/ miércoles 2 de junio de 2021

Autorretratos de hielo | Los libreros de viejo, otra vez…

Tras la reapertura, en el último viernes de mayo he salido a recuperar sorpresas en la calle de los libros usados, en la isla de Montreal. Al doblar sobre la avenida Mont-Royal he vuelto a reemplazar los semáforos del Polo Norte por los cruceros del Golfo de México, y un poco más adelante, como de reojo, los árboles del parque Jeanne-Mance continuaban evocando las tardes de sudor y adolescencia en la plaza Méndez de los viejos amigos. Sobre aceras llenas de gente, en un mediodía libre de mascarillas sanitarias, otra vez he presentido que cualquier transterrado que se respete debe aprender a imaginar sus propias correspondencias urbanas en todos los rincones de la ciudad.

Después he cruzado por la Saint-Laurent —tan parecida al bullicio de la calle Altamira— bajo un sol engañabobos, pues la temperatura aún impone la gestión de los abrigos. Seis grados en el termómetro del día me acompañaron en los últimos suspiros de mayo, habrase visto…; por añadidura, los primeros días de junio aún se niegan a convertirse en un verano sin medias tintas, quise decir, en una estación sin riesgos de pulmonías. Por eso fue que apresuré las tiriteras, para llegar pronto al refugio de algún comercio: una cafetería, tal vez, a lo mejor esa tienda de playeras psicodélicas que no recordaba, o, por qué no, aquel negocio de discos reciclados donde solía ir de los vinilos a las nostalgias, de Air Supply a Charles Aznavour con escala en las canciones de Julio Iglesias en idioma equivocado, y qué más da.

Antes de trasponer el umbral en una librería del sector, he permanecido sobre la vereda, friolento y curioso. Porque dejé de frecuentarla durante la pandemia, el rostro de mis sorpresas ha sido casi honesto frente al letrero que la identifica: en la traducción más irresponsable de su nombre, en nuestra lengua el sitio podría llamarse “El puerto de cabeza” —si la entiendo bien, la expresión original francesa remite a una idea de porte y prestancia en el vestir y el andar—. Aunque no es, ni de lejos, el mejor establecimiento del rumbo, la mercadotecnia “retro” de sus vitrinas y la limpia organización de los entrepaños hacen sospechar la vocación bibliófila del propietario. Con mil años de experiencia en el negocio de las portadas, como puede observarse, hoy el dueño ha colmado los aparadores con volúmenes consagrados al exilio y las migraciones, todos de segunda mano, claro está: estudios sobre la psicología del desterrado, sociologías de la ausencia, filosofías del cosmopolitismo, tesis universitarias sobre el derecho de asilo, antropologías de los sueños sin domicilio fijo y un par de novelas con historias de personajes que se fueron para siempre.

Al teorizar demasiado se corre el riesgo de convertir el desarraigo en abstracción, pensé mientras fijaba la vista en el libro que me andaba buscando… Dije bien: el libro que me andaba buscando, porque en todas las librerías del mundo —públicas o privadas, grandes o pequeñas, especializadas o desiguales— hay siempre un título que nos contiene, una portada que nos desentraña, sí, un ejemplar cuyos capítulos germinan en la lucidez de nuestros semblantes. De hecho, el juego de coincidencias que me lo asegura por enésima vez ha tenido lugar en la lengua misma del libro que estoy por adquirir: la traducción española de “Cabeza de turco”, del periodista alemán Günther Wallraff. Al salir del local, casi una hora más tarde, he caído en la cuenta de que esa edición de Anagrama no sólo me señalaba como su destinatario ideal, sino que, por añadidura, también me abarcaba con la sustancia de sus reflexiones. Y en el camino de regreso, sobre la Saint-Laurent que se parece tanto a la calle Altamira cuando hace ruido, he jugado a resolver el crucigrama de coincidencias de la (segunda) lectura en español de un autor alemán en las calles de la lengua francesa... En fin, los libreros de viejo son sobre todo eso, bellos laberintos de casualidades, ¿verdad que sí?

