/ miércoles 27 de octubre de 2021

Autorretratos de hielo | Las voces y los regresos

Volver a escuchar los acentos nativos, es eso lo que anhela el transterrado en sus ocasionales regresos a casa. Tocar de nueva cuenta las frases de la infancia, presentir las resonancias poéticas de nuestras muletillas heredadas, mirarnos en los proverbios que moldeaban los domingos en la Plaza de Armas, o en las jergas de adolescencia en el parque Méndez, o en un bachillerato de léxicos jesuitas…; en suma, reconocernos en el espejo de los rumores más íntimos, tal es el más insólito, y acaso también el más disimulado, de todos nuestros empeños al iniciar el viaje de retorno.

Sí, y el vuelo trasnochador desde la isla de Montreal, con escala en la capital, impone siempre un horario cambiado para el transbordo. Ya no eran las cinco sino las cuatro de la mañana, ¿o eran las tres?, y porque sin pretenderlo el desvelo se había extendido un par de horas, con ojos atentos miré pasar los verbos de gente que no quería llegar tarde a su destino —nunca, mejor dicho—.

Imposible negarlo: después de cualquier ausencia, cuánto llamaba la atención el sonsonete nacional, inconfundible y luminoso entre los anuncios de salida hacia los áridos dejes de Hermosillo, o hacia las frondosas coletillas de Tuxtla Gutiérrez. Un poco más tarde, sin duda, yo mismo embarcaré hacia Tampico y en mi sala de espera asistiré a los vocablos de mar de los otros pasajeros: “abarrote”, “amarrar”, “derrotero”, “flete”, “garete”, “malecón”, “ultramarinos”, y etcétera.

Con desgano he abierto mi libro de viaje, algo de Gioconda Belli que deberé explicar en clase la semana próxima, en las aulas de la isla de Montreal. Y aunque no eran horas de ponerse a leer en la madrugada, he buscado alguno de los cafecitos que, paulatinos y amodorrados, ya se desperezaban en la terminal aérea.

Qué amable la mesera, y en un abrir y cerrar de ojos he pensado en Pedro Henríquez Ureña, el filólogo dominicano, lo mucho que le gustaba venir a México porque nadie como nosotros para ejercer la cortesía en el mundo hispanohablante, y enseguida he reído con mis bromas detenidas en los años noventa: un café sin azúcar, “negro como mi porvenir” —así solía decir en el Elite, también en el Flamingo, hace ya más de veinticinco años—, y además "un vaso de agua, por favor".

Fue allí donde comencé a conjeturar que los retornos del migrante arrastran un equipaje de frases añejas, esto es, un diccionario de expresiones paralizadas. Por ello, en la experiencia del regreso al idioma que somos hay una forma de afasia léxica —perdón por el cultismo—, una especie de trastorno en nuestra capacidad para asociar los significados con los significantes, esto es, para relacionar los contenidos de una palabra con la vigencia que su definición tenía el día mismo de nuestra partida.

Dicho a las claras, al volver a la casa materna de nuestra lengua los expatriados nos presentimos como estatuas de sal en cada una de nuestras conversaciones, porque la memoria de mi vocabulario se ha quedado varada en la víspera de aquel viaje hacia el Polo Norte, hace ya más de un cuarto de siglo…, y qué se le va a hacer, mejor seguir adelante.

Después, aún en las salas de espera, abrieron las tiendas del turista. Allí eran los tequilas de colores, las artesanías y las playeras de Frida Kahlo, y además una dulcería donde trastabillé los cacahuates garapiñados entre mi buena memoria de los gentíos en los mercados rodantes, y en silencio ensayé a pronunciar mazapanes, palanquetas, tamarindos, cajitas con camotes, calaveritas de amaranto, jamoncillos de Chihuahua, obleas de cajeta —les decíamos “glorias”; yo nunca las volví a probar—, alfajores, las cocadas eran otra cosa, y así son los tornaviajes, siempre apurando el alma para triunfar sobre los desusos y sobre las amnesias... Ah, y mis favoritos eran los ates de membrillo, aunque los de guayaba también daban felicidad cuando no había otra opción.

