/ miércoles 17 de noviembre de 2021

Autorretratos de hielo | Las urnas en el otoño

Ante los paisajes otoñales de la isla de Montreal, uno nunca sabe hasta dónde abrir el alma y cuándo cerrar los ojos.

Las dudas, aquí, están hechas de mangas largas nueve meses al año. ¿Debemos permanecer en la belleza de los parques que se deshojan, o, por el contrario, regresar a casa para escapar del frío? ¿Podemos estar un minuto más allá afuera, entre árboles amarillísimos y crepúsculos de cuentos de hadas, o cancelar temprano la vida social hasta que vuelva el verano?... Si alguna vez el neologismo “termopático” tuvo sentido en la lengua que somos, siempre fue aquí, en esta realidad polar donde los estados de ánimo mudan al ritmo de las estaciones. Por extensión, ello también haría que, frente a la playa de Miramar, comenzáramos a explicarnos como personalidades de soles homogéneos -aunque, aceptémoslo, jamás a salvo de ciclones existenciales cuando nos cansamos de tanto sudor.

En fin, mejor será entrar en materia porque la semana pasada nos trajo una nueva jornada cívica. Sí, en todas las ciudades de Quebec salimos a buscar alcaldes, y, como era de esperarse, el momento arrojó muchas reflexiones cuando llegué a mi casilla en un gimnasio de la YMCA.

Desde la duela de una cancha de basquetbol adaptada para la ocasión, y entre evocaciones involuntarias de aquel parque Méndez del otro lado del tiempo, podían ser vistos los atletas más surrealistas del barrio: en las galerías superiores, sobre bandas corredoras, bicicletas estacionarias y otros aparatos que nunca aprendí a nombrar, aquellas personas parecían guardar la línea para llegar más ligeros a la democracia. Así fue como creo haberlo dicho, y la joven funcionaria, acento bretón y anteojos profundos, siguió sonriendo conmigo a pesar de nuestras mascarillas sanitarias.

Al salir del recinto, la primera gran verdad fue constatar la ausencia de colores ideológicos en las campañas municipales del Polo Norte. Por el contrario, durante varias semanas los aspirantes se han limitado a proponer una vida distinta para nuestras aceras. Para beneplácito del transterrado —tránsfuga de muchos gobiernos fracasados—, en los discursos sobre el porvenir municipal no hubo nunca ni derechas tan temidas ni izquierdas por enjuiciar, sino tan sólo el afán de que triunfara la fantasía urbana mejor organizada.

Y, como era de esperarse, camino de regreso a casa aún lo seguía sospechando: la idea de ciudad siempre será mucho más honesta que los discursos de lo nacional, porque la urbe nos imprime un acento inconfundible, o porque sólo en el espejo cotidiano de nuestros vecinos aprendemos a pronunciarnos sin artificios.

La segunda gran verdad del día, al subir las escaleras de mi edificio, fue descubrir la juventud de los candidatos. En la isla de Montreal repetiremos a una alcaldesa que, a la sazón, comenzó su mandato a los treinta y cinco años; si los cálculos no se me van de las manos, ella debe rondar ya los cuarenta, o más o menos, no estoy muy seguro.

Lo que sí sé es que dicha circunstancia revela uno de los requisitos más olvidados del buen gobernante, quiero decir, el de estar dispuestos al idealismo a cualquier hora del destino, o el de ser proclives a las utopías en todas las encrucijadas sociales. De inmediato vienen a la mollera las tripulaciones de Colón, en su mayoría compuestas por jóvenes -muchos tenían la edad de nuestros Niños Héroes, dicho sea como de paso-; más que seres manipulables, el controversial almirante veía en cada uno de ellos una disposición innata para la aventura, esto es, una inclinación natural para las maravillas, y aun diríase que se nutría de sus instintos visionarios.

Por todo ello, la mocedad de los candidatos nos recuerda que el primer deber de los alcaldes es el de reinventar la ciudad con ojos adolescentes, “insistirla” en sentido contrario a los pesimismos. Los jóvenes confían en la vida porque nunca serán (des)engañados lo suficiente, decía Horacio en su “Arte poética”, aunque nada como aquel verso de Benedetti que, leído por la espalda del tiempo, a todos nos hace muchachos por obligación: “la clave es seguir siendo jóvenes hasta morir de viejos”...