El libro en cuestión ofrece un luminoso reportaje sobre los trabajadores extranjeros en la Alemania de los años ochenta. Para empezar, nos dice Günther Wallraff, “hay que enmascararse para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y fingir para averiguar la verdad”, o, si acaso fuera posible decirlo así, hay que mentir para revelar las hipocresías del mundo. Por ello, con el objeto de denunciar la explotación del migrante en las ciudades del progreso y de la justicia social, durante más de dos años —y durante cerca de doscientas treinta páginas— Wallraff vivirá bajo el disfraz de un nombre turco: Alí. Desde su identidad cambiada, su crónica, impresionista y audaz, asume colores de soltar el llanto en las descripciones del albañil pakistaní, del campesino indonesio, del organillero sin patria, del chofer analfabeto, del cocinero latinoamericano, del desheredado que limpia retretes o del paria que se alquila como cobaya de fármacos experimentales. Por añadidura, el disfrazado Wallraff-Alí también ensayará puertas de integración hacia una ciudad que lo rechaza, y será ignorado en las tabernas de la exclusión, asistirá a estadios de futbol que le niegan el derecho al regocijo y mirará hacia un pretendido cambio de religión para caminar por Europa como Dios manda.

A casi cualquier expatriado le bastaría mover un par de espejos de su lugar para reconocerse sin problemas en Günther Wallraff. En un mundo rebasado por las crisis migratorias —del Mediterráneo al río Bravo, sí, en Ceuta tanto como en Tijuana—, por desgracia “Cabeza de turco” no ha perdido su actualidad; además, al sugerirnos que todos somos hijos de algún desarraigo, reciente o más bien heredado, inevitable o acaso voluntario, nacional o trasatlántico, el reportaje nos recuerda también que nuestra genética siempre estará marcada por los paraísos perdidos y las nostalgias sin salida. Y, al final, quizás sea esa la metáfora olvidada de los libreros de viejo, pues un título así, rescatado en una vitrina de lecturas antiguas y de lenguas cruzadas, representa sobre todo las odiseas que acompañan la explicación de nuestros destinos.

Tras la reapertura, en el último viernes de mayo he salido a recuperar sorpresas en la calle de los libros usados, en la isla de Montreal. Al doblar sobre la avenida Mont-Royal he vuelto a reemplazar los semáforos del Polo Norte por los cruceros del Golfo de México, y un poco más adelante, como de reojo, los árboles del parque Jeanne-Mance continuaban evocando las tardes de sudor y adolescencia en la plaza Méndez de los viejos amigos. Sobre aceras llenas de gente, en un mediodía libre de mascarillas sanitarias, otra vez he presentido que cualquier transterrado que se respete debe aprender a imaginar sus propias correspondencias urbanas en todos los rincones de la ciudad.

Después he cruzado por la Saint-Laurent —tan parecida al bullicio de la calle Altamira— bajo un sol engañabobos, pues la temperatura aún impone la gestión de los abrigos. Seis grados en el termómetro del día me acompañaron en los últimos suspiros de mayo, habrase visto…; por añadidura, los primeros días de junio aún se niegan a convertirse en un verano sin medias tintas, quise decir, en una estación sin riesgos de pulmonías. Por eso fue que apresuré las tiriteras, para llegar pronto al refugio de algún comercio: una cafetería, tal vez, a lo mejor esa tienda de playeras psicodélicas que no recordaba, o, por qué no, aquel negocio de discos reciclados donde solía ir de los vinilos a las nostalgias, de Air Supply a Charles Aznavour con escala en las canciones de Julio Iglesias en idioma equivocado, y qué más da.