Al aterrizar en Tampico he recorrido las calles de mis ortografías natales con oídos de centinela. El retorno del migrante es, sin duda, un continuo lanzarse al rescate de la patria íntima de su idioma, y en mis caminatas de sol durante la Plaza de Armas y el bulevar Perimetral he tomado nota mental de las expresiones que siguieron produciéndose sin mí, es decir, de los términos florecidos durante mi ausencia.

Los ejemplos son variados y los he ido recogiendo al paso de los días y de los amigos recuperados: para hablar de los cocodrilos, por ejemplo, la gente suele decir que la laguna está “hasta el tronco” de “juanchos”, y los abusos en los precios provocan rostros indignados en las conjugaciones del verbo “manchar”, y en el interior de algún viejo microbús he leído ese mensaje de gran solemnidad que previene a los pasajeros de “tolerancia cero” ante cualquier actitud antisocial.

¿Más botones de muestra?: ahora ya no “chispea” tanto cuando llueve, sino que comienza “a pelusear” en cualquier garúa, y alguien es “muy pistola” cuando destaca muchísimo en su profesión; además, como cantinela dominante o como estribillo inevitable, se utiliza muchísimo la palabra “verdad” en todas las conversaciones —mi amigo Juan Pablo, el lingüista, opina que la realidad virtual nos hace sentir efímeros, de allí la necesidad de reafirmar en nuestras charlas que todo lo expresado es la “verdad de la verdad”.

Tras diez días de estancia, y en vísperas de mi retorno hacia las aceras del otoño en la isla de Montreal, mañana jueves iré a despedirme de las escolleras. Tal vez allí pueda entender que cualquier expatriado tiene la obligación de reinventarse en la voz de sus regresos; es más, acaso frente a las olas me sea dado concluir que el desarraigado de la playa de Miramar sabe —y quizás lo sepa mejor que nadie— que se puede ser un tampiqueño distinto, es decir, alguien que habita en la extrañeza de hablar de lo propio con palabras que, aunque ya no son del todo suyas, nunca dejarán de serlo…

Volver a escuchar los acentos nativos, es eso lo que anhela el transterrado en sus ocasionales regresos a casa. Tocar de nueva cuenta las frases de la infancia, presentir las resonancias poéticas de nuestras muletillas heredadas, mirarnos en los proverbios que moldeaban los domingos en la Plaza de Armas, o en las jergas de adolescencia en el parque Méndez, o en un bachillerato de léxicos jesuitas…; en suma, reconocernos en el espejo de los rumores más íntimos, tal es el más insólito, y acaso también el más disimulado, de todos nuestros empeños al iniciar el viaje de retorno.

Sí, y el vuelo trasnochador desde la isla de Montreal, con escala en la capital, impone siempre un horario cambiado para el transbordo. Ya no eran las cinco sino las cuatro de la mañana, ¿o eran las tres?, y porque sin pretenderlo el desvelo se había extendido un par de horas, con ojos atentos miré pasar los verbos de gente que no quería llegar tarde a su destino —nunca, mejor dicho—.

Imposible negarlo: después de cualquier ausencia, cuánto llamaba la atención el sonsonete nacional, inconfundible y luminoso entre los anuncios de salida hacia los áridos dejes de Hermosillo, o hacia las frondosas coletillas de Tuxtla Gutiérrez. Un poco más tarde, sin duda, yo mismo embarcaré hacia Tampico y en mi sala de espera asistiré a los vocablos de mar de los otros pasajeros: “abarrote”, “amarrar”, “derrotero”, “flete”, “garete”, “malecón”, “ultramarinos”, y etcétera.

Con desgano he abierto mi libro de viaje, algo de Gioconda Belli que deberé explicar en clase la semana próxima, en las aulas de la isla de Montreal. Y aunque no eran horas de ponerse a leer en la madrugada, he buscado alguno de los cafecitos que, paulatinos y amodorrados, ya se desperezaban en la terminal aérea.

