/ miércoles 18 de agosto de 2021

Autorretratos de hielo | Las monedas del destierro

Decía Montesquieu, palabras más palabras menos, que el dinero se hace más estimable cuando aprendes a despreciarlo. Así era él, muy proclive a las acrobacias semánticas y gran amante de las frases efectistas; sea como sea, en su afán de dar lucidez a los fenómenos sociales que analizaba, las agudezas del filósofo francés demuestran que nuestra relación con el dinero siempre ha sido complicada, muy complicada... Ahora bien, si llevamos la reflexión al terreno de los exilios, tan contradictorio juego de imágenes le ofrece al trasterrado de la Plaza de Armas una elocuencia inusual que le permite, entre otras cosas, ilustrar los tropiezos que se viven al abrir la billetera en otra lengua, o al pronunciar sus compras con otras monedas.

Una vez alejado de los pesos y los tostones de su calle natal, las jornadas del recién llegado lo transforman en un ser de ojo avizor y en una mirada de bolsillo muy atento. De hecho, el cambio de sociedad obliga al expatriado a reinventar los gestos de la previsión y aun los semblantes de la cicatería; dicho de otro modo: a carestías nuevas, nuevos rostros. Y, lo que es más, en cada uno de sus paseos por los centros comerciales las vitrinas le han de recordar que quizás nunca terminará de llegar a los precios de la isla de Montreal. Por ello, ante los valores cambiados de todas las cosas, el desarraigado del Golfo de México aprende muy pronto a calcular cada desembolso y a presupuestar, con el alma en vilo, las pequeñas y las grandes compras de cada día.

Sí, una de las experiencias más angustiosas del migrante tiene que ver con la supuesta devaluación de su poder adquisitivo tras la llegada a su ciudad de acogida. Al dejar atrás la costumbre de las misceláneas, las tiendas de abarrotes o los ultramarinos —los llamados “dépanneurs” en el léxico del francés más invernal, o sólo tiendas de conveniencia—, para el desterrado tampiqueño resulta poco menos que imposible cancelar el automatismo de las equivalencias; los valores cruzados de la mantequilla y el cereal, los precios traducidos del pan integral y del café, el nuevo importe de la leche o el yoghurt, todo lo confirma como un individuo de desayunos en transición, o, si se prefiere, como alguien que amanece con un pie en la memoria y el otro en el desconcierto. Diríase, en suma, que la dualidad de las monedas hacen del exiliado un hijo de las comparaciones constantes, y tarde o temprano sus ojos habrán de revestirse con la identidad del cambista. De hecho, yo siempre llevo encima, como recordatorio de mis andanzas, al Benito Juá-rez en los veinte pesos del papel moneda; tan ocupada como está en las compras del día, a la reina Isabel de los billetes canadienses no parece incomodarle su compañía. En fin, quizás todo esto abra una nueva puerta para ensayar definiciones: sí, el desarraigado es alguien que todo lo recuenta porque todo lo paga dos veces, las distancias y los perfumes, las ausencias lo mismo que los zapatos, las añoranzas tanto como los tarros de mermelada...

Pasemos a los ejemplos para ilustrar todo lo anterior. En el invierno de los días de mi llegada las cuentas telefónicas se parecían más a un mes de renta en la calle Colón, y menos, ¡mucho menos!, a las llamadas de larga distancia para saludar a mis padres. Lo mismo podría decirse de los taxis al aeropuerto, corridas cuya tarifa, en precios actuales, rondaría los cincuenta y cinco dólares canadienses —cincuenta y cinco pesos boreales, según nos gusta llamarlos en casa—: en las cuentas alegres de mis generalizaciones, tal cantidad equivaldría a más de una semana de trabajo de un obrero en América Latina, ¿o me equivoco? Respecto a la ropa, cómo reíamos frente a los aparadores del invierno, cuando les aconsejaba a mis hijas no mirar demasiado aquel abrigo de plumas de ganso que, al tipo de cambio, podía costarnos más de un desmayo tropical. En esta misma dinámica de dislocación de las divisas, dos pasajes en el transporte colectivo de la isla de Montreal me cuestan, hasta hoy, el equivalente a casi un día de salario mínimo allá en el puerto, y en mis bares de costumbre de la avenida Mont-Royal, el “Plan B” o el “Mr. 250”, cerrados por pandemia, y qué se le va a hacer, una cerveza equivale a esos mismos dos boletos del metro que de nueva cuenta imponen la referencia de un salario mínimo en muchas regiones de México.