La última certeza tras las elecciones municipales, sentado en la ventana, a la vista de las hojas que aún le quedan al otoño, tiene que ver con la participación ciudadana. En el promedio total, la jornada determinó que las ciudades, mientras más pobladas, son más indiferentes. ¿Las cifras precisas?, claro que sí: mientras en la isla de Montreal sólo 34.8% participó del ejercicio, en los municipios más pequeños la gente salió “en masa” a confirmarse en la posteridad de los anhelos.

Si los habitantes de las metrópolis vivimos en la velocidad de nuestras indolencias, o si acaso nos gusta definirnos como escépticos de la política, lo cierto es que los pueblos más pequeños del Polo Norte otra vez nos han acusado de apatía -con todos los sinónimos del caso: dejadez, desidia, negligencia y un buen etcétera de cosas menos amables, como vagancia o haraganería-.

Decía, pues, que en municipios quebequeses como el de Lac-Poulin, cuyo padrón es de apenas 196 personas, el 92.3% se presentó en las urnas, y la gente sin duda se saludaba, tal vez se invitaban un buen café al depositar la boleta, y a lo mejor se vigilaban de reojo en la responsabilidad compartida de sufragar soñando.

Al final, el noticiero nocturno entretejió los resultados de los comicios con el anuncio de las primeras nieves del año. Allí, entre las previsiones de las bufandas que se avecinan, comencé a conjugar los elementos del día, a saber, la ciudad como identidad superior, la juventud del alma como atributo político, el inminente regreso de los copos en otoño, la grandeza de los habitantes de Lac-Poulin…

Sin embargo, un poco antes de apagar la jornada en la mesa de noche, fue la suma de todas esas cosas la que, entre resignados bostezos, se atrevió a trastocar aquella cita de Benedetti: a la hora de votar en el destierro, “la clave es seguir siendo tampiqueños hasta morir de frío”.

Ante los paisajes otoñales de la isla de Montreal, uno nunca sabe hasta dónde abrir el alma y cuándo cerrar los ojos.

Las dudas, aquí, están hechas de mangas largas nueve meses al año. ¿Debemos permanecer en la belleza de los parques que se deshojan, o, por el contrario, regresar a casa para escapar del frío? ¿Podemos estar un minuto más allá afuera, entre árboles amarillísimos y crepúsculos de cuentos de hadas, o cancelar temprano la vida social hasta que vuelva el verano?... Si alguna vez el neologismo “termopático” tuvo sentido en la lengua que somos, siempre fue aquí, en esta realidad polar donde los estados de ánimo mudan al ritmo de las estaciones. Por extensión, ello también haría que, frente a la playa de Miramar, comenzáramos a explicarnos como personalidades de soles homogéneos -aunque, aceptémoslo, jamás a salvo de ciclones existenciales cuando nos cansamos de tanto sudor.

En fin, mejor será entrar en materia porque la semana pasada nos trajo una nueva jornada cívica. Sí, en todas las ciudades de Quebec salimos a buscar alcaldes, y, como era de esperarse, el momento arrojó muchas reflexiones cuando llegué a mi casilla en un gimnasio de la YMCA.

Desde la duela de una cancha de basquetbol adaptada para la ocasión, y entre evocaciones involuntarias de aquel parque Méndez del otro lado del tiempo, podían ser vistos los atletas más surrealistas del barrio: en las galerías superiores, sobre bandas corredoras, bicicletas estacionarias y otros aparatos que nunca aprendí a nombrar, aquellas personas parecían guardar la línea para llegar más ligeros a la democracia. Así fue como creo haberlo dicho, y la joven funcionaria, acento bretón y anteojos profundos, siguió sonriendo conmigo a pesar de nuestras mascarillas sanitarias.

