/ miércoles 30 de diciembre de 2020

Autorretratos de hielo | Los otros cumpleaños

Los inmigrantes —nadie como nosotros— contamos con una segunda fecha de nacimiento que nos hace vivir fuera del tiempo… Como cualquier ser humano, nacemos cuando nacimos, aunque, llegados al trance de las aclaraciones, recalcularemos la edad para no perder nunca la cuenta del desarraigo.

La trascendencia del primer nacimiento se diluye, así, entre las circunstancias del dónde, del cómo y del cuándo se tuvo que reconstruir el destino más allá del barrio natal. De hecho, es allí, en la experiencia del destierro, donde germina la sospecha de que cualquier expatriado, venga de donde venga y vaya hacia donde vaya, inicia dos veces su vida en el curso de una sola biografía.

Quiérase o no, fuera del terruño la memoria traspapela los ciclos y confunde los períodos. En este sentido, el verbo viajar enlaza muy pronto sus melancólicos contenidos con las semánticas de la soledad, pues los barruntes de cualquier desplazamiento nos recuerdan estar viviendo una jornada sin fecha segura en el regreso. Perdidos entre los ecos de nuestros silencios más elocuentes —“en ocasiones, lo visto con palabras no se llena…”, decía Dante al iniciar, él también, su peregrinar por el infierno—, e inmersos en una realidad siempre al borde de lo incomprensible, desde nuestra llegada al exilio canadiense buscamos reinventar las explicaciones de un tiempo marcado por las edades divisorias. Sí, queremos darle lucidez a la ruptura, complementar el arribo con la continuación, argumentar lo perdido con lo recién descubierto, y, para conseguirlo, trazamos autorretratos con diseños marcados por los muchos grados bajo cero. Sobremanera, queremos dejar en claro el mayor de todos nuestros descubrimientos: los pasados no son negociables… En efecto, nadie se va para siempre de los acentos de su barrio natal, muy a pesar de la novedad de las lluvias congeladas que he padecido o de la magia de las auroras boreales que aún espero.

A punto de cumplir mis primeros-segundos veinticinco años de vida, vuelvo siempre a la descripción de los hielos de Montreal. En otra parte, en otro tiempo, en el Tampico de los noventa, cuando aún sabía caminar a ciegas por cualquier lado sombra de la calle Colón, o cuando Zabludovsky dominaba todavía las noticias nacionales, o cuando el subcomandante Marcos había sido un buen vecino en la colonia Petrolera, allá también celebré mis primeros veinticinco. Sin embargo, para lo que ocupa decir aquí, el día cero de mi nuevo cumpleaños tuvo lugar durante un domingo de San Patricio —17 de marzo de 1996—, en la estación de metro Berri-UQÀM. Hacía frío…, ¡cuánto frío!..., aunque quizás fue la inercia del sol o la memoria de las mangas cortas lo que potenciaba la crudeza de la temperatura; sea como se prefiera, aquello era peor que mil diciembres pronunciados en un solo golpe de voz en cualquier puerto del Golfo de México, o en todos ellos al mismo tiempo.

Aún es así la ciudad de mi segundo nacimiento, cuando mi amigo Émile Chrétien me esperaba tranquilo, a las diez y media de la noche, en la estación del Greyhound. De mi llegada recupero también la brevedad de su estatura, esa barba de vikingo a prueba de borrascas y la inmensa generosidad de un recibimiento expresado con palabras bilingües. De inmediato descendimos a unos subterráneos interminables y casi vacíos en aquella hora de la noche; mi abrigo insuficiente, los tropiezos compartidos de nuestras lenguas cambiadas, las suelas impropias de mis zapatos de puerto, el pesado equipaje de un hombre sin vuelta de hoja…, en suma, todo lo que yo había sido hasta ese minuto parecía venirle mal a mis pasos durante aquella fecha iniciática. Impreciso de trópico y vistiendo ropas equivocadas, con los automatismos de una existencia construida entre los calores asfaltados de la avenida Hidalgo desembarcamos en otra estación. Al salir, me sorprendió muchísimo la blancura en los bulevares de la medianoche, y sin saber por qué o por qué no, me atreví a definir la nieve como una especie de arena congelada mientras aquellas celliscas no podían ser otra cosa que brisas con muy mala educación. Sin duda —yo nunca he podido mirarlo de otro modo—, la imagen invertida de una gélida playa de Miramar es el único camino posible hacia la descripción del viento sobre las aceras nevadas del Polo Norte.

A pesar de todo, en ocasiones me resulta un tanto extraño explicarlo así, mediante voces y lenguas que imbrican o entreveran sus realidades ambientales. Es más, al paso del tiempo he ido cambiando mi manera de recordarlo para darle cierta felicidad a la confusión de aquel momento, e incluso creo haber tomado prestadas las memorias de otros inmigrantes, seres de raíces duplicadas que, como yo, recuerdan siempre cosas parecidas a la menor provocación de sus nuevos cumpleaños: que llegaron a tal hora y en tal minuto de una helada histórica, o que su nuevo nacimiento comenzó sin guantes, o que cuánto era su asombro ante los témpanos del cielo, o que el viento escarchaba los apellidos, o que las avenidas tenían una identidad glacial desbordada de copos y de carámbanos… Al final, ateridos, todos recordamos ese otro cumpleaños con los perfiles de quien será el gran personaje de nuestros desarraigos: el invierno y sus mil sinónimos de hielo.

Será, tal vez, porque lo desconocido sólo puede ser así, frío como el desamparo, frío como las incertidumbres, o frío como el primer miedo a la novedad de una existencia distinta.

