/ miércoles 24 de febrero de 2021

Autorretratos de hielo | Lecturas migratorias

Uno toma la decisión, y entonces los libros elegidos definen —casi de inmediato— el color de nuestros viajes.

Hay literaturas para todos los equipajes… Están las novelas azarosas, ideales para los desplazamientos difíciles, o cuentos cuyas brevedades anuncian ya las urgencias del retorno; para ocultar nuestro miedo a los aviones, a veces optamos por un poco de ciencia ficción, y en no pocas ocasiones quisiéramos llevar con nosotros algún poemario para descifrar la sinrazón de las ausencias. También están, y quién lo duda, los libros de falsa compañía, esas portadas de moda que, sin pretenderlo, informan en silencio del fastidio ante las visitas obligadas a parientes de otros mundos.

Además, en la elección del título está implícita nuestra “(in)disposición” a las travesías. Hoy sabemos, por ejemplo, que Colón navegaba con libros de viajes en sus baúles, que Alejandro Magno se hacía leer cantos épicos durante sus campañas y que Bolívar conocía al dedillo la obra de Julio César; como puede inferirse, cada uno de ellos sentía una gran necesidad de nutrir con mitos y leyendas la certeza del triunfo y la convicción del regreso. Dicho de otro modo, no eran viajeros en busca de distracciones, sino literatura viviente, almas que al abrir la página sabían reconocerse en la realidad de cada palabra —diríase que mucho antes de irrumpir en nuestros libros de historia, cada uno de ellos ya era el gran personaje de sus propias hazañas.

Para lo que ocupa decir aquí, mis últimos vaivenes a la Plaza de Armas, a punto de partir hacia la isla de Montreal, trajeron angustias de doble filo. No sólo debía separarme de mis automatismos tropicales, de los bares de sonreír palabras o de los parques de llegar tarde a los sudores; por añadidura, debía elegir un par de títulos, no sé, quizás tres autores que, en caso de urgencia, pudieran servir de refugio durante los contratiempos venideros. Al final, fueron cuatro los ejemplares escondidos entre los escasos pertrechos de mi viaje hacia otras formas de vivir el mes de marzo…

Antes que nada, la primera parte del “Quijote” —sólo la primera, pues la otra esperaba hacérmela venir algún día—. En Canadá no debía faltarme jamás la fe ciega en san Cervantes, esto es, mi confianza en la religión de los sueños olvidados. Sí, necesitaba tener a la mano ese capítulo, el de la “Edad dorada”, cuando el caballero de la triste figura, con unos tragos de más entre pecho y espalda, evocaba ciudades ideales, voces y avenidas que, al ignorar aún la experiencia del “mío” y del “tuyo”, vivían condenadas al feliz lenguaje de lo “nuestro”, y “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia…”.

Aquel primer ejemplar lo enlacé a “El amor en los tiempos del cólera”, con una dedicatoria familiar entre las guardas. Aunque no me apetecía releerlo en lo inmediato, tampoco quería olvidar aquella Navidad de mi adolescencia en la calle Colón, cuando todos en casa fuimos obsequiados con títulos de Gabo; según recuerdo, mis hermanos mayores recorrieron con sorpresas idénticas las portadas de “Cien años de soledad” y “El otoño del patriarca”, y, mientras desempolvo la memoria de aquel diciembre, también una edición de bolsillo de “La hojarasca”. Tras la forma evidente de las envolturas, para mí estuvieron reservadas las páginas de aquel amor fundamental hecho de cuanta paciencia –paciencia digna de una novela, por supuesto—, cuando el perseverante doctor Juventino Ariza supo esperar hasta la muerte a la tres veces bella Fermina Daza en una ciudad tan paralela a Cartagena de Indias, o, por qué no, en una vida tan parecida a las arenas de Miramar.

