/ miércoles 27 de abril de 2022

Autorretratos de hielo | Los bares primerizos

Recuerdo, sobremanera, las canciones. Llegaban de muy lejos. Desde la nostalgia, tal vez, o desde la esperanza, y al pasar frente a la puerta del primer bar de mi infancia, esas tonadas informaban que nosotros nunca llegaríamos a tiempo a la edad que nos permitiese descubrir el interior de aquel mundo. Así era la Canseco, casi esquina con la calle Tamaulipas.

Además, fue allí donde aprendí a nombrar instrumentos maravillosos. El “tololoche”, por ejemplo, una especie de contrabajo, enorme, tenía cuatro cuerdas, se lo echaban a la espalda, parecía un ataúd de madera, cuando aquellos cantores atravesaban el sol de nuestras banquetas rumbo a esas puertas tan prohibidas que, con sus dos alas de mariposa, se abrían y se cerraban con chillido de bisagras, como en el lejano Oeste. Nunca supimos por qué siempre era el más bajito quien lo cargaba, y días hubo en que aquellos músicos nos puntearon alguna tonadilla con sus requintos mientras todos ellos, sombrero de palma y camisas de huesito en los ojales, nos miraban cansados, arrastraban melancolía, a mí y a mi hermano mayor, también a José Ignacio y a Juan Martín, hijos de los españoles del cuarto piso. A veces nos preguntaban el nombre y nos daba miedo, aunque después nos dejaban pulsar el acordeón, porque también fue allí, del otro lado de dichos umbrales, donde aprendimos a clasificarlos: los había con botones, otros tenían teclados, como pequeños pianos portátiles, y ese era el “fuelle”, esto otro la “caja armónica”, y todo era descubrir mundo durante mi primera memoria de las cantinas tampiqueñas.

Se llamaba así, bar “Los Pescadores”. Antes de desaparecer de nuestra cuadra lo mudaron a la calle Obregón, y a veces aún evoco ese tintineo de botellas, porque ya es abril en la isla de Montreal y más temprano que tarde volveremos a las terrazas a cielo abierto, por fin… Sí, ya regreso al tema de “Los Pescadores”: era tan singular el eco de aquel tiempo subiendo con sus brindis al tercer piso del edificio, y porque Tampico siempre fue un lugar de mucho calor, por las mañanas un camión desvencijado entregaba unas barras de hielo así de grandes y así de curiosas —“La Libertad”, se leía en las portezuelas, aunque ahora mismo ya no estoy tan seguro—; de cofre oxidado y guardabarros rojísimos, modelo llegado de los años cincuenta, transportaban bloques de un blanco casi transparente, resbaladizos y rectangulares. Desnudos hasta la cintura y con rostro de resignación, los repartidores bajaban armados con garfios, unas tenazas de dar miedo, y ninguno de nosotros entendía por qué los lingotes congelados podían sobrevivir sin derretirse en el clima del Golfo de México. Y esa es la segunda imagen que asocio a mis bares iniciáticos: la escarcha de aquellos ladrillos resistiendo el sol de las diez de la mañana.

Muchas cosas se movieron de lugar cuando la familia emigró hacia la calle Colón. Allí, en una mesa tranquila de la zona centro, debuté en mi primera jornada de cantinas acompañadas: se llamaba “La Primavera”, y resultaba entrañable observar que el camarero ya nos atribuía semblantes de vejez suficiente, a mí y a los demás héroes del parque Méndez, cuando un buen día comenzó a recibirnos de otro modo, ¿lo de siempre, jóvenes?, y tú sí sabes, hermano, y qué amable, y muchas gracias… Bastaba sentarse, y más antes que después llegarían a nuestras manos las marcas de costumbre para confirmar que ya no éramos clandestinos de nada, ni de la edad que sí teníamos, ni de las discusiones sobre algún fraude electoral, ni de nuestro gusto incipiente por el ron jamaicano, y mucho menos de los primeros despeñaderos en la historia de nuestros amoríos.