Al salir del recinto, la primera gran verdad fue constatar la ausencia de colores ideológicos en las campañas municipales del Polo Norte. Por el contrario, durante varias semanas los aspirantes se han limitado a proponer una vida distinta para nuestras aceras. Para beneplácito del transterrado —tránsfuga de muchos gobiernos fracasados—, en los discursos sobre el porvenir municipal no hubo nunca ni derechas tan temidas ni izquierdas por enjuiciar, sino tan sólo el afán de que triunfara la fantasía urbana mejor organizada.

Y, como era de esperarse, camino de regreso a casa aún lo seguía sospechando: la idea de ciudad siempre será mucho más honesta que los discursos de lo nacional, porque la urbe nos imprime un acento inconfundible, o porque sólo en el espejo cotidiano de nuestros vecinos aprendemos a pronunciarnos sin artificios.

La segunda gran verdad del día, al subir las escaleras de mi edificio, fue descubrir la juventud de los candidatos. En la isla de Montreal repetiremos a una alcaldesa que, a la sazón, comenzó su mandato a los treinta y cinco años; si los cálculos no se me van de las manos, ella debe rondar ya los cuarenta, o más o menos, no estoy muy seguro.

Lo que sí sé es que dicha circunstancia revela uno de los requisitos más olvidados del buen gobernante, quiero decir, el de estar dispuestos al idealismo a cualquier hora del destino, o el de ser proclives a las utopías en todas las encrucijadas sociales. De inmediato vienen a la mollera las tripulaciones de Colón, en su mayoría compuestas por jóvenes -muchos tenían la edad de nuestros Niños Héroes, dicho sea como de paso-; más que seres manipulables, el controversial almirante veía en cada uno de ellos una disposición innata para la aventura, esto es, una inclinación natural para las maravillas, y aun diríase que se nutría de sus instintos visionarios.

Por todo ello, la mocedad de los candidatos nos recuerda que el primer deber de los alcaldes es el de reinventar la ciudad con ojos adolescentes, “insistirla” en sentido contrario a los pesimismos. Los jóvenes confían en la vida porque nunca serán (des)engañados lo suficiente, decía Horacio en su “Arte poética”, aunque nada como aquel verso de Benedetti que, leído por la espalda del tiempo, a todos nos hace muchachos por obligación: “la clave es seguir siendo jóvenes hasta morir de viejos”...

La última certeza tras las elecciones municipales, sentado en la ventana, a la vista de las hojas que aún le quedan al otoño, tiene que ver con la participación ciudadana. En el promedio total, la jornada determinó que las ciudades, mientras más pobladas, son más indiferentes. ¿Las cifras precisas?, claro que sí: mientras en la isla de Montreal sólo 34.8% participó del ejercicio, en los municipios más pequeños la gente salió “en masa” a confirmarse en la posteridad de los anhelos.

Si los habitantes de las metrópolis vivimos en la velocidad de nuestras indolencias, o si acaso nos gusta definirnos como escépticos de la política, lo cierto es que los pueblos más pequeños del Polo Norte otra vez nos han acusado de apatía -con todos los sinónimos del caso: dejadez, desidia, negligencia y un buen etcétera de cosas menos amables, como vagancia o haraganería-.

Decía, pues, que en municipios quebequeses como el de Lac-Poulin, cuyo padrón es de apenas 196 personas, el 92.3% se presentó en las urnas, y la gente sin duda se saludaba, tal vez se invitaban un buen café al depositar la boleta, y a lo mejor se vigilaban de reojo en la responsabilidad compartida de sufragar soñando.

Al final, el noticiero nocturno entretejió los resultados de los comicios con el anuncio de las primeras nieves del año. Allí, entre las previsiones de las bufandas que se avecinan, comencé a conjugar los elementos del día, a saber, la ciudad como identidad superior, la juventud del alma como atributo político, el inminente regreso de los copos en otoño, la grandeza de los habitantes de Lac-Poulin…

Sin embargo, un poco antes de apagar la jornada en la mesa de noche, fue la suma de todas esas cosas la que, entre resignados bostezos, se atrevió a trastocar aquella cita de Benedetti: a la hora de votar en el destierro, “la clave es seguir siendo tampiqueños hasta morir de frío”.