/ miércoles 12 de enero de 2022

Autorretratos de hielo | Los estadios enlazados

Entonces aún había partidos en el Parque Alijadores, y de mi edificio de infancia, sobre la calle Canseco casi esquina con Tamaulipas, recuerdo los aprendizajes del beisbol. El patriarca del cuarto piso, habitado por españoles llegados en pleno franquismo, era un hombre, “en el buen sentido de la palabra, bueno” —para decirlo muy a lo Machado—. Don Juan Antonio, así se llamaba, y pasaba horas de horas con el oído en un radio de transistores, la mirada extraviada, la mano derecha en posición telefónica, la antena diminuta apuntando hacia el abanico de cielo mientras el siseo de la bocina arrullaba las noches de su silla mecedora.

Eran los años setenta, y diríase que aquel señor trascendental vivía con el alma puesta en ese juego de pelota. Días hubo en que sus partidos se transformaban en cátedra sobre los léxicos del beisbol, cuando los hijos del edificio parábamos la oreja para heredar como Dios manda la ciencia de un vocabulario por demás insólito. Desde la tranquilidad de su acento entendíamos el “doble-play” y el “wild-pitch”, los extraños significados del “ponche” y los “chocolates”, también el “hit-and-run” o el “pisa y corre”, y a la pelota la llamaba “doña Blanca”, y además había “imparables”, “toleteros”, “sencillos”, “dobletes”, “antesalas”, “jonrones”, “outs por regla”, y yo nunca vi una “triple matanza”, y etcétera… Aún hoy me da gusto revivir las metáforas aprendidas durante aquel edificio, porque las escarchas en la isla de Montreal “me pillan siempre fuera de base”, o porque las nevadas en enero se anuncian con la misma fatalidad de los “strikes cantados” —los irremediables treinta y tres grados bajo cero de ayer suceden en nosotros mucho antes de llegar a las palabras, fue eso lo que quise decir...

Ya, ya regreso al miércoles de estos autorretratos. Don Juan Antonio nos parecía el emisario de un mundo nuevo, y sus explicaciones nos preparaban para los domingos inolvidables en que, junto al tío Ramón, nos llevaban a la Isleta Pérez. Era Día del Niño y tres escuelas primarias cabían en ese Volkswagen y había jornada doble y qué felicidad, sí, qué felicidad, porque nuestra edad bastaba para ganarnos el derecho a cualquier grada frente a los Saraperos de Saltillo o los Sultanes de Monterrey o los Rieleros de Aguascalientes. Y era cierto, fue verdad, lo estábamos mirando desde la incredulidad de nuestros ojos abiertos: las vías del ferrocarril atravesando los jardines del Parque Alijadores, y a veces también un buque francés surcando el Pánuco del otro lado de cualquier parpadeo, ¿lo vieron?...: era francés, estoy seguro. También, cómo olvidar las cantilenas de los cacahuates “doraos-salaos-tostaos” que se hicieron famosas en la zona centro, o a los peloteros de aquel equipo campeón —¿fue en 1975?—: Héctor Espino con el número 21 en los dorsales, o Joe Pactwa y Tom Silverio, entre tantos otros.

Después vinieron las ligas americanas en la televisión y el descubrimiento feliz de que el Parque Alijadores podía seguir sucediendo en otras ciudades. Sí, Tampico era capaz de resucitar ante los Dodgers de Los Ángeles, o, por qué no, en el diamante de los Atléticos de Oakland, y a mí me gustaba mucho el uniforme de los Reales de Kansas City cuando apagábamos el blanco y negro de aquellas transmisiones con la satisfacción de haber entendido todas y cada una de las acciones gracias a los adultos más sabios de nuestras infancias. He ahí la fascinación de los juegos de pelota, supongo, porque cualquier deporte nos hace universales desde la calle donde aprendimos a traducir el baloncesto, o a interpretar el futbol, o a descifrar el voleibol... Por lo demás, y acaso sin saberlo, el espectáculo de aquellas jugadas se iba transformando en el sedimento de algo mucho mayor: el sueño de pronunciar algún partido profesional más allá del río Bravo.

