptongos ilógicos, o entre los triptongos que la ocultan, o sumergida en sílabas finales, o altisonante y clara en los infinitivos, y etcétera. Poco a poco las cosas se corrigieron con los manuales escolares de mis hijas, pues eran ellas quienes continuaban las lúdicas explicaciones de la dichosa vocal: el acento agudo corta la “e” con voz algo discreta …; el acento grave la suspira a la manera de un sonido recién salido del sueño…; y el acento circunflejo, coronándola con sombrero ajeno, la hace cantar hacia afuera, como quien libera el aire de una bebida gaseosa —así, así era como lo ilustraban.

La instrucción no podía terminar en tales encrucijadas gramaticales, y muy pronto recalamos en “El principito”, en las fábulas de Lafontaine o en la magia de Julio Verne. Frente a la lengua cambiada de mis hijas, entregadas a leerme tantas horas en voz alta, aquellos autores volvían a existir con transparencia entre los parpadeos de mi rostro de avenida Hidalgo. Aunque conociera las intrigas y los desenlaces del relato en cuestión, gracias al maestro Lara y a la seño Anita resultaba tan fácil dejarse impresionar con sinceridad por las peripecias literarias en otro idioma. Por lo demás, mi gran revancha lingüística contra la “e” era suplicar, por favor, que el punto final de aquellas páginas sucediera siempre con suspiros de Plaza de Armas. Y reíamos, sí, cuánto reíamos de todo eso.

Desbordado de diccionarios, tarde o temprano el migrante mexicano en Norteamérica entiende que los idiomas extranjeros son como patios de recreo. Por ello, en el Tampico que transita por la isla de Montreal, y con espíritu infantil frente a climas y gramáticas tan hostiles, al término del día el desarraigado de la calle Colón también ha aprendido a imaginar que su lengua natal es un refugio de palabras asoleadas.