Al paso de los años y de los resfríos he aprendido a mirar el asunto por la espalda del espejo. La paulatina naturalidad que fue asumiendo el dinero extranjero me hizo saber que los precios de cualquier producto o servicio, en apariencia tan elevados, quieren asegurarle al habitante local un nivel de vida igualitario, o por lo menos un salario ajeno a los abismos que separan la dignidad de la persona de su capacidad para el consumo. ¿Nuevos ejemplos?, por supuesto…: aquellos cantineros de mis cervezas extraviadas —permítaseme insistir en la tristeza por las clausuras sanitarias— eran casi siempre estudiantes universitarios cuyos proyectos de vida, por qué no decirlo así, provocarían reacciones de padres orgullosísimos; además de que la cuenta sucedía siempre en la tranquilidad de no haber explotado a nadie, el monto y la propina me integraban a un inesperado horizonte de reflejos y de reciprocidades cotidianas, pues si yo fuese cantinero, allí y entonces, mi sueldo no me hubiese impedido soñar con nuevos porvenires.

Al final, yo no sabría postular que las sociedades más (in)justas son también las más caras, con todos los viceversas que le quepan a la cuestión. Por el contrario, lo que sí sé es que el migrante no abandona sus monedas natales tan solo para mejorar el salario: lo hace, acaso y sobre todo, convencido de que hay cervezas y desayunos y abrigos y mermeladas y taxis más equitativos del otro lado del tiempo.

Decía Montesquieu, palabras más palabras menos, que el dinero se hace más estimable cuando aprendes a despreciarlo. Así era él, muy proclive a las acrobacias semánticas y gran amante de las frases efectistas; sea como sea, en su afán de dar lucidez a los fenómenos sociales que analizaba, las agudezas del filósofo francés demuestran que nuestra relación con el dinero siempre ha sido complicada, muy complicada... Ahora bien, si llevamos la reflexión al terreno de los exilios, tan contradictorio juego de imágenes le ofrece al trasterrado de la Plaza de Armas una elocuencia inusual que le permite, entre otras cosas, ilustrar los tropiezos que se viven al abrir la billetera en otra lengua, o al pronunciar sus compras con otras monedas.

Una vez alejado de los pesos y los tostones de su calle natal, las jornadas del recién llegado lo transforman en un ser de ojo avizor y en una mirada de bolsillo muy atento. De hecho, el cambio de sociedad obliga al expatriado a reinventar los gestos de la previsión y aun los semblantes de la cicatería; dicho de otro modo: a carestías nuevas, nuevos rostros. Y, lo que es más, en cada uno de sus paseos por los centros comerciales las vitrinas le han de recordar que quizás nunca terminará de llegar a los precios de la isla de Montreal. Por ello, ante los valores cambiados de todas las cosas, el desarraigado del Golfo de México aprende muy pronto a calcular cada desembolso y a presupuestar, con el alma en vilo, las pequeñas y las grandes compras de cada día.