Los inmigrantes —nadie como nosotros— contamos con una segunda fecha de nacimiento que nos hace vivir fuera del tiempo… Como cualquier ser humano, nacemos cuando nacimos, aunque, llegados al trance de las aclaraciones, recalcularemos la edad para no perder nunca la cuenta del desarraigo.

La trascendencia del primer nacimiento se diluye, así, entre las circunstancias del dónde, del cómo y del cuándo se tuvo que reconstruir el destino más allá del barrio natal. De hecho, es allí, en la experiencia del destierro, donde germina la sospecha de que cualquier expatriado, venga de donde venga y vaya hacia donde vaya, inicia dos veces su vida en el curso de una sola biografía.

Quiérase o no, fuera del terruño la memoria traspapela los ciclos y confunde los períodos. En este sentido, el verbo viajar enlaza muy pronto sus melancólicos contenidos con las semánticas de la soledad, pues los barruntes de cualquier desplazamiento nos recuerdan estar viviendo una jornada sin fecha segura en el regreso. Perdidos entre los ecos de nuestros silencios más elocuentes —“en ocasiones, lo visto con palabras no se llena…”, decía Dante al iniciar, él también, su peregrinar por el infierno—, e inmersos en una realidad siempre al borde de lo incomprensible, desde nuestra llegada al exilio canadiense buscamos reinventar las explicaciones de un tiempo marcado por las edades divisorias. Sí, queremos darle lucidez a la ruptura, complementar el arribo con la continuación, argumentar lo perdido con lo recién descubierto, y, para conseguirlo, trazamos autorretratos con diseños marcados por los muchos grados bajo cero. Sobremanera, queremos dejar en claro el mayor de todos nuestros descubrimientos: los pasados no son negociables… En efecto, nadie se va para siempre de los acentos de su barrio natal, muy a pesar de la novedad de las lluvias congeladas que he padecido o de la magia de las auroras boreales que aún espero.

A punto de cumplir mis primeros-segundos veinticinco años de vida, vuelvo siempre a la descripción de los hielos de Montreal. En otra parte, en otro tiempo, en el Tampico de los noventa, cuando aún sabía caminar a ciegas por cualquier lado sombra de la calle Colón, o cuando Zabludovsky dominaba todavía las noticias nacionales, o cuando el subcomandante Marcos había sido un buen vecino en la colonia Petrolera, allá también celebré mis primeros veinticinco. Sin embargo, para lo que ocupa decir aquí, el día cero de mi nuevo cumpleaños tuvo lugar durante un domingo de San Patricio —17 de marzo de 1996—, en la estación de metro Berri-UQÀM. Hacía frío…, ¡cuánto frío!..., aunque quizás fue la inercia del sol o la memoria de las mangas cortas lo que potenciaba la crudeza de la temperatura; sea como se prefiera, aquello era peor que mil diciembres pronunciados en un solo golpe de voz en cualquier puerto del Golfo de México, o en todos ellos al mismo tiempo.

Aún es así la ciudad de mi segundo nacimiento, cuando mi amigo Émile Chrétien me esperaba tranquilo, a las diez y media de la noche, en la estación del Greyhound. De mi llegada recupero también la brevedad de su estatura, esa barba de vikingo a prueba de borrascas y la inmensa generosidad de un recibimiento expresado con palabras bilingües. De inmediato descendimos a unos subterráneos interminables y casi vacíos en aquella hora de la noche; mi abrigo insuficiente, los tropiezos compartidos de nuestras lenguas cambiadas, las suelas impropias de mis zapatos de puerto, el pesado equipaje de un hombre sin vuelta de hoja…, en suma, todo lo que yo había sido hasta ese minuto parecía venirle mal a mis pasos durante aquella fecha iniciática. Impreciso de trópico y vistiendo ropas equivocadas, con los automatismos de una existencia construida entre los calores asfaltados de la avenida Hidalgo desembarcamos en otra estación. Al salir, me sorprendió muchísimo la blancura en los bulevares de la medianoche, y sin saber por qué o por qué no, me atreví a definir la nieve como una especie de arena congelada mientras aquellas celliscas no podían ser otra cosa que brisas con muy mala educación. Sin duda —yo nunca he podido mirarlo de otro modo—, la imagen invertida de una gélida playa de Miramar es el único camino posible hacia la descripción del viento sobre las aceras nevadas del Polo Norte.

A pesar de todo, en ocasiones me resulta un tanto extraño explicarlo así, mediante voces y lenguas que imbrican o entreveran sus realidades ambientales. Es más, al paso del tiempo he ido cambiando mi manera de recordarlo para darle cierta felicidad a la confusión de aquel momento, e incluso creo haber tomado prestadas las memorias de otros inmigrantes, seres de raíces duplicadas que, como yo, recuerdan siempre cosas parecidas a la menor provocación de sus nuevos cumpleaños: que llegaron a tal hora y en tal minuto de una helada histórica, o que su nuevo nacimiento comenzó sin guantes, o que cuánto era su asombro ante los témpanos del cielo, o que el viento escarchaba los apellidos, o que las avenidas tenían una identidad glacial desbordada de copos y de carámbanos… Al final, ateridos, todos recordamos ese otro cumpleaños con los perfiles de quien será el gran personaje de nuestros desarraigos: el invierno y sus mil sinónimos de hielo.

Será, tal vez, porque lo desconocido sólo puede ser así, frío como el desamparo, frío como las incertidumbres, o frío como el primer miedo a la novedad de una existencia distinta.