La tercera elección fue una gastada antología poética de Jaime Sabines. Meses atrás se la había robado a Hugo, qué gran amigo, allá, durante mi difícil paso por California; dicho volumen, editado por el Fondo de Cultura, fue una opción muy natural, pues desde aquel despojo había asumido ya su oficio de lectura migratoria —o de texto idóneo para los alejamientos—. Aunque nadie se transforma por completo en extranjero de su calle natal, en mis recorridos por Sabines reconozco hasta hoy las mejores estrategias para regresar al maíz de cualquier suspiro con la mexicana transparencia de aquellas imágenes: “siete caídas sufrió el elote de mi mano antes de que mi hambre lo encontrara”… De mis primeras andanzas entre las aceras de la escarcha, deambulando por las nuevas formas del ser y del vestir, primerizo de idiomas y de bufandas en la isla de Montreal, recuerdo la seguridad que me proyectaban aquellas poesías: “un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para ser rico sin que nadie lo sepa…”. A su manera, Sabines convierte al desterrado nacional en un ciudadano mucho más contundente de sus propias esperanzas, ¿no es cierto?

El cuarto y último fue un libro autografiado de Gloria Gómez Guzmán. A todas luces, en ese ejemplar se concentraban los tres anteriores, pues poseía las aconsejables locuras de Cervantes, las filosofías tropicales de García Márquez, y, asimismo, los verbos más nacionales de Jaime Sabines. Sin embargo, aquel “libro de libros” emergió de mi exiguo equipaje para ofrecerme algo más que un refugio ocasional durante las nostalgias del Golfo de México. En efecto, mucho antes de que los bulevares del hielo se convirtieran en vigencia de extrañezas y en eternidad hecha de abrigos, y por uno de esos rarísimos azares presentes en la pronunciación de cualquier destino, supe que aquellos poemas de Gloria me habían enseñado a nombrar “este baño de realidad helada”, este viacrucis impuesto por la isla de Montreal en el frío amanecer de todas las miradas.

En ese inesperado tránsito de lo porteño a lo boreal —o de lo metafórico a lo concreto—, y siempre muy a su manera, aquel libro de Gloria no solo anunciaba desarraigos. Sobre todo y ante todo, contenía la novedad anticipada de saber que en cada palabra tampiqueña bien escrita aprendemos a leer que ya hemos vuelto.

Uno toma la decisión, y entonces los libros elegidos definen —casi de inmediato— el color de nuestros viajes.

Hay literaturas para todos los equipajes… Están las novelas azarosas, ideales para los desplazamientos difíciles, o cuentos cuyas brevedades anuncian ya las urgencias del retorno; para ocultar nuestro miedo a los aviones, a veces optamos por un poco de ciencia ficción, y en no pocas ocasiones quisiéramos llevar con nosotros algún poemario para descifrar la sinrazón de las ausencias. También están, y quién lo duda, los libros de falsa compañía, esas portadas de moda que, sin pretenderlo, informan en silencio del fastidio ante las visitas obligadas a parientes de otros mundos.

Además, en la elección del título está implícita nuestra “(in)disposición” a las travesías. Hoy sabemos, por ejemplo, que Colón navegaba con libros de viajes en sus baúles, que Alejandro Magno se hacía leer cantos épicos durante sus campañas y que Bolívar conocía al dedillo la obra de Julio César; como puede inferirse, cada uno de ellos sentía una gran necesidad de nutrir con mitos y leyendas la certeza del triunfo y la convicción del regreso. Dicho de otro modo, no eran viajeros en busca de distracciones, sino literatura viviente, almas que al abrir la página sabían reconocerse en la realidad de cada palabra —diríase que mucho antes de irrumpir en nuestros libros de historia, cada uno de ellos ya era el gran personaje de sus propias hazañas.

