/ miércoles 27 de julio de 2022

Autorretratos de hielo | Los adioses repetidos de África

Al llegar al Polo Norte, el primer togolés que conocí se llamaba Gumegu, cuando salgo de la biblioteca del barrio y hay una exposición que duele sobre migrantes africanos. Fotografías enormes, tragedias a todo color, melancolías en tamaño casi natural que se dirigen a Europa, sobre todo a las costas italianas, y en cada uno de ellos pueden reconocerse los gestos de los héroes olvidados, también llegan a España a bordo de balsas y pateras —vaya uno a saber desde qué países remotos—. Sobrevivientes de odiseas ignoradas, las leyendas que acompañan las imágenes hablan de miles de muertes anónimas cada año; aunque él se llamaba Gumegu, debo repetirlo para recordarlo mejor, aquí mismo, no sé por qué…: fue el primer togolés que cruzó por mis desarraigos al llegar al Polo Norte.

La exposición abre con Mubarak, nativo de Sudán, un rostro sin tiempo, como de niño envejecido. Es muy joven, ronda los veinte años, y lo ha sufrido todo: explotación y abandono, y sentado sobre una alfombra mira hacia mí a través de la cámara que lo captura mientras dos hombres a sus espaldas informan sobre la vida en un campo de refugiados allá en Túnez. Y porque la memoria está hecha de tropiezos, de inmediato evoco a don Mario, hombre de apellidos jamaicanos que coloreaba la calle Colón con su piel oscura y unas canas muy respetables. Sabía caminar con ritmos caribeños por el sol de nuestras banquetas, buena gente, así era don Mario, y sus hijos fueron grandes amigos de adolescencia que vivieron su propia herencia de peregrinajes —como Mubarak—, y cruzaron el río Bravo sin papeles, y terminaron en Salt Lake City y en Los Ángeles, y nunca pudieron detenerse, ellos tampoco, y mil veces nos hemos prometido regresar al baloncesto de nuestras carcajadas en la nostalgia del parque Méndez.

Ibrahim viene de Sierra Leona en la segunda fotografía, tiene 23 años, y a bordo de camiones interminables quería llegar a Occidente para ser futbolista. Y de nueva cuenta la memoria me lleva a la primera vez que vi a un jugador de raíces africanas, cuando el Estadio Tamaulipas reabrió sus puertas después de muchas soledades y al Golfo de México llegó un defensa central nacido en Montevideo —se apellidaba Esquivel…, creo…, no estoy seguro—. Como venido de otro planeta, en los viajes ocultos de su piel negra vivía un alma de azares concentrados, estoy seguro, y al año siguiente se fue para siempre —Hugo Enrique Esquivel, así se llamaba— porque él también era un hijo de los éxodos y de las trashumancias. Por lo demás, en los corredores de la biblioteca del barrio, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, los labios de Ibrahim rezuman reproches, ¿contra quién?, no lo sé, acaso contra los que hemos naturalizado sus dolores en cualquiera de nuestras rutinas.

La última imagen es la de Fatoumata, de Gambia, 18 años de edad. Está sentada en una vieja llanta colgada de un árbol, falda turquesa, blusa tenue, sandalias efímeras y una pañoleta malva que quizás informa sobre su confesión religiosa. Destaca esa mirada perdida en un horizonte sin tiempo mientras sus ojos serenos llegan a todos los rincones de la biblioteca —casi vacía a estas horas del verano—: es una mujer a prueba de tristezas, un rostro capaz de recorrer todos los kilómetros necesarios para llegar a Marruecos antes de entregarse al mar Mediterráneo en la última jugada de dados de su destino. Parece detenida en esa lámina. Inocente de todos los castigos recibidos, Fatoumata impide las conmiseraciones, y enseguida pienso que, desde Adán y Eva, todos y cada uno de nuestros destierros son explicados en claves de culpa, vaya uno a saber por qué.

