/ miércoles 17 de agosto de 2022

Autorretratos de hielo | Los cinco azares de la señora Delmira

Para hablar de doña Delmira es necesario hacer el recuento de los azares que la retuvieron en la isla de Montreal. La vida del transterrado es así: un destino hecho de coincidencias, una vida propicia para las casualidades, una mirada siempre abierta a las sincronías y a las concomitancias —perdón por el cultismo, y ya, ya entro en materia…

Llegó a Canadá con una visa de turista, acompañada de varias amigas, casi todas bogotanas. Sin duda, ese fue el primero de los rarísimos azares que la plantaron en el Polo Norte, porque fueron ellas quienes pagaron aquel viaje tan soñado. Tendría cincuenta y un años, o más o menos, cuando en Colombia la vida era muy difícil y doña Delmira era madre de dos adolescentes, casi jóvenes, y entonces corrió el riesgo de ya no volver a casa. En aquella época no era extraño escuchar de padres o de madres que huían de un mundo resquebrajado, y toda una generación de colombianos creció al amparo de familias ampliadas, es decir, al cuidado de las abuelas, y a menudo también de tías con alma solidaria.

Segundo azar... Se levantó tarde y supo que perdería el vuelo de regreso, de Montreal a Bogotá. Comenzó a pensarlo y lo decidió en un santiamén: permanecer en estos andurriales del hielo, en una ciudad donde había trabajo y paz social, y en ese hotel del viejo puerto la trataron mal, querían cobrarle lo que no era, habrase visto, y la señora Delmira nació en Circasia, departamento del Quindío, en la magia quebrada de un país en conflicto. Era muy pequeña cuando la familia se mudó a la capital para continuar sus estudios, ella y sus ocho hermanas, sólo mujeres hubo en la familia, increíble, y en la universidad se graduó con diplomas importantes, aunque nunca habla de ello, acaso porque los destierros transforman a cualquiera en un ser de horizontes igualitarios, ¿cómo decirlo?, en un espejo donde todos los rostros comparten apellido y donde todos los pasaportes contienen la misma esperanza. Pero mejor no romantizar demasiado, y seguir adelante.

El tercer azar es muy extraño… Ese mismo día, al perder el avión, eligió una salida del Metro, la que fuera, o aquella cuyos letreros sugiriesen refugio. Descendió en la estación de Guy-Concordia como a las nueve de la mañana de aquel año, 1992, y era verano, menos mal, un día sin escarchas y sin carámbanos, aunque también es cierto que Bogotá tiene un clima que impone las mangas largas. Arraigarse allí, en esa boca del subterráneo, fue la decisión más “verraca” de su destino —ella jamás ha dejado de ser sus voces natales: “verraca” en vez de valiente, o “verraca” por audaz y temeraria—, y sentada en los escalones de aquel domingo, con su equipaje de mujer recién llegada al exilio, a su lado pasó un señor de ojos atentos, un español nacido en Navalcarnero, suburbio de Madrid, migrante de larga data, un hombre bueno sin lugar a dudas, y doña Delmira habla con dolor de haber olvidado su nombre, ni modo, porque tres décadas se han ido ya desde aquel día en la estación del metro.

El siguiente azar quiere armonizarse con los anteriores… Aunque ya lo he dicho en otros miércoles, nada impide recordar aquí la forma más hispana de hablar con la mirada, cuando el silencio de los ojos que somos trasluce con elocuencia el acento de nuestros países —también los signos verbales del río Pánuco, por supuesto—, y se saludaron con amabilidad al reconocerse entre los gestos de un idioma común, y después de que doña Delmira descifrase los dejes castellanos de aquel hombre, compartieron el desa-yuno en los cafés del sector. Colombia vivía muchas crisis sociales y ella temía por su hijo mayor, en un par de años lo llamarían a filas, en la familia todos lo sabían, porque su historia no sería la excepción en un país de guerras heredadas.