Para lo que ocupa decir aquí, mis últimos vaivenes a la Plaza de Armas, a punto de partir hacia la isla de Montreal, trajeron angustias de doble filo. No sólo debía separarme de mis automatismos tropicales, de los bares de sonreír palabras o de los parques de llegar tarde a los sudores; por añadidura, debía elegir un par de títulos, no sé, quizás tres autores que, en caso de urgencia, pudieran servir de refugio durante los contratiempos venideros. Al final, fueron cuatro los ejemplares escondidos entre los escasos pertrechos de mi viaje hacia otras formas de vivir el mes de marzo…

Antes que nada, la primera parte del “Quijote” —sólo la primera, pues la otra esperaba hacérmela venir algún día—. En Canadá no debía faltarme jamás la fe ciega en san Cervantes, esto es, mi confianza en la religión de los sueños olvidados. Sí, necesitaba tener a la mano ese capítulo, el de la “Edad dorada”, cuando el caballero de la triste figura, con unos tragos de más entre pecho y espalda, evocaba ciudades ideales, voces y avenidas que, al ignorar aún la experiencia del “mío” y del “tuyo”, vivían condenadas al feliz lenguaje de lo “nuestro”, y “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia…”.

Aquel primer ejemplar lo enlacé a “El amor en los tiempos del cólera”, con una dedicatoria familiar entre las guardas. Aunque no me apetecía releerlo en lo inmediato, tampoco quería olvidar aquella Navidad de mi adolescencia en la calle Colón, cuando todos en casa fuimos obsequiados con títulos de Gabo; según recuerdo, mis hermanos mayores recorrieron con sorpresas idénticas las portadas de “Cien años de soledad” y “El otoño del patriarca”, y, mientras desempolvo la memoria de aquel diciembre, también una edición de bolsillo de “La hojarasca”. Tras la forma evidente de las envolturas, para mí estuvieron reservadas las páginas de aquel amor fundamental hecho de cuanta paciencia –paciencia digna de una novela, por supuesto—, cuando el perseverante doctor Juventino Ariza supo esperar hasta la muerte a la tres veces bella Fermina Daza en una ciudad tan paralela a Cartagena de Indias, o, por qué no, en una vida tan parecida a las arenas de Miramar.

La tercera elección fue una gastada antología poética de Jaime Sabines. Meses atrás se la había robado a Hugo, qué gran amigo, allá, durante mi difícil paso por California; dicho volumen, editado por el Fondo de Cultura, fue una opción muy natural, pues desde aquel despojo había asumido ya su oficio de lectura migratoria —o de texto idóneo para los alejamientos—. Aunque nadie se transforma por completo en extranjero de su calle natal, en mis recorridos por Sabines reconozco hasta hoy las mejores estrategias para regresar al maíz de cualquier suspiro con la mexicana transparencia de aquellas imágenes: “siete caídas sufrió el elote de mi mano antes de que mi hambre lo encontrara”… De mis primeras andanzas entre las aceras de la escarcha, deambulando por las nuevas formas del ser y del vestir, primerizo de idiomas y de bufandas en la isla de Montreal, recuerdo la seguridad que me proyectaban aquellas poesías: “un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para ser rico sin que nadie lo sepa…”. A su manera, Sabines convierte al desterrado nacional en un ciudadano mucho más contundente de sus propias esperanzas, ¿no es cierto?

El cuarto y último fue un libro autografiado de Gloria Gómez Guzmán. A todas luces, en ese ejemplar se concentraban los tres anteriores, pues poseía las aconsejables locuras de Cervantes, las filosofías tropicales de García Márquez, y, asimismo, los verbos más nacionales de Jaime Sabines. Sin embargo, aquel “libro de libros” emergió de mi exiguo equipaje para ofrecerme algo más que un refugio ocasional durante las nostalgias del Golfo de México. En efecto, mucho antes de que los bulevares del hielo se convirtieran en vigencia de extrañezas y en eternidad hecha de abrigos, y por uno de esos rarísimos azares presentes en la pronunciación de cualquier destino, supe que aquellos poemas de Gloria me habían enseñado a nombrar “este baño de realidad helada”, este viacrucis impuesto por la isla de Montreal en el frío amanecer de todas las miradas.

En ese inesperado tránsito de lo porteño a lo boreal —o de lo metafórico a lo concreto—, y siempre muy a su manera, aquel libro de Gloria no solo anunciaba desarraigos. Sobre todo y ante todo, contenía la novedad anticipada de saber que en cada palabra tampiqueña bien escrita aprendemos a leer que ya hemos vuelto.