Sí, una de las experiencias más angustiosas del migrante tiene que ver con la supuesta devaluación de su poder adquisitivo tras la llegada a su ciudad de acogida. Al dejar atrás la costumbre de las misceláneas, las tiendas de abarrotes o los ultramarinos —los llamados “dépanneurs” en el léxico del francés más invernal, o sólo tiendas de conveniencia—, para el desterrado tampiqueño resulta poco menos que imposible cancelar el automatismo de las equivalencias; los valores cruzados de la mantequilla y el cereal, los precios traducidos del pan integral y del café, el nuevo importe de la leche o el yoghurt, todo lo confirma como un individuo de desayunos en transición, o, si se prefiere, como alguien que amanece con un pie en la memoria y el otro en el desconcierto. Diríase, en suma, que la dualidad de las monedas hacen del exiliado un hijo de las comparaciones constantes, y tarde o temprano sus ojos habrán de revestirse con la identidad del cambista. De hecho, yo siempre llevo encima, como recordatorio de mis andanzas, al Benito Juá-rez en los veinte pesos del papel moneda; tan ocupada como está en las compras del día, a la reina Isabel de los billetes canadienses no parece incomodarle su compañía. En fin, quizás todo esto abra una nueva puerta para ensayar definiciones: sí, el desarraigado es alguien que todo lo recuenta porque todo lo paga dos veces, las distancias y los perfumes, las ausencias lo mismo que los zapatos, las añoranzas tanto como los tarros de mermelada...

Pasemos a los ejemplos para ilustrar todo lo anterior. En el invierno de los días de mi llegada las cuentas telefónicas se parecían más a un mes de renta en la calle Colón, y menos, ¡mucho menos!, a las llamadas de larga distancia para saludar a mis padres. Lo mismo podría decirse de los taxis al aeropuerto, corridas cuya tarifa, en precios actuales, rondaría los cincuenta y cinco dólares canadienses —cincuenta y cinco pesos boreales, según nos gusta llamarlos en casa—: en las cuentas alegres de mis generalizaciones, tal cantidad equivaldría a más de una semana de trabajo de un obrero en América Latina, ¿o me equivoco? Respecto a la ropa, cómo reíamos frente a los aparadores del invierno, cuando les aconsejaba a mis hijas no mirar demasiado aquel abrigo de plumas de ganso que, al tipo de cambio, podía costarnos más de un desmayo tropical. En esta misma dinámica de dislocación de las divisas, dos pasajes en el transporte colectivo de la isla de Montreal me cuestan, hasta hoy, el equivalente a casi un día de salario mínimo allá en el puerto, y en mis bares de costumbre de la avenida Mont-Royal, el “Plan B” o el “Mr. 250”, cerrados por pandemia, y qué se le va a hacer, una cerveza equivale a esos mismos dos boletos del metro que de nueva cuenta imponen la referencia de un salario mínimo en muchas regiones de México.

Al paso de los años y de los resfríos he aprendido a mirar el asunto por la espalda del espejo. La paulatina naturalidad que fue asumiendo el dinero extranjero me hizo saber que los precios de cualquier producto o servicio, en apariencia tan elevados, quieren asegurarle al habitante local un nivel de vida igualitario, o por lo menos un salario ajeno a los abismos que separan la dignidad de la persona de su capacidad para el consumo. ¿Nuevos ejemplos?, por supuesto…: aquellos cantineros de mis cervezas extraviadas —permítaseme insistir en la tristeza por las clausuras sanitarias— eran casi siempre estudiantes universitarios cuyos proyectos de vida, por qué no decirlo así, provocarían reacciones de padres orgullosísimos; además de que la cuenta sucedía siempre en la tranquilidad de no haber explotado a nadie, el monto y la propina me integraban a un inesperado horizonte de reflejos y de reciprocidades cotidianas, pues si yo fuese cantinero, allí y entonces, mi sueldo no me hubiese impedido soñar con nuevos porvenires.

Al final, yo no sabría postular que las sociedades más (in)justas son también las más caras, con todos los viceversas que le quepan a la cuestión. Por el contrario, lo que sí sé es que el migrante no abandona sus monedas natales tan solo para mejorar el salario: lo hace, acaso y sobre todo, convencido de que hay cervezas y desayunos y abrigos y mermeladas y taxis más equitativos del otro lado del tiempo.