Sobre la calle Sor Juana, dichas evocaciones le dieron un sitio de privilegio al bar “Los Molinos”. Detrás de una barra en forma de ele siempre aparecía Benito, el cantinero, muy barbón, inventor de apodos insólitos, conocedor de cocteles imposibles, cocinero de milanesas trascendentales, y, por añadidura, solidario de nuestros ocasionales desconsuelos. Aquellos jueves en “Los Molinos” eran una orilla segura, ¿cómo decirlo?, un refugio de fraternidades comprobadas. La memoria mayor de aquel bar se produjo el día en que sorprendí a otro de los meseros, bajito, sonrisa escondida, se llamaba Pepe, guayabera impecable, hablando un francés sin sombra de duda en aquel teléfono incrustado con ciencia en la pared de espejos que daba al sitio un aspecto de taberna infinita. Casado con una belga, había vivido largos años en Lieja, ciudad de mostos irrepetibles —así decía—, y también dominaba el inglés, ¡y además chapurreaba el neerlandés! Con espíritu políglota y mirada bromista, corregía mis pronunciaciones mientras compartía unos trucos de dicción que más tarde yo ponía en práctica durante mis clases de lengua, en la colonia Campbell.

Y, en fin, todo esto cobra mayor sentido porque la semana pasada regresé al bar “Cherrier”. Sobre la avenida Saint-Denis, en la tan multicultural isla de Montreal, fue allí donde bebí la primera cerveza de mis desarraigos, hace tantos, tantísimos años ya. Como en un festejo interior, celebré que la cantina siguiese operando después de tanto tiempo —sobre todo, después de la pandemia—. Con sus muros de ladrillo expuesto, dos billares al fondo, pantallas gigantes en los ángulos del techo, mesas de madera sólida y pisos de lo mismo, el lugar conserva su aspecto encantador, como de momento idóneo para las divagaciones frente a las vidrieras gigantes donde me senté a ver pasar gente sobre las aceras. Mientras la mesera me aconsejaba una pinta de “Laurentides”, la especialidad de la casa, comencé a tomar todas estas notas sobre la forma en que mis bares de novato me prepararon para recordar tantas cosas: las músicas del río Pánuco, el hielo del trópico, los amigos ausentes. En especial, me prepararon para entender que a la mitad de cualquier rutina siempre hay alguien que ha regresado de algún destierro, alguien como Pepe, era increíble, capaz de muchas lenguas y sabiondo de las mejores cervezas del mundo…

Mientras la mesera me aconsejaba una pinta de “Laurentides”, la especialidad de la casa, comencé a tomar todas estas notas sobre la forma en que mis bares de novato me prepararon para recordar tantas cosas: las músicas del río Pánuco, el hielo del trópico, los amigos ausentes.


Recuerdo, sobremanera, las canciones. Llegaban de muy lejos. Desde la nostalgia, tal vez, o desde la esperanza, y al pasar frente a la puerta del primer bar de mi infancia, esas tonadas informaban que nosotros nunca llegaríamos a tiempo a la edad que nos permitiese descubrir el interior de aquel mundo. Así era la Canseco, casi esquina con la calle Tamaulipas.

Además, fue allí donde aprendí a nombrar instrumentos maravillosos. El “tololoche”, por ejemplo, una especie de contrabajo, enorme, tenía cuatro cuerdas, se lo echaban a la espalda, parecía un ataúd de madera, cuando aquellos cantores atravesaban el sol de nuestras banquetas rumbo a esas puertas tan prohibidas que, con sus dos alas de mariposa, se abrían y se cerraban con chillido de bisagras, como en el lejano Oeste. Nunca supimos por qué siempre era el más bajito quien lo cargaba, y días hubo en que aquellos músicos nos puntearon alguna tonadilla con sus requintos mientras todos ellos, sombrero de palma y camisas de huesito en los ojales, nos miraban cansados, arrastraban melancolía, a mí y a mi hermano mayor, también a José Ignacio y a Juan Martín, hijos de los españoles del cuarto piso. A veces nos preguntaban el nombre y nos daba miedo, aunque después nos dejaban pulsar el acordeón, porque también fue allí, del otro lado de dichos umbrales, donde aprendimos a clasificarlos: los había con botones, otros tenían teclados, como pequeños pianos portátiles, y ese era el “fuelle”, esto otro la “caja armónica”, y todo era descubrir mundo durante mi primera memoria de las cantinas tampiqueñas.