Y aquel hombre, ¿cómo se llamaba?, le abrió las puertas de su casa, un día o una eternidad, el tiempo que fuese necesario, acaso porque los desarraigos también nos transforman en peritos de la generosidad o en maestros de la buena compañía, y él era entrenador deportivo, su esposa era latinoamericana, y, como siempre desde hace varios párrafos, mire usted, qué casualidad.

Quinto azar… Aquel hombre la puso en contacto con las oficinas de asistencia para mujeres maltratadas. No era su caso, claro que no, pero la recibieron con dignidad, y él le sirvió de traductor, ¿cómo diablos se llamaba?, y la hospedaron en un albergue donde comenzó el camino jurídico del asilo: certificación de documentos, tramitación de solicitudes, abogados voluntarios —los llamados “pro bono”—, y más tarde las asociaciones de migrantes y otros organismos comunitarios. Once meses tardó en llegar ante un juez para explicar su decisión de cambiar de cielos, habló de los paramilitares o “paracos”, de los narcotraficantes o “traquetos”, y ella siempre había dicho la verdad, lo hacía por su hijo, no tardaría en llegar el llamado para prestar servicio en el ejército nacional, buen Dios. Entre abogados y tinterillos recordó además la experiencia de los sicarios, la violencia por todas partes, cuánta juventud perdida, porque los nuevos soldados servían de carne de cañón, y en su sano juicio todas las madres del mundo hubiesen hecho lo mismo, ¿no es cierto?

El sexto y último azar no cuenta, o cuenta en sentido contrario a las enumeraciones… Me pidió que nunca la escribiera, que jamás hablase del día en que sus dos hijos llegaron a la isla de Montreal, meses más tarde. Sobre todo, exigió cambiar de nombre en estas líneas, acaso porque doña Delmira sabe que su historia no es digna de admiración sino de pesadumbre, porque sus odiseas no debieron ocurrir, sus audacias pudieron florecer sin salir nunca de Colombia, y ahora ya es abuela de tres nietos —Martina, Samuel, Matías—, y además hace tanto que dejó de soñar con el regreso a casa...

Para hablar de doña Delmira es necesario hacer el recuento de los azares que la retuvieron en la isla de Montreal. La vida del transterrado es así: un destino hecho de coincidencias, una vida propicia para las casualidades, una mirada siempre abierta a las sincronías y a las concomitancias —perdón por el cultismo, y ya, ya entro en materia…

Llegó a Canadá con una visa de turista, acompañada de varias amigas, casi todas bogotanas. Sin duda, ese fue el primero de los rarísimos azares que la plantaron en el Polo Norte, porque fueron ellas quienes pagaron aquel viaje tan soñado. Tendría cincuenta y un años, o más o menos, cuando en Colombia la vida era muy difícil y doña Delmira era madre de dos adolescentes, casi jóvenes, y entonces corrió el riesgo de ya no volver a casa. En aquella época no era extraño escuchar de padres o de madres que huían de un mundo resquebrajado, y toda una generación de colombianos creció al amparo de familias ampliadas, es decir, al cuidado de las abuelas, y a menudo también de tías con alma solidaria.

Segundo azar... Se levantó tarde y supo que perdería el vuelo de regreso, de Montreal a Bogotá. Comenzó a pensarlo y lo decidió en un santiamén: permanecer en estos andurriales del hielo, en una ciudad donde había trabajo y paz social, y en ese hotel del viejo puerto la trataron mal, querían cobrarle lo que no era, habrase visto, y la señora Delmira nació en Circasia, departamento del Quindío, en la magia quebrada de un país en conflicto. Era muy pequeña cuando la familia se mudó a la capital para continuar sus estudios, ella y sus ocho hermanas, sólo mujeres hubo en la familia, increíble, y en la universidad se graduó con diplomas importantes, aunque nunca habla de ello, acaso porque los destierros transforman a cualquiera en un ser de horizontes igualitarios, ¿cómo decirlo?, en un espejo donde todos los rostros comparten apellido y donde todos los pasaportes contienen la misma esperanza. Pero mejor no romantizar demasiado, y seguir adelante.