Fue entonces que la isla de Montreal se convirtió en la coincidencia más afortunada de mis desarraigos, casi a finales de los noventa. En esta ciudad había un equipo de beisbol profesional que puso a mi alcance la posibilidad de nombrar por primera vez la noche histórica en que miré un juego de ligas mayores: los Expos de Montreal frente a los Cardenales de San Luis, ¡8-1!, vaya paliza, perdimos, y no importa, de verdad, nada importaba sino enlazar el Parque Alijadores con el espectáculo de una novena de chamarras azules y leyendas manuscritas en el pecho. Después de comprar entradas a precios estudiantiles, junto a Maru la boricua y Rafael el panameño, compañeros de la facultad, nos instalamos detrás de la tercera base, y nada como el gusto sincero de llegar temprano al Estadio Olímpico, mirar las butacas vacías, asistir a los calentamientos, y allí estaban, los Expos de Felipe Alou y de Pedro Martínez, la mascota bailando desde su piel de oso anaranjado —Youppi se llamaba, aunque de repente ya no estoy tan seguro—, la ceremonia veloz de los himnos nacionales, y poco a poco los graderíos se fueron abarrotando durante el septiembre increíble en que por fin pude parafrasear el coliseo de la Isleta Pérez con los “dugouts” del Polo Norte.

Después regresé a mirar muchos juegos más, claro que sí, porque en el Estadio Olímpico se congregaba casi todo el mar Caribe. No era extraño mirar pancartas dominicanas enviando saludos a casa —en lengua castellana, por supuesto—, a veces mantas cubanas o gorros venezolanos detrás del plato, también banderas nicaragüenses, porque los partidos de los Expos eran el paréntesis amable donde los hijos del Golfo de México sentíamos triunfar sobre nuestros desarraigos. Y no, no podía ser de otra manera, en el 2004 el equipo fue vendido a la ciudad de Washington y el Estadio Olímpico, tal y como había sucedido con el Parque Alijadores muchos años atrás, comenzó a languidecer en mis nostalgias empalmadas porque, al final, sí, el transterrado es eso a toda hora: una mirada que bifurca los pasados, ¿cómo decirlo?, un ser que juega con la dualidad de la memoria a la menor provocación de sus deportes favoritos...

Fue entonces que la isla de Montreal se convirtió en la coincidencia más afortunada de mis desarraigos, casi a finales de los noventas

Entonces aún había partidos en el Parque Alijadores, y de mi edificio de infancia, sobre la calle Canseco casi esquina con Tamaulipas, recuerdo los aprendizajes del beisbol. El patriarca del cuarto piso, habitado por españoles llegados en pleno franquismo, era un hombre, “en el buen sentido de la palabra, bueno” —para decirlo muy a lo Machado—. Don Juan Antonio, así se llamaba, y pasaba horas de horas con el oído en un radio de transistores, la mirada extraviada, la mano derecha en posición telefónica, la antena diminuta apuntando hacia el abanico de cielo mientras el siseo de la bocina arrullaba las noches de su silla mecedora.

Eran los años setenta, y diríase que aquel señor trascendental vivía con el alma puesta en ese juego de pelota. Días hubo en que sus partidos se transformaban en cátedra sobre los léxicos del beisbol, cuando los hijos del edificio parábamos la oreja para heredar como Dios manda la ciencia de un vocabulario por demás insólito. Desde la tranquilidad de su acento entendíamos el “doble-play” y el “wild-pitch”, los extraños significados del “ponche” y los “chocolates”, también el “hit-and-run” o el “pisa y corre”, y a la pelota la llamaba “doña Blanca”, y además había “imparables”, “toleteros”, “sencillos”, “dobletes”, “antesalas”, “jonrones”, “outs por regla”, y yo nunca vi una “triple matanza”, y etcétera… Aún hoy me da gusto revivir las metáforas aprendidas durante aquel edificio, porque las escarchas en la isla de Montreal “me pillan siempre fuera de base”, o porque las nevadas en enero se anuncian con la misma fatalidad de los “strikes cantados” —los irremediables treinta y tres grados bajo cero de ayer suceden en nosotros mucho antes de llegar a las palabras, fue eso lo que quise decir...