Ah, sí, la historia de Gumegu… Fue el primer togolés que conocí poco después de migrar al Polo Norte. De hecho, nunca más he conocido a nadie de aquel país en la isla de Montreal: trabajábamos en un almacén de chinos, todo por un dólar, y él había llegado a Canadá con visado estudiantil y más tarde solicitó la residencia permanente; fueron muchos los años de acercarse al Ministerio de Migración hasta que se enamoró de una mujer del invierno, Elizabeth, y juraba y me perjuraba que la quería como sólo saben hacerlo los africanos, y yo se lo creía todo, claro que sí, Gumegu… Al final, su matrimonio intercultural —acá las llaman “parejas interraciales”, aunque algo tiene dicho término de abstracción sociológica y otro poco de eufemismo discriminatorio, ¿no es cierto?— terminó por hacer de él un ciudadano con todas las de la ley en la ciudad nórdica.

Las anécdotas de su infancia sucedían siempre cerca de Lomé, la capital de aquel país. Hablaba en francés de su dificultad para entender el paso del tiempo en las sociedades industriales: no, él nunca fue bueno para descifrar relojes rumbo a la escuela del pueblo, porque los caminos siempre serán caminos, porque el sol siempre será luz del sol, y nada más, y le gustaba leer, muchísimo, y junto a él escuché hablar del senegalés Léopold Sédar Senghor, de su poesía y de su compromiso con la negritud, y a menudo también parafraseaba los ensayos del keniano Ngugi Wa Thiong’o en “Descolonizar la mente” —¿cómo es posible que 300,000 islandeses sean una nación y que 40 millones de yorubas sean considerados seres tribales?, me decía—. Conocía varias lenguas nativas, el kabiyé y alguna otra que ya no recuerdo, y muchas veces le hablé de Tampico, un puerto de altura emparentado con los sueños y con los ciclones, y él me escuchaba con curiosidad cuando, al concluir ahora mismo la última columna de julio, hoy sé que para Gumegu e Ibrahim, para Hugo Enrique Esquivel y Fatoumata, para Mubarak y los hijos de don Mario, sí, para todos ellos, cualquier playa representa un lugar de refugios posibles, o tan sólo el sitio ideal para continuar repitiéndose de adioses...

Está sentada en una vieja llanta colgada de un árbol, falda turquesa, blusa tenue, sandalias efímeras y una pañoleta malva que quizás informa sobre su confesión religiosa.

Al llegar al Polo Norte, el primer togolés que conocí se llamaba Gumegu, cuando salgo de la biblioteca del barrio y hay una exposición que duele sobre migrantes africanos. Fotografías enormes, tragedias a todo color, melancolías en tamaño casi natural que se dirigen a Europa, sobre todo a las costas italianas, y en cada uno de ellos pueden reconocerse los gestos de los héroes olvidados, también llegan a España a bordo de balsas y pateras —vaya uno a saber desde qué países remotos—. Sobrevivientes de odiseas ignoradas, las leyendas que acompañan las imágenes hablan de miles de muertes anónimas cada año; aunque él se llamaba Gumegu, debo repetirlo para recordarlo mejor, aquí mismo, no sé por qué…: fue el primer togolés que cruzó por mis desarraigos al llegar al Polo Norte.

La exposición abre con Mubarak, nativo de Sudán, un rostro sin tiempo, como de niño envejecido. Es muy joven, ronda los veinte años, y lo ha sufrido todo: explotación y abandono, y sentado sobre una alfombra mira hacia mí a través de la cámara que lo captura mientras dos hombres a sus espaldas informan sobre la vida en un campo de refugiados allá en Túnez. Y porque la memoria está hecha de tropiezos, de inmediato evoco a don Mario, hombre de apellidos jamaicanos que coloreaba la calle Colón con su piel oscura y unas canas muy respetables. Sabía caminar con ritmos caribeños por el sol de nuestras banquetas, buena gente, así era don Mario, y sus hijos fueron grandes amigos de adolescencia que vivieron su propia herencia de peregrinajes —como Mubarak—, y cruzaron el río Bravo sin papeles, y terminaron en Salt Lake City y en Los Ángeles, y nunca pudieron detenerse, ellos tampoco, y mil veces nos hemos prometido regresar al baloncesto de nuestras carcajadas en la nostalgia del parque Méndez.