Se llamaba así, bar “Los Pescadores”. Antes de desaparecer de nuestra cuadra lo mudaron a la calle Obregón, y a veces aún evoco ese tintineo de botellas, porque ya es abril en la isla de Montreal y más temprano que tarde volveremos a las terrazas a cielo abierto, por fin… Sí, ya regreso al tema de “Los Pescadores”: era tan singular el eco de aquel tiempo subiendo con sus brindis al tercer piso del edificio, y porque Tampico siempre fue un lugar de mucho calor, por las mañanas un camión desvencijado entregaba unas barras de hielo así de grandes y así de curiosas —“La Libertad”, se leía en las portezuelas, aunque ahora mismo ya no estoy tan seguro—; de cofre oxidado y guardabarros rojísimos, modelo llegado de los años cincuenta, transportaban bloques de un blanco casi transparente, resbaladizos y rectangulares. Desnudos hasta la cintura y con rostro de resignación, los repartidores bajaban armados con garfios, unas tenazas de dar miedo, y ninguno de nosotros entendía por qué los lingotes congelados podían sobrevivir sin derretirse en el clima del Golfo de México. Y esa es la segunda imagen que asocio a mis bares iniciáticos: la escarcha de aquellos ladrillos resistiendo el sol de las diez de la mañana.

Muchas cosas se movieron de lugar cuando la familia emigró hacia la calle Colón. Allí, en una mesa tranquila de la zona centro, debuté en mi primera jornada de cantinas acompañadas: se llamaba “La Primavera”, y resultaba entrañable observar que el camarero ya nos atribuía semblantes de vejez suficiente, a mí y a los demás héroes del parque Méndez, cuando un buen día comenzó a recibirnos de otro modo, ¿lo de siempre, jóvenes?, y tú sí sabes, hermano, y qué amable, y muchas gracias… Bastaba sentarse, y más antes que después llegarían a nuestras manos las marcas de costumbre para confirmar que ya no éramos clandestinos de nada, ni de la edad que sí teníamos, ni de las discusiones sobre algún fraude electoral, ni de nuestro gusto incipiente por el ron jamaicano, y mucho menos de los primeros despeñaderos en la historia de nuestros amoríos.

Sobre la calle Sor Juana, dichas evocaciones le dieron un sitio de privilegio al bar “Los Molinos”. Detrás de una barra en forma de ele siempre aparecía Benito, el cantinero, muy barbón, inventor de apodos insólitos, conocedor de cocteles imposibles, cocinero de milanesas trascendentales, y, por añadidura, solidario de nuestros ocasionales desconsuelos. Aquellos jueves en “Los Molinos” eran una orilla segura, ¿cómo decirlo?, un refugio de fraternidades comprobadas. La memoria mayor de aquel bar se produjo el día en que sorprendí a otro de los meseros, bajito, sonrisa escondida, se llamaba Pepe, guayabera impecable, hablando un francés sin sombra de duda en aquel teléfono incrustado con ciencia en la pared de espejos que daba al sitio un aspecto de taberna infinita. Casado con una belga, había vivido largos años en Lieja, ciudad de mostos irrepetibles —así decía—, y también dominaba el inglés, ¡y además chapurreaba el neerlandés! Con espíritu políglota y mirada bromista, corregía mis pronunciaciones mientras compartía unos trucos de dicción que más tarde yo ponía en práctica durante mis clases de lengua, en la colonia Campbell.

Y, en fin, todo esto cobra mayor sentido porque la semana pasada regresé al bar “Cherrier”. Sobre la avenida Saint-Denis, en la tan multicultural isla de Montreal, fue allí donde bebí la primera cerveza de mis desarraigos, hace tantos, tantísimos años ya. Como en un festejo interior, celebré que la cantina siguiese operando después de tanto tiempo —sobre todo, después de la pandemia—. Con sus muros de ladrillo expuesto, dos billares al fondo, pantallas gigantes en los ángulos del techo, mesas de madera sólida y pisos de lo mismo, el lugar conserva su aspecto encantador, como de momento idóneo para las divagaciones frente a las vidrieras gigantes donde me senté a ver pasar gente sobre las aceras. Mientras la mesera me aconsejaba una pinta de “Laurentides”, la especialidad de la casa, comencé a tomar todas estas notas sobre la forma en que mis bares de novato me prepararon para recordar tantas cosas: las músicas del río Pánuco, el hielo del trópico, los amigos ausentes. En especial, me prepararon para entender que a la mitad de cualquier rutina siempre hay alguien que ha regresado de algún destierro, alguien como Pepe, era increíble, capaz de muchas lenguas y sabiondo de las mejores cervezas del mundo…

Mientras la mesera me aconsejaba una pinta de “Laurentides”, la especialidad de la casa, comencé a tomar todas estas notas sobre la forma en que mis bares de novato me prepararon para recordar tantas cosas: las músicas del río Pánuco, el hielo del trópico, los amigos ausentes.