Ya, ya regreso al miércoles de estos autorretratos. Don Juan Antonio nos parecía el emisario de un mundo nuevo, y sus explicaciones nos preparaban para los domingos inolvidables en que, junto al tío Ramón, nos llevaban a la Isleta Pérez. Era Día del Niño y tres escuelas primarias cabían en ese Volkswagen y había jornada doble y qué felicidad, sí, qué felicidad, porque nuestra edad bastaba para ganarnos el derecho a cualquier grada frente a los Saraperos de Saltillo o los Sultanes de Monterrey o los Rieleros de Aguascalientes. Y era cierto, fue verdad, lo estábamos mirando desde la incredulidad de nuestros ojos abiertos: las vías del ferrocarril atravesando los jardines del Parque Alijadores, y a veces también un buque francés surcando el Pánuco del otro lado de cualquier parpadeo, ¿lo vieron?...: era francés, estoy seguro. También, cómo olvidar las cantilenas de los cacahuates “doraos-salaos-tostaos” que se hicieron famosas en la zona centro, o a los peloteros de aquel equipo campeón —¿fue en 1975?—: Héctor Espino con el número 21 en los dorsales, o Joe Pactwa y Tom Silverio, entre tantos otros.

Después vinieron las ligas americanas en la televisión y el descubrimiento feliz de que el Parque Alijadores podía seguir sucediendo en otras ciudades. Sí, Tampico era capaz de resucitar ante los Dodgers de Los Ángeles, o, por qué no, en el diamante de los Atléticos de Oakland, y a mí me gustaba mucho el uniforme de los Reales de Kansas City cuando apagábamos el blanco y negro de aquellas transmisiones con la satisfacción de haber entendido todas y cada una de las acciones gracias a los adultos más sabios de nuestras infancias. He ahí la fascinación de los juegos de pelota, supongo, porque cualquier deporte nos hace universales desde la calle donde aprendimos a traducir el baloncesto, o a interpretar el futbol, o a descifrar el voleibol... Por lo demás, y acaso sin saberlo, el espectáculo de aquellas jugadas se iba transformando en el sedimento de algo mucho mayor: el sueño de pronunciar algún partido profesional más allá del río Bravo.

Fue entonces que la isla de Montreal se convirtió en la coincidencia más afortunada de mis desarraigos, casi a finales de los noventa. En esta ciudad había un equipo de beisbol profesional que puso a mi alcance la posibilidad de nombrar por primera vez la noche histórica en que miré un juego de ligas mayores: los Expos de Montreal frente a los Cardenales de San Luis, ¡8-1!, vaya paliza, perdimos, y no importa, de verdad, nada importaba sino enlazar el Parque Alijadores con el espectáculo de una novena de chamarras azules y leyendas manuscritas en el pecho. Después de comprar entradas a precios estudiantiles, junto a Maru la boricua y Rafael el panameño, compañeros de la facultad, nos instalamos detrás de la tercera base, y nada como el gusto sincero de llegar temprano al Estadio Olímpico, mirar las butacas vacías, asistir a los calentamientos, y allí estaban, los Expos de Felipe Alou y de Pedro Martínez, la mascota bailando desde su piel de oso anaranjado —Youppi se llamaba, aunque de repente ya no estoy tan seguro—, la ceremonia veloz de los himnos nacionales, y poco a poco los graderíos se fueron abarrotando durante el septiembre increíble en que por fin pude parafrasear el coliseo de la Isleta Pérez con los “dugouts” del Polo Norte.

Después regresé a mirar muchos juegos más, claro que sí, porque en el Estadio Olímpico se congregaba casi todo el mar Caribe. No era extraño mirar pancartas dominicanas enviando saludos a casa —en lengua castellana, por supuesto—, a veces mantas cubanas o gorros venezolanos detrás del plato, también banderas nicaragüenses, porque los partidos de los Expos eran el paréntesis amable donde los hijos del Golfo de México sentíamos triunfar sobre nuestros desarraigos. Y no, no podía ser de otra manera, en el 2004 el equipo fue vendido a la ciudad de Washington y el Estadio Olímpico, tal y como había sucedido con el Parque Alijadores muchos años atrás, comenzó a languidecer en mis nostalgias empalmadas porque, al final, sí, el transterrado es eso a toda hora: una mirada que bifurca los pasados, ¿cómo decirlo?, un ser que juega con la dualidad de la memoria a la menor provocación de sus deportes favoritos...

Fue entonces que la isla de Montreal se convirtió en la coincidencia más afortunada de mis desarraigos, casi a finales de los noventas