Ibrahim viene de Sierra Leona en la segunda fotografía, tiene 23 años, y a bordo de camiones interminables quería llegar a Occidente para ser futbolista. Y de nueva cuenta la memoria me lleva a la primera vez que vi a un jugador de raíces africanas, cuando el Estadio Tamaulipas reabrió sus puertas después de muchas soledades y al Golfo de México llegó un defensa central nacido en Montevideo —se apellidaba Esquivel…, creo…, no estoy seguro—. Como venido de otro planeta, en los viajes ocultos de su piel negra vivía un alma de azares concentrados, estoy seguro, y al año siguiente se fue para siempre —Hugo Enrique Esquivel, así se llamaba— porque él también era un hijo de los éxodos y de las trashumancias. Por lo demás, en los corredores de la biblioteca del barrio, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, los labios de Ibrahim rezuman reproches, ¿contra quién?, no lo sé, acaso contra los que hemos naturalizado sus dolores en cualquiera de nuestras rutinas.

La última imagen es la de Fatoumata, de Gambia, 18 años de edad. Está sentada en una vieja llanta colgada de un árbol, falda turquesa, blusa tenue, sandalias efímeras y una pañoleta malva que quizás informa sobre su confesión religiosa. Destaca esa mirada perdida en un horizonte sin tiempo mientras sus ojos serenos llegan a todos los rincones de la biblioteca —casi vacía a estas horas del verano—: es una mujer a prueba de tristezas, un rostro capaz de recorrer todos los kilómetros necesarios para llegar a Marruecos antes de entregarse al mar Mediterráneo en la última jugada de dados de su destino. Parece detenida en esa lámina. Inocente de todos los castigos recibidos, Fatoumata impide las conmiseraciones, y enseguida pienso que, desde Adán y Eva, todos y cada uno de nuestros destierros son explicados en claves de culpa, vaya uno a saber por qué.

Ah, sí, la historia de Gumegu… Fue el primer togolés que conocí poco después de migrar al Polo Norte. De hecho, nunca más he conocido a nadie de aquel país en la isla de Montreal: trabajábamos en un almacén de chinos, todo por un dólar, y él había llegado a Canadá con visado estudiantil y más tarde solicitó la residencia permanente; fueron muchos los años de acercarse al Ministerio de Migración hasta que se enamoró de una mujer del invierno, Elizabeth, y juraba y me perjuraba que la quería como sólo saben hacerlo los africanos, y yo se lo creía todo, claro que sí, Gumegu… Al final, su matrimonio intercultural —acá las llaman “parejas interraciales”, aunque algo tiene dicho término de abstracción sociológica y otro poco de eufemismo discriminatorio, ¿no es cierto?— terminó por hacer de él un ciudadano con todas las de la ley en la ciudad nórdica.

Las anécdotas de su infancia sucedían siempre cerca de Lomé, la capital de aquel país. Hablaba en francés de su dificultad para entender el paso del tiempo en las sociedades industriales: no, él nunca fue bueno para descifrar relojes rumbo a la escuela del pueblo, porque los caminos siempre serán caminos, porque el sol siempre será luz del sol, y nada más, y le gustaba leer, muchísimo, y junto a él escuché hablar del senegalés Léopold Sédar Senghor, de su poesía y de su compromiso con la negritud, y a menudo también parafraseaba los ensayos del keniano Ngugi Wa Thiong’o en “Descolonizar la mente” —¿cómo es posible que 300,000 islandeses sean una nación y que 40 millones de yorubas sean considerados seres tribales?, me decía—. Conocía varias lenguas nativas, el kabiyé y alguna otra que ya no recuerdo, y muchas veces le hablé de Tampico, un puerto de altura emparentado con los sueños y con los ciclones, y él me escuchaba con curiosidad cuando, al concluir ahora mismo la última columna de julio, hoy sé que para Gumegu e Ibrahim, para Hugo Enrique Esquivel y Fatoumata, para Mubarak y los hijos de don Mario, sí, para todos ellos, cualquier playa representa un lugar de refugios posibles, o tan sólo el sitio ideal para continuar repitiéndose de adioses...

Está sentada en una vieja llanta colgada de un árbol, falda turquesa, blusa tenue, sandalias efímeras y una pañoleta malva que quizás informa sobre su confesión religiosa.