Qué amable la mesera, y en un abrir y cerrar de ojos he pensado en Pedro Henríquez Ureña, el filólogo dominicano, lo mucho que le gustaba venir a México porque nadie como nosotros para ejercer la cortesía en el mundo hispanohablante, y enseguida he reído con mis bromas detenidas en los años noventa: un café sin azúcar, “negro como mi porvenir” —así solía decir en el Elite, también en el Flamingo, hace ya más de veinticinco años—, y además "un vaso de agua, por favor".

Fue allí donde comencé a conjeturar que los retornos del migrante arrastran un equipaje de frases añejas, esto es, un diccionario de expresiones paralizadas. Por ello, en la experiencia del regreso al idioma que somos hay una forma de afasia léxica —perdón por el cultismo—, una especie de trastorno en nuestra capacidad para asociar los significados con los significantes, esto es, para relacionar los contenidos de una palabra con la vigencia que su definición tenía el día mismo de nuestra partida.

Dicho a las claras, al volver a la casa materna de nuestra lengua los expatriados nos presentimos como estatuas de sal en cada una de nuestras conversaciones, porque la memoria de mi vocabulario se ha quedado varada en la víspera de aquel viaje hacia el Polo Norte, hace ya más de un cuarto de siglo…, y qué se le va a hacer, mejor seguir adelante.

Después, aún en las salas de espera, abrieron las tiendas del turista. Allí eran los tequilas de colores, las artesanías y las playeras de Frida Kahlo, y además una dulcería donde trastabillé los cacahuates garapiñados entre mi buena memoria de los gentíos en los mercados rodantes, y en silencio ensayé a pronunciar mazapanes, palanquetas, tamarindos, cajitas con camotes, calaveritas de amaranto, jamoncillos de Chihuahua, obleas de cajeta —les decíamos “glorias”; yo nunca las volví a probar—, alfajores, las cocadas eran otra cosa, y así son los tornaviajes, siempre apurando el alma para triunfar sobre los desusos y sobre las amnesias... Ah, y mis favoritos eran los ates de membrillo, aunque los de guayaba también daban felicidad cuando no había otra opción.

Al aterrizar en Tampico he recorrido las calles de mis ortografías natales con oídos de centinela. El retorno del migrante es, sin duda, un continuo lanzarse al rescate de la patria íntima de su idioma, y en mis caminatas de sol durante la Plaza de Armas y el bulevar Perimetral he tomado nota mental de las expresiones que siguieron produciéndose sin mí, es decir, de los términos florecidos durante mi ausencia.

Los ejemplos son variados y los he ido recogiendo al paso de los días y de los amigos recuperados: para hablar de los cocodrilos, por ejemplo, la gente suele decir que la laguna está “hasta el tronco” de “juanchos”, y los abusos en los precios provocan rostros indignados en las conjugaciones del verbo “manchar”, y en el interior de algún viejo microbús he leído ese mensaje de gran solemnidad que previene a los pasajeros de “tolerancia cero” ante cualquier actitud antisocial.

¿Más botones de muestra?: ahora ya no “chispea” tanto cuando llueve, sino que comienza “a pelusear” en cualquier garúa, y alguien es “muy pistola” cuando destaca muchísimo en su profesión; además, como cantinela dominante o como estribillo inevitable, se utiliza muchísimo la palabra “verdad” en todas las conversaciones —mi amigo Juan Pablo, el lingüista, opina que la realidad virtual nos hace sentir efímeros, de allí la necesidad de reafirmar en nuestras charlas que todo lo expresado es la “verdad de la verdad”.

Tras diez días de estancia, y en vísperas de mi retorno hacia las aceras del otoño en la isla de Montreal, mañana jueves iré a despedirme de las escolleras. Tal vez allí pueda entender que cualquier expatriado tiene la obligación de reinventarse en la voz de sus regresos; es más, acaso frente a las olas me sea dado concluir que el desarraigado de la playa de Miramar sabe —y quizás lo sepa mejor que nadie— que se puede ser un tampiqueño distinto, es decir, alguien que habita en la extrañeza de hablar de lo propio con palabras que, aunque ya no son del todo suyas, nunca dejarán de serlo…