El tercer azar es muy extraño… Ese mismo día, al perder el avión, eligió una salida del Metro, la que fuera, o aquella cuyos letreros sugiriesen refugio. Descendió en la estación de Guy-Concordia como a las nueve de la mañana de aquel año, 1992, y era verano, menos mal, un día sin escarchas y sin carámbanos, aunque también es cierto que Bogotá tiene un clima que impone las mangas largas. Arraigarse allí, en esa boca del subterráneo, fue la decisión más “verraca” de su destino —ella jamás ha dejado de ser sus voces natales: “verraca” en vez de valiente, o “verraca” por audaz y temeraria—, y sentada en los escalones de aquel domingo, con su equipaje de mujer recién llegada al exilio, a su lado pasó un señor de ojos atentos, un español nacido en Navalcarnero, suburbio de Madrid, migrante de larga data, un hombre bueno sin lugar a dudas, y doña Delmira habla con dolor de haber olvidado su nombre, ni modo, porque tres décadas se han ido ya desde aquel día en la estación del metro.

El siguiente azar quiere armonizarse con los anteriores… Aunque ya lo he dicho en otros miércoles, nada impide recordar aquí la forma más hispana de hablar con la mirada, cuando el silencio de los ojos que somos trasluce con elocuencia el acento de nuestros países —también los signos verbales del río Pánuco, por supuesto—, y se saludaron con amabilidad al reconocerse entre los gestos de un idioma común, y después de que doña Delmira descifrase los dejes castellanos de aquel hombre, compartieron el desa-yuno en los cafés del sector. Colombia vivía muchas crisis sociales y ella temía por su hijo mayor, en un par de años lo llamarían a filas, en la familia todos lo sabían, porque su historia no sería la excepción en un país de guerras heredadas.

Y aquel hombre, ¿cómo se llamaba?, le abrió las puertas de su casa, un día o una eternidad, el tiempo que fuese necesario, acaso porque los desarraigos también nos transforman en peritos de la generosidad o en maestros de la buena compañía, y él era entrenador deportivo, su esposa era latinoamericana, y, como siempre desde hace varios párrafos, mire usted, qué casualidad.

Quinto azar… Aquel hombre la puso en contacto con las oficinas de asistencia para mujeres maltratadas. No era su caso, claro que no, pero la recibieron con dignidad, y él le sirvió de traductor, ¿cómo diablos se llamaba?, y la hospedaron en un albergue donde comenzó el camino jurídico del asilo: certificación de documentos, tramitación de solicitudes, abogados voluntarios —los llamados “pro bono”—, y más tarde las asociaciones de migrantes y otros organismos comunitarios. Once meses tardó en llegar ante un juez para explicar su decisión de cambiar de cielos, habló de los paramilitares o “paracos”, de los narcotraficantes o “traquetos”, y ella siempre había dicho la verdad, lo hacía por su hijo, no tardaría en llegar el llamado para prestar servicio en el ejército nacional, buen Dios. Entre abogados y tinterillos recordó además la experiencia de los sicarios, la violencia por todas partes, cuánta juventud perdida, porque los nuevos soldados servían de carne de cañón, y en su sano juicio todas las madres del mundo hubiesen hecho lo mismo, ¿no es cierto?

El sexto y último azar no cuenta, o cuenta en sentido contrario a las enumeraciones… Me pidió que nunca la escribiera, que jamás hablase del día en que sus dos hijos llegaron a la isla de Montreal, meses más tarde. Sobre todo, exigió cambiar de nombre en estas líneas, acaso porque doña Delmira sabe que su historia no es digna de admiración sino de pesadumbre, porque sus odiseas no debieron ocurrir, sus audacias pudieron florecer sin salir nunca de Colombia, y ahora ya es abuela de tres nietos —Martina, Samuel, Matías—, y además hace tanto que dejó de soñar con el regreso a casa...