Antes de trasponer el umbral en una librería del sector, he permanecido sobre la vereda, friolento y curioso. Porque dejé de frecuentarla durante la pandemia, el rostro de mis sorpresas ha sido casi honesto frente al letrero que la identifica: en la traducción más irresponsable de su nombre, en nuestra lengua el sitio podría llamarse “El puerto de cabeza” —si la entiendo bien, la expresión original francesa remite a una idea de porte y prestancia en el vestir y el andar—. Aunque no es, ni de lejos, el mejor establecimiento del rumbo, la mercadotecnia “retro” de sus vitrinas y la limpia organización de los entrepaños hacen sospechar la vocación bibliófila del propietario. Con mil años de experiencia en el negocio de las portadas, como puede observarse, hoy el dueño ha colmado los aparadores con volúmenes consagrados al exilio y las migraciones, todos de segunda mano, claro está: estudios sobre la psicología del desterrado, sociologías de la ausencia, filosofías del cosmopolitismo, tesis universitarias sobre el derecho de asilo, antropologías de los sueños sin domicilio fijo y un par de novelas con historias de personajes que se fueron para siempre.

Al teorizar demasiado se corre el riesgo de convertir el desarraigo en abstracción, pensé mientras fijaba la vista en el libro que me andaba buscando… Dije bien: el libro que me andaba buscando, porque en todas las librerías del mundo —públicas o privadas, grandes o pequeñas, especializadas o desiguales— hay siempre un título que nos contiene, una portada que nos desentraña, sí, un ejemplar cuyos capítulos germinan en la lucidez de nuestros semblantes. De hecho, el juego de coincidencias que me lo asegura por enésima vez ha tenido lugar en la lengua misma del libro que estoy por adquirir: la traducción española de “Cabeza de turco”, del periodista alemán Günther Wallraff. Al salir del local, casi una hora más tarde, he caído en la cuenta de que esa edición de Anagrama no sólo me señalaba como su destinatario ideal, sino que, por añadidura, también me abarcaba con la sustancia de sus reflexiones. Y en el camino de regreso, sobre la Saint-Laurent que se parece tanto a la calle Altamira cuando hace ruido, he jugado a resolver el crucigrama de coincidencias de la (segunda) lectura en español de un autor alemán en las calles de la lengua francesa... En fin, los libreros de viejo son sobre todo eso, bellos laberintos de casualidades, ¿verdad que sí?

El libro en cuestión ofrece un luminoso reportaje sobre los trabajadores extranjeros en la Alemania de los años ochenta. Para empezar, nos dice Günther Wallraff, “hay que enmascararse para desenmascarar a la sociedad, hay que engañar y fingir para averiguar la verdad”, o, si acaso fuera posible decirlo así, hay que mentir para revelar las hipocresías del mundo. Por ello, con el objeto de denunciar la explotación del migrante en las ciudades del progreso y de la justicia social, durante más de dos años —y durante cerca de doscientas treinta páginas— Wallraff vivirá bajo el disfraz de un nombre turco: Alí. Desde su identidad cambiada, su crónica, impresionista y audaz, asume colores de soltar el llanto en las descripciones del albañil pakistaní, del campesino indonesio, del organillero sin patria, del chofer analfabeto, del cocinero latinoamericano, del desheredado que limpia retretes o del paria que se alquila como cobaya de fármacos experimentales. Por añadidura, el disfrazado Wallraff-Alí también ensayará puertas de integración hacia una ciudad que lo rechaza, y será ignorado en las tabernas de la exclusión, asistirá a estadios de futbol que le niegan el derecho al regocijo y mirará hacia un pretendido cambio de religión para caminar por Europa como Dios manda.

A casi cualquier expatriado le bastaría mover un par de espejos de su lugar para reconocerse sin problemas en Günther Wallraff. En un mundo rebasado por las crisis migratorias —del Mediterráneo al río Bravo, sí, en Ceuta tanto como en Tijuana—, por desgracia “Cabeza de turco” no ha perdido su actualidad; además, al sugerirnos que todos somos hijos de algún desarraigo, reciente o más bien heredado, inevitable o acaso voluntario, nacional o trasatlántico, el reportaje nos recuerda también que nuestra genética siempre estará marcada por los paraísos perdidos y las nostalgias sin salida. Y, al final, quizás sea esa la metáfora olvidada de los libreros de viejo, pues un título así, rescatado en una vitrina de lecturas antiguas y de lenguas cruzadas, representa sobre todo las odiseas que acompañan la explicación de nuestros destinos.